¿Hacia una Economía del Desarrollo sin sesgo moral?

Una de las obsesiones más marcadas de expertos e investigadores en el campo de la economía del desarrollo ha sido la necesidad de evidenciar por todos los medios a su alcance la posible correlación entre factores éticos y crecimiento del bienestar (en este caso la falta del mismo) en los países en vías de desarrollo. Entre estos sesgos morales, tal vez ninguno más tentador que el que atribuye al colonialismo europeo en África el origen fundamental de la falta de desarrollo actual en este continente.

No parece casualidad que hayan sido numerosos los investigadores enfrascados en busca de la causalidad en este ámbito. Ya sea a través de hipótesis como la falta de estructuras de gobernanza  modernas y transparentes, las innegables prácticas extractivas de los gobiernos de las metrópolis, o las incapacidades de los nuevos gobiernos poscoloniales para hacer perdurar algunos efectos positivos observados en sus propios estudios, se han encontrado, sin embargo, pocas evidencias potentes, premiando menos de lo esperado los ingentes esfuerzos de los economistas del desarrollo, tal vez por la utilización de sesgos morales excesivos.

Aunque este exceso de prejuicio moral ya fue denunciado por William Easterly hace unos años en su desasosegante “The White man´s burden”, no fue suficiente para animar a decenas de nuevos investigadores a renovar drásticamente la vía abierta por los numerosos trabajos de Acemoglu y Robinson desde los años postreros del Siglo XX.  A modo de algo más que curiosidad, ninguno de esos trabajos acabó poniendo de manifiesto conclusiones de tanto interés como sus propios títulos sugerían. De haberse mínimamente acercado a la grandilocuencia de estos, habrían hecho temblar la mismísima tumba del temible Leopoldo II, pero lo más lejos que se llega a concluir en ellos es la existencia de “un impacto heterogéneo de la colonización europea en África” o correlaciones difícilmente asimilables como causales, lo que parece bien poco para un esfuerzo continuado de cientos de modelos econométricos durante casi 20 años.

Otra de las críticas posibles a las metodologías utilizadas es el sistemático menosprecio de la existencia de posibles grupos de control muy significativos, por ejemplo, las dinámicas de desarrollo de Liberia y Etiopía en los mismos periodos objetos de estudio, y que en la práctica habrían permitido redirigir ese esfuerzo investigador, o mejor dicho, reducir el valor de unas hipótesis de partida demasiado necesitadas de alivio moral. Y es que paradójicamente, muy pocos se han propuesto investigar sobre las posibles correlaciones entre la ausencia de actividad colonial y el grado de desarrollo económico en estos dos países. Evidentemente, aquí la recompensa moral no existe. Todavía menos han optado por investigar sobre la escasez de resultados del sistema internacional de ayuda  en el desarrollo de África, al menos en relación a su volumen de inversión, constante durante muchos años.

El estudio del caso de Etiopía en este sentido es paradigmático y de haberse abordado, habría permitido evidenciar la poca utilidad de centrar un esfuerzo investigador ataviado con ese sesgo moral, además de que no habría afectado en lo más mínimo la consideración moral vigente sobre la colonización. Etiopía es un país que por circunstancias que vienen al caso, pero sería largo desarrollar aquí, ha gozado de un status de nación relativamente estable, además de ingentes potenciales en recursos agrícolas y ganaderos, y sin embargo ha sido incapaz de separarse demasiado del crecimiento medio del resto de países de África durante todo el S. XX, y cuando lo ha hecho, ha sido a la baja.

A pesar de que en los últimos años se ha conseguido un crecimiento sostenido de casi dos dígitos, y  en la calle se habla del premio Nobel otorgado recientemente a  su Primer Ministro Abiy Ahmed, el etíope de a pie se lamenta de la colonización “posguerra fría” de China, e incluso algunos sueñan (erróneamente)  cómo les hubiera  podido beneficiar  un pasado similar al de sus colonizados vecinos kenianos, que a su entender les permite, entre otras cosas, acceso en Nairobi a muchos de los bienes  corrientes,  y que son de extraordinaria rareza en Addis Abeba.

Una pista de las razones del escaso éxito de la economía del desarrollo en este aspecto nos la brinda el científico Roger Pielke (“The Honest Broker”), mediante el apunte de una interesante taxonomía de la investigación científica, donde analiza varios roles idealizados de experto/investigador. Uno de estos roles lo denomina “el lobista convencido”, y que no es otra cosa que aquel que pone la ciencia al servicio de una determinada agenda política (y moral). Pues bien, el lobista convencido de Pielke parece directamente sacado del perfil de la mayoría de los investigadores de la economía del desarrollo empeñados en centrar las causas de la pobreza en factores previos achacables a la perfidia del mundo occidental.

En contraposición, otro de los roles de experto/científico descritos por Pielke, “el honesto intermediario de alternativas científicas”, posee sin embargo una idiosincrasia que parece ajustarse mucho mejor a las necesidades de conocimiento en la economía del desarrollo. A la postre, es mucho más eficaz, tanto para el desarrollo de la ciencia misma como para el diseño de las políticas económicas y de cooperación, el uso de metodologías más heterodoxas, como las utilizadas por economistas como Ha-Joon Chan o incluso Paul Collier. Aquel, por ejemplo, centra sus investigaciones en “micro-temas”, con la pretensión de que una serie de ellos enlazados puedan arrojar luz sobre determinadas dinámicas de desarrollo. Este último, en cambio, suele centrar sus investigaciones sobre las causas de los fallos del desarrollo en África en diversas hipótesis (combinadas o no) que son presentadas finalmente como una panoplia de alternativas.

Tal vez no esté de más señalar entonces que, aunque toda investigación científica (también en las ciencias sociales y económicas) debe perseguir la búsqueda de conocimiento, la incertidumbre (lagunas del conocimiento científico) sobre cómo se produce lo que hoy llamamos desarrollo no puede abordarse acudiendo permanentemente a sucesiones de modelos econométricos, regresiones y mínimos cuadrados, por mucho que se actué también en nombre de la razón moral. Al menos en el corto plazo.

Abandonando el sesgo moral como posición permanente de partida en el ejercicio investigador acaso no se consiga tampoco resolver incertezas inescrutables, pero a cambio se logra poner a disposición de los legisladores y gobernantes diversas alternativas capaces de configurar políticas de desarrollo y cooperación más sólidas, además de seguir estando escrupulosamente basadas en la evidencia racional. Así, la ciencia económica podría jugar un papel probablemente menos influyente, pero si más equilibrado y útil en la promoción de políticas económicas y de cooperación internacional más beneficiosas para el conjunto de los ciudadanos africanos.

Es este rol el que proponen asumir otros recientes galardonados con el Nobel, Duflo y Banerjee, que comienzan por asumir apasionadamente, pero sin atisbo moral alguno, la importancia del cambio mediante las pequeñas ideas que acaban transformando la economía de un país. Algunas veces se yerra, otras se acierta; unas veces el cambio es espontáneo, otras es promovido por la planificación de buenas políticas económicas, pero lo importante es descartar el simplismo de las ideas basadas en “la ignorancia, las intuiciones, la ideología y la inercia” que, según ellos, “se combinan para darnos respuestas que parecen plausibles, prometen mucho, y nos traicionan”.

Y es que no debería hacer falta recurrir a metodologías investigadoras de disciplinas cercanas, pensadas para alcanzar otros objetivos, para comprobar que prejuicios tan marcados (por demasiado deseados) no han llevado necesariamente a resultados eficaces, más bien a todo lo contrario, dificultando a su vez el rol que la investigación debería jugar en el campo de la concreción de las políticas de desarrollo y cooperación.