Cuando en 1954 el escritor Josep Pla llegó a Nueva York y lo llevaron a pasear por Manhattan, se quedó maravillado por la fastuosa iluminación nocturna de las calles y no se resistió a preguntar: “Y todo esto, ¿quién lo paga?”.
La Unión Europea está embarcada en un ambicioso y costoso proceso de transformación estructural: necesita llevar a cabo una compleja transición hacia una economía digital y sin emisiones netas, aumentar su autonomía estratégica con el desarrollo de tecnologías propias, asegurar su suministro de energía y garantizar su defensa ante amenazas externas. La pregunta es: y todo eso, ¿quién lo paga? Todas esas transformaciones requieren mucho, mucho dinero, y Europa no lo tiene. Y no porque no exista ahorro, sino porque este no se canaliza adecuadamente.
En economía hay dos formas de financiar inversiones: con fondos públicos y con fondos privados. Lo normal es que ambos canales se complementen, de modo que la inversión pública dé una orientación estratégica y proporcione incentivos adecuados a la aportación del capital privado. Europa, sin embargo, se ha autoimpuesto limitaciones en los dos ámbitos.
La limitación al uso de fondos públicos viene dada por el corsé de las reglas fiscales. Y no porque no sean necesarias, sino porque la lógica exigencia de disciplina presupuestaria por parte de los Estados miembros no se acompaña de la existencia de una capacidad fiscal común que financie los bienes públicos europeos. La UE, liderada por una Comisión sorprendentemente tímida, ha optado por proponer una reforma de las reglas fiscales poco flexible (cediendo incluso al absurdo requisito de un ajuste cuantitativo anual) y sin haber pensado antes de dónde se van a sacar los billones de euros imprescindibles para todos sus ambiciosos objetivos. No hay forma de saber quién ni cómo financiará la ingente inversión necesaria. Solo sabemos que muchos Estados miembros no quieren emitir más deuda conjunta (como la del Next Generation EU), de modo que al final la inversión pública europea total será exclusivamente la suma de las inversiones públicas nacionales. Y, como varios países tienen niveles elevados de endeudamiento y deberán aplicar estrictamente las reglas fiscales, podemos asegurar que la inversión pública europea total será insuficiente.
En paralelo, la Unión Europea también ha optado por limitar el flujo de fondos privados. Esto, por supuesto, no es un pecado de acción, sino de omisión: ha decidido que los intereses nacionales primen sobre el interés europeo a la hora de acometer una verdadera unión bancaria y del mercado de capitales. En Estados Unidos las tres cuartas partes de la financiación de la inversión empresarial se hace a través de los mercados, y sólo el 25% por ciento requiere financiación bancaria. En Europa, donde no tenemos un mercado único bancario ni de capitales, sino 27, los porcentajes son al revés: el 75% de las inversiones se financian con préstamos bancarios y sólo un 25% en mercados de obligaciones. Para que se hagan una idea, las pymes estadounidenses reciben a través de los mercados de capitales cinco veces más financiación que las europeas. Así, cualquiera.
Lo que no podemos es pretender defender a nuestras empresas estratégicas sin tener una buena fuente de socios capitalistas. Miremos a España, por ejemplo: queremos que siga habiendo grandes empresas españolas, pero los candidatos a grandes accionistas han ido desapareciendo: los bancos son mucho más frágiles que hace unas décadas y su negocio está mucho más amenazado (cuando no por la competencia, por impuestos extraordinarios), muchas grandes constructoras han desaparecido o cambian su sede social a entornos más favorables, los grandes almacenes ya no son lo que eran… Para colmo, las pocas multinacionales que hay y que no están fuertemente reguladas son el blanco preferido de la ira de algunos políticos.
Como país, a menos que consigamos aumentar el tamaño y rentabilidad de nuestras empresas, y en un contexto de tensiones con China, estamos condenados a buscar a nuestros grandes accionistas en el ámbito europeo . Y ni siquiera eso es fácil: la capitalización bursátil de la UE (en porcentaje del PIB) es menos de la mitad de la de los Estados Unidos, e inferior a la de Japón, China o el Reino Unido.
El motivo es claro, y se viene denunciando desde hace muchos años: al igual que los mercados energéticos no se integran porque cada Estado miembro vela por los intereses de su particular mix energético, la banca europea no se integra porque los Estados miembros no quieren cambiar sus particulares estructuras bancarias (banca pública, cooperativas, cajas de ahorro…). Cada cual defiende su modelo, y así es imposible establecer mecanismos de mutualización de riesgos que incentiven las fusiones supranacionales. Al final, no tenemos bancos europeos, sino fundamentalmente bancos nacionales, lo que reduce su tamaño medio, su rentabilidad y de paso la seguridad del sistema (los bancos nacionales unen su destino al de su país: si este quiebra, ellos también).
De la unión del mercado de capitales se habla menos, pero es tan importante como la unión bancaria. La realidad, sin embargo, es que los mercados de capitales (que incluyen vías de financiación bancaria y no bancaria como capital riesgo, emisiones de bonos o titulizaciones) siguen estando fragmentados en la UE. Tras la crisis financiera de 2011, la Comisión Europea presentó en 2015 un primer Plan de Acción para la Unión de los Mercados de Capitales, que se ha ido más o menos cumpliendo, pero siguen existiendo importantes barreras en supervisión, fiscalidad o insolvencia. Dejemos de hablar de “movilizar fondos privados” en cada iniciativa europea y comencemos a crear el entorno adecuado para que se movilicen de verdad.
Europa puede seguir siendo todo lo ambiciosa que quiere en sus mensajes de autonomía estratégica y transformación estructural, pero, mientras no avance en la integración financiera y fiscal, la pregunta de Pla seguirá estando en el aire.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)