Hubo un tiempo en que la Unión Europea revisaba sus tratados cada pocos años. La tendencia comenzó en 1986, con el Acta Única Europea, cuando los Estados miembros repararon en que el supuesto mercado único era una farsa, lleno de obstáculos a la libre circulación de bienes, servicios y personas. Se tomaron entonces medidas valientes, ampliando la votación por mayoría cualificada en el Consejo para muchos asuntos y dando más peso al Parlamento.
Desde entonces, cada cinco o seis años se iban reformando los textos fundamentales. Así, en 1992, en pleno furor europeísta, se firmó en Maastricht el Tratado de la Unión Europea (único tratado fundacional, propiamente dicho, junto con el Tratado de Roma, luego denominado Tratado de Funcionamiento de la UE). La UE se atrevió a crear una unión monetaria y avanzar en otros elementos de unión política (ciudadanía, relaciones exteriores), reforzando de nuevo al Parlamento y adoptando nuevas formas de cooperación intergubernamental. En 1997 el Tratado de Amsterdam se centró en la consolidación de los tratados y en una utilización más frecuente del procedimiento legislativo ordinario. El de Niza en 2001 se ocupó de preparar las estructuras para una ampliación a 25, con cambios la composición de la Comisión y en el sistema de voto en el Consejo.
El primer gran susto se produjo en 2004, con el Tratado por el que se establecía una Constitución para Europa, que nunca llegó a ser aprobado porque Francia y Países Bajos –tras sendos referendos– se negaron a ratificarlo, lo que provocó una crisis institucional europea. Eran tiempos complejos: China se acababa de incorporar a la OMC, los movimientos antiglobalización comenzaban a tener un importante peso específico y el comercio y la integración ya no se veían como una garantía de progreso.
Desde entonces, la integración ha avanzado, pero a rastras. La crisis de la Constitución europea fue solventada en diciembre de 2007 con el Tratado de Lisboa, que aumentó la competencias del Parlamento Europeo, cambió el procedimiento de voto en el Consejo, hizo permanente el puesto de Presidente del Consejo Europeo, creó el nuevo puesto de Alto Representante para Asuntos Exteriores y un nuevo servicio diplomático europeo, además de aclarar el reparto de competencias entre UE y estados miembros y aprobar una Carta de los Derechos Fundamentales de la UE (de la que el Reino Unido, cómo no, se escaqueó).
Tras este Tratado, que tardó dos años en ratificarse, la revisión de la legislación fundamental de la Unión Europea pasó a ser anatema. Las sucesivas crisis, como la del euro, que en gran parte se debían a los problemas derivados de la integración a medias (como una moneda única con políticas fiscales nacionales) se han ido solventado con reglamentos (como el Pacto de Estabilidad y Crecimiento) o con acuerdos intergubernamentales como los que establecieron el Mecanismo Europeo de Estabilidad, el Pacto Fiscal europeo (Fiscal Compact, que incluye un conjunto de reglas vinculantes en la UE para el equilibrio presupuestario) o el Mecanismo Único de Resolución bancaria. De estos, solo el MEDE fue posteriormente ratificado como enmienda a uno de los tratados fundacionales.
Incluso algo tan relevante como el Next Generation EU –incluida su emisión de deuda– no deja de ser un instrumento intergubernamental temporal, no consolidado en la legislación. Un parche espectacular, pero un parche. Y, si me apuran, el Instrumento para la Protección de la Transmisión de la política monetaria (TPI) del BCE para combatir subidas desmesuradas de las primas de riesgo no deja de ser otro parche que quizás algún día el TJUE juzgue excesivo.
Si se fijan, que algo tan serio como la política fiscal común se gestione con apaños legislativos, y no con modificaciones integrales de los tratados fundacionales, demuestra la dificultad o el miedo de avanzar en la integración europea. Así, por ejemplo, a lo largo de 2023 se reformarán las reglas fiscales, y se asume que medidas tan absurdas como la reglas “mágicas” del 3% de déficit o del 60% de deuda no se pueden modificar porque “habría que cambiar los tratados”. Se plantea, eso sí, la modificación de la regla reducción de 1/20 porque es legislación secundaria.
En resumen, que tanto la Comisión como los Estados miembros se ponen la venda antes de la herida y renuncian a priori a reformar tratados (no así, el Parlamento Europeo, que en junio de 2022 aprobó una resolución reclamando al Consejo Europeo una necesaria revisión de los textos fundacionales de la UE). Y lo hacen, simplemente, por miedo a fracasar, porque no se repita la crisis de la Constitución Europea. Porque es difícil.
Ahora bien, Samuelson atribuía a Keynes la idea de que cambiar de opinión es lo lógico cuando cambian las circunstancias. La pregunta entonces es, si en plena guerra en Europa, en medio de una profunda crisis del multilateralismo, revisión de orden mundial, desglobalización y neoproteccionismo, en plena transición energética, climática y digital, no nos planteamos reformar los tratados, ¿cuándo lo haremos? ¿A qué crisis debemos esperar para plantear decisiones legislativas valientes a nivel europeo?
¿Que para crear una auténtica capacidad fiscal europea hay que renunciar a parte de la soberanía fiscal? Hágase. ¿Que la emisión de deuda europea solo puede ser compatible con controles supranacionales de los presupuestos nacionales? Negóciese. ¿Qué eso implica revisar profundamente el papel de Comisión, Consejo y Parlamento, con nuevas mayorías, un mejor sistema de equilibrios y contrapesos entre instituciones y una mayor implicación ciudadana? Plantéese. ¿Que avanzar en la unión política es muy complicado y algunos países no querrán? Ya lo sabemos.
No hay nada que garantice más el inmovilismo que el miedo al cambio. Lo que no podemos es engañarnos y pensar que 27 políticas fiscales (con 27 impuestos de sociedades), 27 políticas industriales, 27 políticas energéticas o 27 políticas de asilo, por poner un ejemplo, pueden enfrentarse con éxito a un mundo cada vez más polarizado y agresivo, al choque entre Estados Unidos y China, a la amenaza rusa, a la carrera de subsidios de política industrial o al cambio climático. Sigamos esperando, y lo que nos encontraremos dentro de poco serán gobiernos radicales o soberanistas en más Estados miembros, proponiendo “soluciones” nacionales a los problemas que la UE es incapaz de resolver. Y recuerden una regla de oro de la Historia en política: cuando se juega al nacionalismo o al proteccionismo, los radicales terminan siempre desplazando a los moderados.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)