Durante la segunda mitad del siglo XIX el fisiólogo alemán Friedrich Leopold Goltz se dedicó a analizar el comportamiento de las ranas cuando eran sumergidas en un recipiente de agua que se iba calentando de forma progresiva. De sus estudios se derivó el mito de que, aunque las ranas huyen del agua hirviendo, cuando se calienta el agua muy lentamente no son capaces de reaccionar hasta que es demasiado tarde, cuando ya no tienen energía suficiente para saltar fuera del recipiente, y mueren abrasadas. Y digo mito, porque no es verdad. La anécdota que se cuenta prescinde del importante dato de que el cruel doctor Goltz se dedicaba antes a seccionar parte del cerebro de las ranas o a cortarles su médula espinal. La conclusión científica, por tanto, es que, cuando el agua empieza a quemar, las ranas –por supuesto– intentan huir. Las únicas que no lo hacen son las descerebradas.
Con la Unión Europea pasa otro tanto. Por un lado, siempre se ha caracterizado por saltar ante hirvientes amenazas a su supervivencia. El mejor ejemplo es la moneda única. Así, durante la crisis del sistema monetario europeo en 1993, cuando gran parte de la prensa anglosajona se dedicaba a firmar el certificado de defunción del proceso de integración monetaria, los líderes europeos decidieron ampliar las bandas de fluctuación y mantener el proyecto embrión del euro. También muchos economistas anglosajones dieron por muerto al euro cuando hervía la crisis de 2012, pero más de una década después podemos decirles, como el Clitón de “El mentiroso” de Pierre Corneille, que “los muertos que vos matáis / gozan de buena salud”.
Ahora que llega el Brexit, alguna prensa anglosajona vuelve a la carga, y sostiene, con ingenua ilusión (la mejor traducción que se me ocurre para su wishful thinking), que la Unión Europea se desmoronará ante la posibilidad de que el Reino Unido salga sin acuerdo y terminará aceptando un acuerdo comercial generoso sin las pesadas exigencias de competencia leal (level playing field). Pero yerran, porque si hay algo que la Unión Europea jamás hace es suicidarse a conciencia. Puede que la Unión Europea peque muchas veces de falta de ambición, pero, como a las ranas, jamás le falla el instinto de supervivencia. Muchos pensábamos que Boris Johnson, una vez había conseguido el Brexit jurídico y una amplia victoria electoral, adoptaría una actitud bastante práctica e intentaría dividir a los socios europeos ofreciendo una integración disimulada pero intensa (que luego ya se encargaría de venderle a su electorado como una victoria). Y también que, a diferencia de lo que ocurría en el caso de la salvaguarda irlandesa del Acuerdo de Salida, en la negociación del Acuerdo Definitivo veríamos una mayor tensión entre los Estados miembros, porque es más fácil pelearse por dinero que cuando está en juego la paz en Irlanda.
Pero la actitud agresiva de Boris Johnson, el rechazo siquiera a admitir las reglas de level playing field (que siempre se dieron por hecho y se incluyeron en todos los borradores y textos finales), las quejas de que la UE no quiere un modelo Canadá (cuando por supuesto lo quiere, incluso algo más ambicioso; lo que no quiere es aceptar un modelo Canadá sin que el Reino Unido cumpla los requisitos de ese modelo), y ya no digamos las serias sospechas de que el primer ministro británico intentaría incumplir los requisitos de la salvaguarda irlandesa evitando los controles en el mar de Irlanda (con gran perjuicio económico-arancelario para la UE), ha puesto muy fácil la cohesión europea. Es más sencillo estar unido ante una amenaza evidente.
Lo curioso, sin embargo, es que, como la rana del doctor Goltz, parece que la Unión Europea no percibe de forma tan clara otras amenazas que se manifiestan poco a poco, y para las cuales haría falta un presupuesto ambicioso para el que no parece haber acuerdo. Así, por ejemplo, ante el desafío de la nueva globalización en un mundo multipolar y con menos gobernanza económica, Europa necesita redefinir su política industrial, y promover el desarrollo de patentes en el ámbito de la robótica, la inteligencia artificial o las tecnologías de la información y de las comunicaciones. En este último ámbito, el comisario del mercado interior, Thierry Breton, reconoce que la competencia del futuro no se desarrollará en el ámbito del Estado-nación, sino en el ámbito empresarial intercontinental, y tiene razón, aunque peca de excesivo optimismo al decir que Europa va a ganar la batalla del 5G. Entre otras cosas, porque lo que a Europa le falta en 5G no son patentes ni empresas desarrolladoras (Nokia y Ericsson son bien capaces), sino unidad de acción. Y ya está perdiendo muchas otras batallas tecnológicas, con cifras de patentes muy inferiores a las de Estados Unidos, Japón o China. Para desarrollar una auténtica competitividad europea en materia tecnológica, Europa necesita dos cosas: dinero y ambición. Con lo de cargarse la política de competencia hay que tener más cuidado, ya que resulta curioso que Francia se queje de que Alstom y Siemens no puedan fusionarse en el ámbito de la alta velocidad porque China es una amenaza, pero desprecie dicha amenaza y dificulte la fusión de Renault-Nissan y Fiat por el hecho de que la sede del nuevo “campeón europeo” iba a estar en Países Bajos, y no en Francia.
El envejecimiento de la población, el cambio climático, los desafíos geopolíticos y otros retos a los que la UE habrá de enfrentarse en las próximas décadas no pueden asumirse de forma adecuada con un presupuesto menguante y falta de cohesión interna. Para ser justos, habría estado bien que la demanda de mayores fondos se hubiera acompañado de un buen análisis de eficiencia de otras políticas costosas (como la PAC) porque, para gastar más, es preciso demostrar antes que no se está gastando mal. Pero, dicho esto, no conviene que la supuesta “frugalidad” con la que se autodefinen los defensores de un presupuesto mínimo nos engañe: ya desde la Teoría General de Keynes, donde se explica la “paradoja de la frugalidad” (el hecho de que, cuando todo el mundo ahorra al mismo tiempo, la demanda agregada cae, y con ella la producción y el ahorro total), sabemos que es un arma de doble filo.
La UE tiene que gastar mejor y más, pero no por inercia, sino por un motivo innegable: porque los desafíos de esta década son muy superiores a los de la década pasada. Y tiene que asumir cuanto antes estrategias comunes en materia de política industrial, de defensa y exterior. Porque lo que no es coherente es que la UE le recuerde permanentemente al Reino Unido que en el mundo actual no existen más que países pequeños y países que no saben que son pequeños, y luego comportarse a nivel exterior y presupuestario como si la guerra tecnológica y comercial, la descarbonización, las pandemias víricas, la inmigración, o la lucha por la competitividad pudieran afrontarse con éxito a nivel de Estado-nación.
Si la UE no sabe reaccionar ante las amenazas lentas pero implacables del siglo XXI con una cohesión adecuada y un ambicioso presupuesto europeo, pronto, como la rana, percibirá que el agua está hirviendo y quizás sea tarde. Aunque, recordémoslo, si no se mueve no será porque le falla el termostato, sino porque no tiene cerebro.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)