La política exterior Europea: ¿hacia una auténtica unidad de acción internacional?

Las prioridades a desarrollar por la nueva Comisión Europea (CE) giran en torno a seis ejes que hacen referencia a: la lucha contra el cambio climático, un crecimiento económico socialmente justo, digitalización, igualdad entre europeos, el fortalecimiento de la democracia interna y la potenciación de la acción exterior. Todas estas políticas están interconectadas de una forma u otra, por lo que para alcanzar un determinado objetivo se precisa la acción conjunta y transversal de diferentes directorados de la Comisión, que en ningún caso podrán actuar como compartimentos estancos.

En esta entrada me centraré en analizar la política exterior comunitaria en un momento en el que la UE, en palabras de la presidenta Von Der Layen, debe “actuar como guardiana del multilateralismo”.

La creciente rivalidad comercial y política entre EEUU y China, la crisis en Oriente Medio, las migraciones masivas, el terrorismo, la digitalización o la lucha contra el cambio climático son retos globales que transcienden la dimensión nacional. Los Estados individualmente no serán capaces de dar respuesta a estos problemas, por lo que la UE debe actuar para tratar de contrarrestar su cada vez más menguante influencia en el tablero global. El Brexit representa una oportunidad para la eliminación de barreras internas y externas en lo que se refiere a la actuación internacional de la Unión, lo que redundaría en una mayor capacidad de actuación por parte del Servicio de Acción Exterior de la UE (SAEE).

Las políticas de asuntos exteriores que han de ser lideradas por el nuevo Alto Representante de la UE –el español Josep Borrell– deben desarrollarse de forma paralela y coordinada con las cancillerías nacionales. Estamos tratando un área particularmente delicada, íntimamente ligada a la soberanía nacional y donde los países miembros siempre han luchado decisivamente por seguir conservando la última palabra sobre las decisiones adoptadas, pudiendo llegar a ejercer un poder de veto.

Proteger la soberanía europea en la era del declive del multilateralismo, con una voz única y transversal a los posicionamientos y estrategias de 27 países, es la difícil tarea por delante. Para lograr un resultado mínimamente satisfactorio en los cinco años de legislatura que han de afrontarse, la UE debe focalizar sus esfuerzos en aquellos campos donde la actuación coordinada de los intereses internacionales de sus miembros pueda generar un impacto real tanto sobre los ciudadanos comunitarios como sobre el resto de los habitantes del planeta. Ésta primera línea de acción extracomunitaria coordinaría políticas concretas con fuerte impacto más allá de nuestras fronteras, entre las cuales podrían destacarse las siguientes:

  • La UE debe liderar la lucha contra el cambio climático, dando ejemplo en la implementación y posterior exportación de medidas de transición energética justa y de reducción de emisiones. Asimismo, es primordial impulsar un régimen fiscal que evite que las empresas que quieran comerciar con la Unión desarrollen sus actividades altamente contaminantes fuera de nuestras fronteras.
  • Las actuaciones de defensa de la competencia, a través de sanciones y limitación de fusiones, han tenido un fuerte impacto en las grandes tecnológicas americanas. La determinación de la comisaria Vestager en la protección de los intereses de los consumidores, le ha valido enfrentamientos con gobiernos como el alemán, el francés o el irlandés, así como las críticas del presidente Trump, que llegó a apodarla como “Tax Lady”. Es más que probable que dicha firmeza cause todavía más trastornos en las relaciones con un aliado estratégico como EEUU, pero ello no puede servir de excusa para reducir los derechos de los ciudadanos.
  • La ayuda al desarrollo y las medidas para el fortalecimiento de la democracia: la UE es, hoy en día, el principal defensor del multilateralismo y una gobernanza mundial basada en principios democráticos y en la defensa de los derechos humanos. Muchas veces, los ciudadanos nos olvidamos del privilegio que supone el nivel de bienestar europeo comparado con la mayoría de los países del mundo.
  • Una defensa común, acompañada de una mayor coordinación y cooperación en la lucha contra el terrorismo, tanto a nivel interno como con los aliados de la OTAN.

La realidad es que hoy en día no existe una política exterior común para encarar estas materias, y que los frentes diplomáticos son liderados por aquellos estados con mayores intereses en el asunto a tratar (Francia, en muchos casos), que buscan a posteriori la complicidad del resto de socios, bien de manera unilateral o a través del apoyo de la Comisión.

No se trata solo de su extensa experiencia diplomática a lo largo de la historia. Francia es, tras la marcha de Reino Unido, el único miembro comunitario con representación permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. La Unión debería explorar en el futuro fórmulas que le permitiesen tener voz y voto en dicho organismo, algo que hoy no es posible al ser la UE un mero observador y no un miembro de pleno derecho de la ONU. Hasta que una conquista así pueda alcanzarse, garantizar que los posicionamientos individuales sean acordes a los intereses comunitarios debe ser un objetivo capital en este mandato.

Para avanzar en el camino hacia una política de acción exterior efectiva, la CE también debería revisar la inoperante regla de la unanimidad en la toma de decisiones por parte de los Estados miembros. El consenso es sin duda necesario y deseable, especialmente en lo que a esta materia tan sensible se refiere, pero en caso de necesidad, debería ser posible aplicar las ponderaciones de voto en el Consejo que los Tratados prevén para otras materias.

Bajo los mandatos de las altas representantes durante la última década, Catherine Ashton y Federica Mogherini, se han producido avances importantes, poniendo en funcionamiento el SAEE y centrando la coordinación (entre los diferentes departamentos comunitarios) de varios instrumentos diplomáticos como el mercado exterior, la ayuda humanitaria y al desarrollo o los avances en defensa.

La asignatura clave para Borrell, además de las ya mencionadas, será convencer a los Estados de la necesidad de compartir sus instrumentos de política diplomática para lograr una UE más cohesionada y fuerte en el campo geopolítico global. Como mínimo, sería necesario un proceso de comunicación transversal que permita que el Consejo Europeo en su totalidad sea conocedor de las iniciativas lanzadas por cada país para que las mismas puedan ser debatidas previamente o se posibiliten mayores sinergias entre las actuaciones internacionales de los miembros de la UE. Este logro cimentaría las bases de una coordinación efectiva de políticas que puedan ser directamente lideradas desde los organismos comunitarios, permitiendo la existencia de un auténtico “ministro de asuntos exteriores de la UE”.

Estos mecanismos de integración y cooperación podrían perfectamente desarrollarse a diferentes velocidades, siempre que países clave como Francia, España, Italia o Alemania participasen en ella, y quizás esto aumentaría las probabilidades de que el resto de Estados miembros siguieran sus pasos (para evitar caer en la irrelevancia dentro del tablero global).

Estas actuaciones resultan necesarias para que la política exterior de la UE avance, desde el insuficiente instrumento de coordinación actual, hacia una auténtica unidad de acción política efectiva.