Hace cien años, el 15 de noviembre de 1922, hubo elecciones generales en el Reino Unido. Fueron unas elecciones importantes por dos motivos: en primer lugar, porque fueron las primeras que se celebraron sin la parte sur de la isla de Irlanda, que un mes más tarde se convertiría en un Estado libre asociado a la Corona británica como paso previo a su definitiva independencia como República; y, en segundo lugar, porque el mapa político británico quedó desde entonces concentrado en dos grandes fuerzas, el Partido Conservador y el Partido Laborista, pasando el otrora poderoso Partido Liberal a un segundo plano.
La fuerza del Partido Conservador en el parlamento a partir de las elecciones de 1922 llevó a sus diputados a organizarse en un Comité (que bautizaron precisamente como Comité 1922) para poder coordinar sus posiciones al margen de los diputados que formaban parte del gobierno (los frontbenchers, llamados así porque, como en España, se ubican en las bancadas delanteras). Estos diputados de las bancadas traseras (o backbenchers) decidieron asimismo constituir un comité ejecutivo de 18 miembros que permitiera supervisar la elección del líder del partido (que, en el Reino Unido, es también el primer ministro si el partido está en el poder) o destituirle mediante un voto de confianza invocado por al menos el 15% de sus diputados.
Eso es precisamente lo que ha ocurrido el 6 de junio: más de 54 de los 360 diputados conservadores plantearon un voto de confianza contra Boris Johnson, que finalmente se saldó a favor de éste con una victoria bastante amarga: 211 a 148. Es decir, más del 40% de los diputados conservadores votaron contra su líder, sin que mediara conspiración previa ni plan alguno para sustituirlo por un candidato específico. Simplemente, 148 diputados mostraron su hartazgo con un líder en caída libre.
Los motivos de este hartazgo son varios, pero tienen un denominador común: el desprecio del gobierno de Boris Johnson por la legalidad, en perjuicio de los ciudadanos. El desprecio por las leyes y los tratados internacionales que han aprobado y que han decidido incumplir. Desde las estrictas normas de confinamiento para la población durante la pandemia, que no les impidió organizar fiestas en Downing Street como si las reglas fueran sólo para el pueblo llano, hasta la firma del Protocolo de Irlanda del Norte dentro del Acuerdo de Retirada que marcó el Brexit político y que ahora se aprestan a incumplir. Del Partygate al Brexitgate, la clave está en la mentira: engañaron diciendo que no había habido fiestas ilegales, y engañaron diciendo que el Protocolo de Irlanda no supondría la existencia de controles entre Irlanda del Norte y Gran Bretaña, cuando en ambos casos eran perfectamente conscientes de lo que habían firmado. Siempre el mismo patrón: aprobar una norma y luego burlarse de ella.
El líder conservador dice estar tranquilo por haber ganado la moción de confianza (que, en teoría –sólo en teoría– no puede repetirse hasta dentro de doce meses), pero la realidad es que un rechazo tan elevado al liderazgo del partido suele terminar pasando factura. Que se lo digan, por ejemplo, a Theresa May, que también sobrevivió en diciembre de 2018 a una votación similar (en ese caso, por 200 a 117) y tardó pocos meses en abandonar el gobierno. Más de uno ha creído intuir una sonrisa en la cara de May en los últimos días.
Qué ironías de la historia: si Irlanda (recién terminada su guerra de independencia y firmado el Tratado Angloirlandés) estaba muy presente en las elecciones de 1922 y en la creación del Comité 1922, cien años después la cuestión de Irlanda –uno de los principales ejes sobre los que ha pivotado el Brexit– vuelve al primer plano, por la compleja aplicación de un tratado angloeuropeo (el Protocolo) necesario para respetar otro tratado angloirlandés (los Acuerdos de Viernes Santo).
El Brexit, se mire como se mire, ha sido un fracaso. Según las estadísticas oficiales publicadas el 7 de junio, aparte de Londres, la única región del Reino Unido que ha experimentado un crecimiento positivo en comparación con el período anterior a la pandemia ha sido Irlanda del Norte. Es decir, la única que aún tiene acceso al mercado único europeo. No es de extrañar, por eso, que el partido Sinn Féin haya ganado las últimas elecciones en Irlanda del Norte.
Lo peor del Brexit, en cualquier caso, es que siga ahí. En medio de la invasión de Ucrania, la espiral inflacionista, la amenaza de una nueva recesión (a la que ya apuntan varios organismos internacionales), las subidas de tipos de interés que pueden poner en dificultades a familias y empresas y provocar una cadena de defaults en países en desarrollo altamente endeudados, la crisis alimentaria que puede dar lugar a innumerables tensiones políticas en el norte de África y en otras regiones, o la inestabilidad económica de China (sumida en una inexplicable política de Covid cero que puede terminar afectando gravemente a su economía, y con ella a la economía mundial), lo último que necesitamos son problemas derivados del absurdo Brexit. No podemos perder ni un minuto más en este asunto. El Protocolo de Irlanda debe aplicarse, con las simplificaciones técnicas y administrativas que hagan falta (y que la Comisión está dispuesta a asumir) y el marco legal de las relaciones económicas con el Reino Unido debe terminar de una vez por todas con esta incertidumbre tan peligrosa para los agentes económicos.
Pero, una vez más, abandonen toda esperanza: el Brexit nunca se ha guiado por criterios prácticos o de racionalidad económica, sino de política interna británica. Cuanto más débil políticamente y más cerca del abismo se sienta Boris Johnson, más incentivos tendrá para provocar un enfrentamiento abierto con la Unión Europea que sea percibido como una batalla épica y que le permita amalgamar a la población. Por eso hoy el riesgo de suspensión unilateral del Protocolo de Irlanda es más alto que nunca. El nacionalismo, una vez más, como solución barata a los problemas domésticos.
Lo único que puede evitar que Johnson convierta a Irlanda en un serio problema político son sus compañeros de partido. La verdad es que, cien años después de la creación del Comité 1922, ya va siendo hora de respetar a Irlanda y cumplir los acuerdos internacionales.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)