Después de un largo esfuerzo para lograr algo muy difícil, el ser humano tiene la tentación natural de relajarse, de celebrar, olvidando que, muchas veces, lo más complicado viene después. Eso es precisamente lo que ocurre con el Brexit. Cuando el Reino Unido decidió en junio de 2016 abandonar la Unión Europea, lo lógico era pensar que cerraría rápidamente un Acuerdo de Salida para poder concentrarse en la dura negociación de un Acuerdo de Relación Definitiva. Pero como el Acuerdo de Salida acabó convirtiéndose en una interminable pesadilla, su desenlace ha hecho olvidar a muchos –como los que quieren repicar las campanas del Big Ben– que el Brexit no sólo no ha terminado, sino que lo complicado viene ahora. Como en un campeonato de fútbol, simplemente hemos pasado a la siguiente fase. Y los partidos que quedan son especialmente duros.
Como mucho, podemos decir que el Brexit se ha zanjado desde el punto de vista político, pero manteniendo intactos los riesgos económicos. O ni siquiera eso, pues, aunque se haya evitado el problema de una frontera física entre las dos Irlandas –crucial para la paz en la isla–, la segunda fase conlleva graves tensiones políticas internas para el Reino Unido. La primera es la demanda de un nuevo referéndum de independencia de Escocia, quien alega que el primero se celebró bajo la falsa promesa de un Reino Unido europeo. Boris Johnson ha salvado su primer asalto rechazando formalmente esta posibilidad (es su potestad constitucional), pero este tema revivirá, y de forma tanto más agresiva cuanto más brusca sea la salida económica en diciembre. La segunda es la amenaza de reunificación de Irlanda, una posibilidad aún remota, pero hoy más cercana que ayer, a la que contribuirán tres factores: el hecho de que, por primera vez, los diputados nacionalistas son más que los unionistas (recordemos que, en este caso, los Acuerdos de Viernes Santo obligan a la celebración de un referéndum cuando existan indicios suficientes de que podría haber una mayoría a favor de la reunificación); la dura realidad de ver a una Irlanda del Norte plenamente integrada en Europa frente a una Gran Bretaña aislada comercialmente; y la constatación de que Johnson mentía cuando decía que no habría controles aduaneros en el Mar de Irlanda para los productos destinados a Gran Bretaña (porque los habrá, no lo duden: son técnicamente consustanciales a la propia salvaguarda irlandesa).
El 1 de febrero el Reino Unido pasará formalmente a ser un país tercero respecto de la UE y perderá todos sus derechos políticos, pero en todo lo demás nada cambiará hasta que termine el período transitorio, en principio el 31 de diciembre de 2020. Once escasos meses para negociar un complejísimo acuerdo que defina las relaciones económicas futuras entre la UE y el Reino Unido. Boris Johnson, como en la primera fase, ha comenzado apostando fuerte y anunciando que en ningún caso solicitará una prórroga (que, conforme al Acuerdo de Salida, podría ser de uno o dos años y debería acordarse antes del 1 de julio). Claro que su credibilidad es ínfima después de la negociación del Acuerdo de Salida y, teniendo en cuenta que no está “muerto en una zanja”, sino disfrutando de la prórroga que jamás iba a pedir, no hay que descartar que en diciembre –en el tiempo de descuento– se trague de nuevo sus bravatas y, justo antes de que el árbitro pite el final, solicite una extensión.
Conviene recordar tres cosas importantes de cara a los próximos meses. La primera, que, a diferencia de lo que ocurría con el Acuerdo de May que nunca llegó a aprobarse, el Acuerdo de Salida actual no establece un nivel mínimo de integración con la UE en caso de ausencia de acuerdo al final del período transitorio (el de May establecía una unión aduanera). En otras palabras, si no se cierra un acuerdo definitivo antes del 31 de diciembre, se producirá una salida caótica, un no-deal cuya única diferencia con el de la primera fase será que, en este caso, afectaría sólo a Gran Bretaña (Irlanda del Norte quedaría protegida por el paraguas del Acuerdo de Salida). Es decir, hemos evitado caer en el abismo, pero seguimos sentados al borde y con los pies colgando.
La segunda cuestión es que el acuerdo comercial básico que propone Johnson como relación definitiva –un acuerdo de libre comercio sin cuotas ni aranceles– no elimina ni de lejos las fricciones en frontera. Si May apostaba por una unión aduanera es porque sabía que una zona de libre comercio apenas supone diferencias con un no-deal en término de caos aduanero: hay que detener en frontera cada uno de los envíos, ya que, además de los impuestos indirectos y los requisitos técnicos y sanitarios, hay que comprobar el origen de las mercancías que da derecho a la exención arancelaria. Esto implica largos atascos y meses, quizás años, hasta que el tráfico aduanero se normalice, con gran perjuicio para sectores muy dependientes de los plazos, como los productos agroalimentarios perecederos o la producción de automóviles (ambos particularmente importantes para los intereses españoles).
La tercera cuestión es que, de tanto hablar de aranceles, parece que hemos olvidado que las economías modernas son economías de servicios, y que el comercio internacional de éstos es mucho más dinámico que el de bienes. Johnson anda presumiendo de que el nuevo Reino Unido será el adalid del libre comercio, pero, irónicamente, para lograrlo quiere antes cargarse el mejor acuerdo de servicios jamás alcanzado por el Reino Unido: la pertenencia al mercado único. Qué absurdo es que, pudiendo optar por un modelo de relación muy integrado, como el de Noruega, prefiera el de Corea o Canadá, más apropiado para países lejanos con los que el grado de integración productiva es mínimo.
La negociación va a ser muy dura, y habrá más discrepancias que antes entre Estados miembros. Además del comercio de bienes, la UE intentará abordar cuestiones de pesca, transporte, energía, servicios financieros y protección de datos. Y si la salvaguarda de Irlanda atascó el Acuerdo de Salida, aquí lo harán las cuestiones de competencia y convergencia regulatoria (level playing field). La UE no puede permitir, sin suicidarse comercialmente, que un país cercano e integrado productivamente juegue a una carrera fiscal o regulatoria a la baja. Y, como ha recordado la presidenta de la Comisión, cuanto mayor sea la capacidad de divergencia regulatoria del Reino Unido (incluso aunque no la utilice), más lejos quedará del acceso al mercado único. Quizás Johnson, cuando asuma que Trump sólo vela por sus propios intereses comerciales, termine aceptando un Brexit más blando, igual que terminó aceptando una salvaguarda muy similar a la de May. Si quiere acceso, tendrá que adoptar reglas en cuyo diseño no podrá participar.
Que cada uno interprete el Brexit como quiera en términos históricos o románticos, pero en la liga de la geopolítica, en el terreno de juego de la soberanía económica internacional, cuando hablamos de “recuperar el control”, no hay ninguna duda: el Brexit es y será siempre para el Reino Unido un gol en propia meta.
Este artículo fue publicado originalmente en El País (ver artículo original)