El Parlamento británico sintió vértigo y dio otra patada hacia adelante, obligando a Boris Johnson a pedir una tercera prórroga. La Ley Benn –aprobada justo antes de la suspensión del Parlamento– establece que, si el 19 de octubre el Parlamento no ha aprobado un Acuerdo de Salida, el primer ministro debe solicitar al Consejo Europeo una extensión, como mínimo hasta el 31 de enero de 2020. En el ánimo de los parlamentarios han pesado tres factores: la desconfianza, la incertidumbre, y la cobardía.
El factor de desconfianza se deriva de que, para que el Acuerdo de Salida entre en vigor, no basta con que el Parlamento británico lo apruebe, sino que es preciso que se transforme en ley. Algunos temían que los brexiteers radicales, una vez liberados de la restricción de la Ley Benn, tumbasen aviesamente la Ley de Salida y lograsen un Brexit sin acuerdo el 31 de octubre por el mero paso del tiempo. El argumento es quizás rebuscado, pero con un primer ministro que ha sido capaz de suspender ilegalmente el Parlamento y amenazar con incumplir la Ley, quizás toda precaución es poca.
El factor de incertidumbre es consecuencia de la flexibilidad de este Acuerdo de Salida. En efecto, el Acuerdo de Salida de Theresa May planteaba una salvaguarda que, en el ámbito arancelario, se extendía a todo el Reino Unido. Es decir, se garantizaba que, si durante el período transitorio no se firmaba ningún Acuerdo de Relación Definitiva entre el Reino Unido y la UE, Irlanda del Norte permanecería en cualquier caso en un régimen europeo que evitaría una frontera física en Irlanda, y el Reino Unido en su conjunto en una unión aduanera con la UE. Esto suponía entrar de lleno en la relación definitiva –lo que causó no pocos problemas jurídicos–, y era al mismo tiempo un inconveniente –se perdía la autonomía arancelaria– y una ventaja –se garantizaba una relación mínima sin aranceles ni complicadas reglas de origen, algo crucial para las cadenas productivas británicas. El Acuerdo de Johnson, por el contrario, no establece ninguna relación mínima futura con el Reino Unido, por lo que es una ventaja –se recupera la autonomía arancelaria– y un inconveniente –nada impide, tras el período transitorio, una salida sin acuerdo de la que solo se salvaría Irlanda del Norte, blindada por la salvaguarda. Es, pues, compatible con cualquier modelo de relación definitiva: un modelo integrado como el Noruega, otro más alejado como el Canadá, o ninguno en absoluto. Y es que las prisas por renegociar la salvaguarda irlandesa han hecho que nadie se haya leído bien la Declaración Política que acompañaba al Acuerdo de Salida. El exministro Philip Hammond lo resumió muy bien: “no me quiero subir a un autobús que no sé hacia dónde va”.
El tercer motivo tiene que ver con las propias miserias del Parlamento británico. Viendo que las probabilidades de aprobar el Acuerdo de Johnson eran elevadas, han preferido dejar pasar el autobús del que hablaba Philip Hammond y esperar al que llega el 31 de enero, a ver si para entonces lo tienen más claro, con o sin elecciones de por medio. Porque lo triste es que, tres años después del referéndum, sigue sin haber mayoría para nada: ni para rechazar el Brexit y revocar el artículo 50, ni para convocar un segundo referéndum, ni –en caso de Brexit– para decidir cuál es el modelo final al que aspiran.
En principio la votación del Acuerdo de Salida podría tener lugar la próxima semana, pero a estas alturas nadie puede hacer predicciones. Quizás el conductor del autobús se baje y pinche las ruedas (aunque podría ir la cárcel por ello), o el Consejo Europeo de Transportes –harto de que nadie se suba en la parada clave– decida suspender la línea, o los pasajeros cambien de conductor –si es que alguien sabe conducir. Mientras tanto, todos nosotros nos vamos quedando sin gasolina.
Este artículo fue publicado originalmente el 20/10/2019 en El Correo