Durante muchos años Leonard Cohen no pudo cobrar derechos de autor por una de sus mejores canciones, Suzanne. A pesar de ello, el elegante cantautor canadiense minimizaba el asunto diciendo que, en el fondo, desde que se la había oído cantar a un marinero en un lugar remoto del Mar Caspio, “sentía que ya no le pertenecía” –es decir, pertenecía al patrimonio popular–. Algo parecido contaba Amancio Prada de su versión musicada del poema de Rosalía Adiós ríos, adiós fontes. Quizás ambos habían leído a Manuel Machado, quien avisó de que Hasta que el pueblo las canta / las coplas, coplas no son, / y cuando las canta el pueblo, / ya nadie sabe el autor.
Y es que el anonimato de una obra tiene una indudable ventaja: hace que su calidad se juzgue por sí misma. Y así debería ser siempre: lo bello debería serlo con independencia de si el autor es más o menos famoso, de derechas o de izquierdas, buena o mala persona, o de si tiene o no antecedentes penales. Por desgracia, no siempre es así, y en la sociedad de la imagen la fama –o infamia– del autor suele predisponer a favor o en contra del juicio sobre sus obras.
En Economía pasa lo mismo. Las propuestas de política económica deberían ser siempre valoradas por sí mismas, en función del objetivo perseguido y de su coste de implantación. Sin embargo, en una sociedad politizada las propuestas no suelen valorarse por lo que son, sino en función de quién las haya lanzado. La broma de Unamuno “No sé de qué se trata, pero me opongo” se ha transformado en “Dime quién lo ha propuesto, que me opongo”.
Pero esa actitud solo conduce, en el mejor de los casos, a la melancolía, y en el peor, a la catástrofe. Por un lado, las propuestas se desvinculan de su esencia funcional: así, no se entiende que los políticos que se dicen liberales, y por tanto creen en el valor del esfuerzo personal y la igualdad de oportunidades, abominen del Impuesto de Sucesiones; ni se entiende que políticos supuestamente preocupados por la equidad defiendan la reducción del IVA de bienes cuya demanda es proporcionalmente mucho mayor en los deciles de mayor renta. Por otro lado, los juicios de intenciones hurtan a los ciudadanos el debate sosegado, basado en argumentos y en datos. Por ejemplo, ¿hasta qué punto gran parte del rechazo en España al contrato único se deriva de que la propuesta se lanzara inicialmente desde FEDEA, y no de sus posibilidades reales de mejorar la dualidad del mercado de trabajo? ¿En qué medida la oposición a la reciente propuesta de subida del salario mínimo –que, siendo arriesgada, probablemente lo es más por la barrera que supone para potenciales entrantes en el mercado laboral que para los que ya están dentro– ha estado influida por el origen de la propuesta? ¿Por qué, cuando se discute sobre la actualización de las pensiones con el IPC o la elevación del salario mínimo, toda crítica se interpreta como un intento de evitar dichas subidas, y no como una lógica preocupación por su sostenibilidad o por el riesgo de sus efectos secundarios? ¿Por qué cualquier iniciativa de reforma de un sistema educativo que no funciona se enfrenta siempre a un debate esencialmente ideológico? ¿Por qué lo que era bueno desde la oposición es malo al llegar al poder, y viceversa?
Lo más curioso de todo es que, aunque no se lo crean, existe un cierto consenso técnico en muchas actuaciones de política económica. Por supuesto no es completo, e incluso ha ido variando, pero es más general de lo que se cree. Sería relativamente posible reunir, por ejemplo, a todos los expertos fiscales de España y pedirles que propusieran un catálogo de medidas de aumento de la recaudación clasificadas en función de su impacto sobre la eficiencia y sobre la equidad. Así, por ejemplo, si les preguntaran cómo hacer que las grandes empresas pagaran más, les dirían que reduciendo las deducciones por I+D –que son tremendamente ineficaces–, u obligando a que las empresas del mismo grupo solo puedan deducirse en España por doble imposición internacional a partir de un nivel mínimo de imposición en el extranjero. Si les preguntaran como recaudar más de los que más tienen, les dirían que suprimiendo la mayoría de los bienes con tipos reducidos de IVA y compensando al mismo tiempo en renta a los más desfavorecidos. Bueno, de hecho, no hace falta reunirles, porque ya se reunieron e hicieron un Informe que, como suele ocurrir, casi nadie se ha leído.
Menos mal que hay algunas medidas como la reducción de la pobreza infantil o la gratuidad de la educación de 0 a 3 años que, quizás porque no se sabe quién las propuso antes, generan un cierto consenso no partidista. El mismo consenso que ha permitido la grata vuelta de la Filosofía a las aulas. Pero, lamentablemente, son excepciones a la regla general.
Al final, si la objetividad solo se consigue desde el anonimato, lo mejor sería que existiera en España un catálogo de propuestas anónimas de política económica de las que los políticos pudieran tirar libremente. Unos partidos favorecerían medidas más centradas en la eficiencia, otros más en la equidad, pero la validez y efectos previsibles de dichas medidas no estarían prejuzgadas por la ideología del proponente. E incluso algunas reformas difíciles e impopulares podrían ser adoptadas en virtud de su necesidad y urgencia objetivas, y no pospuestas indefinidamente por miedo a su utilización partidista como arma arrojadiza.
Mientras tanto, la política seguirá contaminando la realidad. Manuel y Antonio Machado eran ambos excelentes poetas, pero la apreciación de su arte fue variando en función del momento político: durante la dictadura se ensalzó a Manuel y se marginó a Antonio; al morir Franco, se recuperó con justicia a Antonio, pero se despreció a Manuel. Por eso cuando a Borges –que intuía que se le había negado el premio Nobel por no haber sido crítico con las dictaduras militares argentina y chilena– le preguntaron por Antonio Machado durante una visita a España, prefirió tirar de ironía y reivindicar al olvidado: “¡Ah! ¡No sabía que Manuel tenía un hermano!”. Pero lo cierto es que Manuel y Antonio se adoraban. Quizás, como los economistas que proponen ideas que solo pretenden mejorar la sociedad, hubieran preferido que la poesía de ambos hubiera pasado al patrimonio popular, evitando así la miseria del ser humano que juzga la obra en función de la ideología del autor. Ellos sabían Que, al fundir el corazón / en el alma popular, / lo que se pierde de nombre / se gana de eternidad.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
Excelente idea!