Era posible leer en anteriores días de zozobra e incertidumbre varios artículos en la prensa, este, este o este, donde se vertían (de manera ventajista y bastante poco rigurosa, a mi entender) opiniones sobre las razones de la desventaja comparativa de la mayor parte de los países europeos (habría que discutir la excepción alemana y nórdica) con países asiáticos en relación con la gestión adecuada de la emergencia provocada por el coronavirus.
Se ha llegado a atribuir esta desventaja a variopintos factores, en los que se mezclan desde sesgos retrospectivos (“Estaba clarísimo”), hasta inexactitudes o directamente falacias argumentales (por ejemplo, en un artículo se asume sin ningún rubor ni aclaración que Singapur es una democracia). El único argumento que aún no he tenido la oportunidad de leer y, por tanto, aún no ha sido utilizado para explicar (aunque sea parcialmente) las causas de la mejor gestión por parte de una zona del mundo en relación con nuestro continente, es la mejor implantación en sus sociedades de la gestión de sus escenarios de crisis, lo que en términos técnicos se viene llamando la gestión de riesgos ante desastres (DRR o DRM, por sus siglas en ingles).
En efecto, en algunos de los países asiáticos afectados (Japón, Vietnam, Filipinas Taiwán… por obviar el caso excepcional en todos los sentidos de China) la gestión de los riesgos ligados a desastres naturales de todo tipo es algo consustancial a la vida diaria de la mayoría de los ciudadanos, sometidos frecuentemente a la furia de volcanes, terremotos, inundaciones y tifones (equivalente a los huracanes en el ámbito geográfico europeo o americano). Por tanto, su percepción de las amenazas no es evidentemente la misma que la de la gran mayoría de los ciudadanos de Europa, donde estas se perciben con una lejanía que impide de facto cualquier actividad de preparación ante ellas. Por citar un caso, las inundaciones causadas por el desbordamiento del Danubio a su paso por varios países europeos provocaron grandes pérdidas humanas y materiales en 2013, sin que hubiera el menor atisbo de preparación y sensibilización de la población, que no supo reaccionar ante el desastre que se avecinaba.
Y es que como también sucede en el manejo de otros tipos de situaciones sobrevenidas (pensemos en las fundamentalmente económicas, que son las que, a Europa, a pesar de las críticas, le había tocado gestionar hasta ahora), para tener más probabilidad de éxito en la gestión de una determinada crisis, es preciso tener a punto las herramientas y protocolos por parte de las entidades responsables de la gestión e incluso más importante, deben estar fuertemente interiorizadas por parte de la población. Es decir, los gestores deben estar acostumbrados a lidiar con este tipo de escenarios, las herramientas deben ya haber sido probadas y mejoradas más allá de los simulacros (por ejemplo, Corea del Sur aprendió paulatinamente de su gestión en 2002-2003 sobre el SARS y en 2015 el MERS) y la ciudadanía, no solo la que será posiblemente afectada, altamente sensibilizada y preparada para afrontar ese tipo de desastres. La mayor parte de la población europea (y sus dirigentes, obviamente) no estaba en esa tesitura cuando fueron surgiendo los diferentes brotes de COVID-19 en los diferentes países del continente.
En todos estos países asiáticos han aprendido fundamentalmente dos cosas respecto a la gestión de riesgos ante desastres: Una, que no hay que minusvalorar las amenazas, porque a pesar del coste asociado en términos económicos y del riesgo de abusar de “que viene el lobo” en la preparación ante una posible catástrofe, son mucho mayores los costes en pérdidas humanas y económicas si finalmente las amenazas se tornan realidad en forma de desastres (En la Conferencia Mundial de Sendai de 2015 sobre DRR diferentes voces estimaron el coste de las respuestas a emergencias entre 2 y 5 veces el del coste de la prevención y preparación asociadas a los mismos riesgos). Dos, muy importante, y prácticamente ignorado en todos los países europeos estos días, la gestión de riesgos está basada en una protocolización altamente diversificada y una fuerte jerarquización, que abarcan desde el Comandante en Jefe (muy significativo que Trump haya dudado más de lo necesario para tomar el mando de la emergencia en EEUU, lo que indudablemente ha modulado a la baja la percepción de los estadounidenses sobre esta emergencia) hasta el operario realizando la labor más simple. Por más que lo busquen no encontrarán en los países asiáticos citados críticas con sesgo u oportunismo político (legitimas y necesarias en otras circunstancias), sino más bien una ejecución disciplinada, por parte de los ciudadanos e instituciones sin excepción, del operativo dispuesto por la autoridad técnica al mando.
Y no, no es el nacionalismo aún imperante en Europa el causante de una ineficiente y tardía gestión de esta crisis. Será culpable de otras cosas, pero no de esta. No hace falta ser un experto en geopolítica para adivinar sin temor a equivocarse que no hay zona del mundo donde el nacionalismo sea tan estricto, zafio y alineado con su definición más ortodoxa que el existente en la mayor parte de Extremo Oriente y Sudeste asiático (lo que incluye a todos los países citados, especialmente China, Corea del Sur y Japón). Los argumentos de la clusterización y distanciamiento social como estrategias para la lucha contra los contagios masivos, que algunos confunden con rancio nacionalismo, tienen que ver con lo que la ciencia recomienda (ejemplo aquí) y que los países asiáticos han ejecutado cada uno a su modo, aprovechando las particulares circunstancias sociales y geográficas de cada uno de ellos. Otra cosa es el impresentable ventajismo que se intenta obtener estos días, claramente visible en España e Italia, las dos cabezas de puente del coronavirus en Europa.
Tampoco es su falta de democracia lo que está permitiendo a estos países asiáticos lidiar mejor con esta pandemia. Japón y Taiwán lo son plenamente, según el índice de democracia del Economist (en la que aparecen, curiosamente, España, Corea del Sur, EEUU, Italia y Japón correlativamente en este orden, con una diferencia en puntuación inferior al 0.2%), mientras Singapur no tanto, y Vietnam, por ahora no. Sin embargo, sí lo está siendo la falta de previsión de las democracias europeas sobre la gestión de riesgos, asociada no a la falta de mecanismos de coerción sobre sus ciudadanos, sino a la existencia de mecanismos de gestión de riesgos planificados con la idea y la práctica convicción de no tener que ser nunca ejecutados y a una ciudadanía a la que es difícil de convencer que las cosas podrían llegar a empeorar y que los malos tiempos de antaño podrían volver. Y es que no hay que olvidar que estamos en un continente donde desde 1945 los desastres han sido únicamente de tipo económico (y fundamentalmente concentrados en los últimos 30 años).
Por el contrario, una pregunta pertinente para el futuro sería saber si se hubiera manejado mejor esta crisis mediante un mando político y operativo único europeo o con la habitual gestión de las “cosas importantes” por cada uno de los países miembros. La irrelevancia del papel del ECDC (European Centre for Disease prevention and Control) en esta crisis es una pincelada muy ilustrativa que sirve para identificar también los enormes retos para construir una verdadera política europea de prevención de riesgos. Es en este campo donde Europa debería mejorar su desempeño en los próximos años, y ser capaz de interiorizar un marco conceptual y estratégico creíble y asumible por la mayoría de sus ciudadanos sobre los riesgos que siempre van a existir. Tal y como ha empezado a hacer (a paso de tortuga) diseñando baterías de medidas de alivio y recuperación económicas mencionadas en varias entradas previas de este blog. Esto es, aprendiendo de esta crisis y extrayendo las lecciones necesarias de cómo gestionar mejor amenazas sanitarias, que por mucho que digan, en este caso nadie vio venir, aunque unos (los más sensibilizados y preparados) están gestionando mejor que otros (los menos habituados, aquellos que hemos vivido en este hasta hace bien poco paraíso llamado Europa).