Jane Jacobs es una de las figuras más fascinantes del urbanismo americano de la segunda mitad del siglo XX. Nacida en 1916, después de una adolescencia y juventud atípica –no quiso acabar su grado universitario porque la Universidad que la becó le impidió estudiar lo que ella había decidido–, confirmó durante su madurez su postura siempre desafiante ante lo políticamente correcto y el poder de las élites. Periodista de los más variados medios, desde el Vogue a la Oficina de Información de Guerra, comenzó a interesarse por los fenómenos urbanos y adquirió una amplia formación en planeamiento urbano de forma completamente autodidacta, llegando a ser más tarde especialista sectorial del Architectural Forum. Esta urbanista desacomplejada se preguntaba qué era lo que hacía felices o infelices a los habitantes de un determinado barrio o espacio urbano, y en busca de la respuesta se recorría con su bicicleta los barrios de Manhattan.
Gran admiradora del líder del movimiento comunitario, Saul Alinsky –lo que casi le cuesta la prisión durante el macartismo–, sus planteamientos esencialmente libertarios consiguieron poner patas arriba el planeamiento urbano americano entonces vigente. Época en la que los grandes planes urbanos se imponían de arriba a abajo (top-down), bajo la autoridad de reconocidos urbanistas y arquitectos, y que muchas grandes ciudades sufrieron de primera mano. Son momentos en que imperan la segregación zonal (zoning), el culto al automóvil, la querencia por la eliminación de los suburbios a cualquier precio o el diseño de nuevos núcleos urbanos como ejes del planeamiento urbanístico y las política de desarrollo territorial, operaciones que con frecuencia incluían el desplazamiento forzoso de habitantes a otros barrios (o aún peor, a otros territorios).
Como contraste, Jacobs abogaba ya por un uso racional del automóvil, la importancia para la actividad económica del correcto diseño de la acera o la conformación de los barrios teniendo en cuenta la mezcla de usos y la diversidad social. Jacobs logró una de sus mayores victorias frente al entonces urbanista jefe de Nueva York, Robert Moses, al evitar la construcción de la Lower Manhattan Expressway –diez carriles elevados que hubieran arrasado Washington Park, así como buena parte de los actuales barrios de Soho y Little Italy–. La batalla épica le costó, sin embargo, un arresto por organización de disturbios públicos que propició su posterior mudanza a Toronto en 1968. Previamente, en 1961, había publicado The Death and Life of Great American Cities, manual de referencia para los urbanistas del bottom-up –la participación activa de los ciudadanos en el planeamiento urbano– en todo el mundo.
Nadie pensaría que podría haber un nexo de unión entre esta urbanista, libertaria recalcitrante y defensora a ultranza del “derecho a la ciudad” y uno de los más grandes defensores del liberalismo clásico como Friedrich A. von Hayek. Sin embargo, lo hay, y además este vínculo nos aporta algunas pistas para comprender parte de los fracasos de las ciudades contemporáneas a la hora de promover el bienestar de sus habitantes, en especial los llegados en busca de oportunidades. Almas tan dispares como las de Hayek y Jacobs acabarán defendiendo la obligatoriedad de que los mercados, cualquiera que sea su naturaleza, promuevan la integración y la libertad de acción de los individuos, dificultando la segregación social y la restricción de oportunidades para amplias capas de población. En suma, rechazando la imposición arbitraria del poder económico sobre la libertad de los ciudadanos.
Hayek sostuvo en varias de sus obras –inicialmente desde The Use of Knowledge in Society, basada en algunas reflexiones del Man of a System de Adam Smith– que existe un orden espontáneo detrás del funcionamiento de cualquier mercado. Así, cuando múltiples actores adoptan una serie de decisiones de manera individual con el fin de obtener una ventaja competitiva, su comportamiento agregado configura un patrón sostenible, que a su vez atrae a más actores y hace crecer y refinar el propio patrón; de este modo, surge un orden espontáneo como subproducto de la acción individual de muchos actores persiguiendo fines muy diferentes.
Pues bien, este patrón que configura la noción de mercado de Hayek es sorprendentemente similar a la idea de Jane Jacobs, que entiende la ciudad como “un mercado”, un lugar físico y conceptual en el que confluyen actividades organizadas “mediante un orden subyacente, complejo y altamente desarrollado“, cuyo fin último es obtener un mayor bienestar para los ciudadanos; y esto es lo que permite un equilibrio y una dinámica evolutivas sin traumas que incrementa paulatinamente su capital (social). Lo que es importante, tanto en Hayek como en Jacobs, es que este crecimiento se produce sin que los actores sean individualmente conscientes de estar creando este patrón, y sin que exista un planificador de rango superior. Por supuesto, ambos creen en el establecimiento de marcos políticos generales, ya sea a escala territorial o urbana, pero no en una planificación centralizada de arriba a abajo. Solo en un marco descentralizado los actores pueden usar adecuadamente su mejor información a la hora de tomar decisiones, ya sean económicas o urbanísticas, y participar en las actividades ligadas a la planificación.
Esta idea de ciudad-mercado, se enfrenta con otras nociones alternativas, en especial las surgidas de la imposición o la discrecionalidad, y que penalizan la presencia de especificidad y diversidad local en la configuración urbana. Frecuentemente estas han evolucionado a partir de una noción del mercado de la ciudad fundamentada exclusivamente en términos del retorno monopolista del suelo, dando lugar a áreas sin el menor atisbo de eficiencia urbana (tampoco económica), y homologables a lo que se ha definido como “no lugares”. Y es que, según el Merriam-Webster, un mercado no es solo “un área de actividad económica en la que compradores y vendedores se encuentran y las fuerzas de la oferta y la demanda fijan los precios”, sino también “la gente reunida en torno a esas áreas de actividad”.
El concepto del “orden espontáneo” que Hayek y Jacobs enunciaron por separado es una loa al valor de la diversidad y de la complejidad, y mantiene su vigencia, además de la economía o el urbanismo, en campos científicos como la astronomía o la biología. Hayek elaboró parte de su pensamiento alrededor de este concepto pero, aunque longevo, no vivió lo suficiente para comprobar como algunas de sus premisas en torno a la libertad y la ciudad quedaban arruinadas por su reflexión incompleta sobre la ciudad del mercado. Y es que el mercado de la ciudad hayekiano, además de ser un espacio físico o conceptual donde se producen intercambios espontáneos de múltiples actividades económicas de diferente origen e intención, olvida la existencia de elementos relacionados con el poder y la política más complejos.
Jacobs, sin embargo, mediante su peculiar activismo urbano y su radicalidad a la hora de defender la vigencia del orden espontáneo (especialmente aplicable en comunidades relativamente pequeñas dentro de grandes urbes, donde la calle, el barrio y la comunidad son vitales, como el Greenwich Village neoyorquino o el North End de Boston), sí consiguió que su legado influyera en los movimientos vecinales configurados a partir de los años 60 en torno a la defensa del derecho a la ciudad de sus habitantes. Por desgracia, el planeamiento urbanístico de las grandes megalópolis contemporáneas, heredero de aquel contra el que tanto batalló Jacobs (y que el Hayek de Camino de Servidumbre también habría desaprobado), sigue siendo incapaz de crear modelos urbanos capaces de generar diversidad (a pesar de alentadores experimentos, en pleno debate, como el de las superilles de Colau en el ensanche barcelonés), como si deseara vengarse de una de las figuras claves para entender la dimensión económica de las pequeñas decisiones urbanas.