En el debate general sobre el futuro de Europa el principal frente de controversia es el que tiene que ver con cómo reforzar la financiación pública. Cuando se entra en los asuntos del dinero, al final se llega a los dos mismos baches: el principio de no rescate sustentado en los tratados de la UE y las reticencias, lideradas por Alemania, a cualquier reforma que afecte a los propios recursos de los países (a sus contribuyentes). En otras palabras: que cada país resuelva sus problemas con sus propios recursos. Reforzar el MEDE, reconvirtiéndolo en un Fondo Monetario Europeo –FME, propuesta original de Gros y Mayer, reimpulsada por la Comisión Europea‒, podría ser una solución intermedia para salvar estos obstáculos, pero debe ponerse especial cuidado en el diseño de su gobernanza y de sus políticas de supervisión y de préstamo para que permita efectivamente resolver el vacío fiscal del actual diseño de la UEM.
El Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE, o ESM en inglés) es el precedente que permite resolver el primer bache legal. El principio de no rescate se sustenta en los artículos 123 y 125 del Tratado de Funcionamiento de la UE, que establecen, respectivamente, que ni el BCE ni los bancos centrales pueden financiar de manera directa a los Estados, y que ni la Unión ni los EEMM asumirán los compromisos de los gobiernos de otros países. Naturalmente, la magnitud de la crisis ha exigido el rescate, y la UE ha respondido con dos instrumentos centrales (hecha la ley, hecha la trampa): el programa de compras de activos del Eurosistema, incluyendo compras masivas de deuda pública –si bien en el mercado secundario–; y la creación del MEDE, que financia vía préstamos y condicionalidad a los países en crisis y que –como analizábamos aquí– no ha implicado un alarde de generosidad de los países acreedores (más bien al contrario, se ha obtenido una buena remuneración de los préstamos otorgados).
En general, no se cuestionan estas políticas, con la notable excepción de las dudas del constitucional alemán. Asumamos –por lo que nos va en ello– que no se retrocederá en lo ya avanzado. El problema es que la UEM sigue incompleta y aquí no hay dudas teóricas –como reconoce la propia Comisión–, aunque sí muchas dificultades políticas. Las dos principales carencias son la ausencia de un mecanismo fiscal para compensar los shocks asimétricos (o de distinta intensidad) entre países y, en la unión bancaria, la asimetría que introduce un esquema de supervisión y resolución europeo, pero de asunción de los costes nacional (Europa vigila, pero si las cosas van mal, resuelve y, además, paga el país).
En un escenario ideal debería crearse un presupuesto europeo potente y contracíclico –con un seguro de desempleo europeo–, completar la unión bancaria dotando los recursos del fondo de resolución, y creando el Fondo Europeo de Garantía de depósitos (EDIS, que analizábamos aquí). Sobre estas propuestas ya han echado tierra los liberales en Alemania, que rechazan cualquier avance en mayor aseguramiento mutualizado en la UE. La creación de un FME también ha sido cuestionada por los liberales, si bien ha sido defendido por Schäuble y Merkel. En el tira y afloja sobre cómo avanzar en la reforma europea podría ser una solución intermedia, un segundo óptimo acaso aceptable por Alemania.
El FME permite resolver el segundo bache porque no tendría por qué afectar a los recursos fiscales de los EEMM. En su esquema actual, el coste del MEDE ya está limitado por las aportaciones de capital desembolsado y exigible. Se podría ir más lejos siguiendo el modelo del FMI, donde los recursos se sustentan en cuotas y préstamos de los EEMM –en su mayoría aportados por los bancos centrales–, cuyas contribuciones al Fondo se contabilizan como parte de sus reservas. El Fondo presta con cargo a estos recursos y los remunera a un tipo competitivo que se cubre con los tipos de interés de los préstamos que se conceden al país deudor, sin que haya coste fiscal para los países prestamistas. El FMI (como el MEDE), puede además recurrir a financiarse en los mercados de capitales, aunque nunca lo ha hecho.
La efectividad del FME pasaría por un buen diseño de su gobernanza y de sus políticas de supervisión y préstamo. En la gobernanza, el FME debería salvar el actual esquema intergubernamental con unanimidad del MEDE –incluida, en algunos casos, consulta parlamentaria–. De nuevo, el esquema puede ser el del FMI: un funcionariado bajo una gerencia política ‒elegida por el Parlamento Europeo, ante el que rendiría cuentas‒, con el poder de iniciativa; y un directorio, con el poder de decisión, donde el poder de voto de los países está determinado por su cuota –habría que determinar distintos tipos de mayorías, simple o cualificada en función de la política–. Los préstamos en Europa no pueden estar sujetos a la reacción, por ejemplo, del Parlamento de Finlandia, con una población que apenas supone el 1,6 por ciento del total de la zona del euro.
Sobre la supervisión, el principal escollo serían las competencias cruzadas con la Comisión ‒con múltiples funciones supervisoras sobre los compromisos derivados del Pacto de Estabilidad o del two-pack y el six-pack, entre otros‒. En principio, Alemania sería favorable a transferirlas al FME, porque duda de la capacidad de presión de la Comisión, que no ha sido muy efectiva en hacer cumplir el pacto de estabilidad, lo que nos llevaría a un debate más amplio sobre los mecanismos de sanción. Tendría además sentido en términos de gobernanza. Si el FME se configura como el pilar de fiscal de la UEM, debe llevar también la supervisión. El equilibrio para que no se convierta en un halcón de las finanzas europeas está en su gobernanza interna con representación de los países en el directorio, su rendición de cuentas al parlamento europeo y un funcionariado diversificado ‒por países, y formación, que refleje distintas escuelas de economía y diferentes disciplinas académicas (no solo economía) ‒.
Las principales dificultades están en la política de préstamo. El MEDE ya tiene el instrumental necesario: préstamos de resolución de crisis y préstamos precautorios a países (estos no usados) e, incluso, la posibilidad de recapitalizaciones directas de bancos, (si bien muy restringidas). Aquí el FME debería ir más lejos que el FMI, y no limitarse a la asistencia financiera. Si el FME va a ser el pilar fiscal del sistema financiero, debería asumir una clara función de apoyo a los bancos en estrecha coordinación con los mecanismos únicos de resolución y de supervisión, más aún en ausencia del EDIS.
Ahora bien, el mantra de los contrarios a las políticas de préstamo es siempre es el mismo: el riesgo moral, es decir, el incentivo a un comportamiento de política económica (riesgo moral de país) o de una política de préstamo (riesgo moral de inversor) más laxo y menos sostenible ante la expectativa de que el país podrá ser rescatado. Wyplosz argumenta que sería mayor en el caso del FME (frente al FMI), por los mayores vínculos económicos entre los países lo que incentiva una mayor protección mutua (mayor expectativa de rescate).
Aun asumiendo que el riesgo moral sea un problema en el caso de los rescates de países ‒la condicionalidad de un programa y la consiguiente pérdida de soberanía es un coste y un desincentivo lo suficientemente elevado‒, la nueva normativa europea se ha preocupado de minimizar el riesgo a través, por ejemplo, de las cláusulas de acción colectiva de las emisiones de deuda pública, o de los distintos mecanismos de bail-in en las resoluciones de los bancos. Para reducir aún más el riesgo moral, particularmente Bruegel ha abogado por establecer un mecanismo europeo de resolución de deuda soberana, de forma que, en situaciones grave insolvencia, el rescate incorporaría nuevos fondos del FME, pero también la reestructuración de deuda en paralelo (esta propuesta ya la intentó sin éxito el FMI en 2003).
El óptimo para resolver el vacío fiscal de la UEM sería un potente tesoro europeo con políticas anticíclicas. El FME es un segundo óptimo políticamente más factible que, bien diseñado, puede cubrir el agujero y, de paso, ser el embrión para mayor unión fiscal en el futuro. Paso a paso.