El G20, el foro multilateral compuesto por 19 países más la Unión Europea –y al que se pronto se unirá otro bloque, la Unión Africana–, ha celebrado su cumbre anual en Nueva Delhi, en medio de un escenario geopolítico convulso. La organización de la reunión de los grandes líderes mundiales ha elevado el perfil político de India, un país que aspira a liderar el “Sur Global” y hacer sombra a China. Esto, sin embargo, no será fácil.
Con elecciones el año que viene, es lógico que el primer ministro indio, Narendra Modi, haya intentado aprovechar la cumbre para potenciar su imagen de liderazgo y reforzar el papel de India en el nuevo orden mundial. Para ello ha tenido que hacer complicados equilibrios con Occidente. Aunque Modi rechazó invitar al presidente Zelenski a la cumbre, Ucrania, una vez más, ha estado muy presente en el ambiente, sobre todo por los problemas económicos generados por Rusia y su invasión, como la subida del precio del grano y el riesgo de una crisis alimentaria. Modi lo hizo, por un lado, para evitar que Ucrania monopolizara la conversación y, por otro, para no desairar a Rusia y a China. Sin embargo, no se puede desairar a quien no acude, y tanto el presidente Putin (que quiere evitar su posible detención) como Xi Jinping faltaron a la cita.
La ausencia de Xi Jinping tiene más trascendencia de lo que parece, y podría ser un grave error estratégico. Ha habido quien ha querido ver tras la reciente cumbre de los BRICS y su anuncio de ampliación un claro desafío al G7 y al modelo occidental. Y en parte lo es, por supuesto, pero la cumbre del G20 también ha puesto de manifiesto que las discrepancias dentro de los BRICS son mayores de lo que parecen: el presidente de China no ha acudido no solo por no encontrarse con Biden (con quien tuvo una conversación en la anterior reunión del G20), sino también por esquivar a Modi, ya que considera a India un rival estratégico.
Por supuesto, India ha aprovechado esta ausencia para reforzar sus lazos militares con Estados Unidos y dejarse cortejar económica y comercialmente por las potencias occidentales. Quiere venderse como la alternativa a China, no solo democrática (con sus matices) sino, sobre todo, industrial. El mensaje de India es claro: soy un aliado fiable, tanto de Occidente como del “Sur Global”, y por tanto un destino óptimo para los inversores internacionales que quieran evitar la incertidumbre. Al otro lado de la mesa, ese mensaje es bien recibido: por un lado, la Unión Europea quiere avanzar en las negociaciones de un acuerdo de libre comercio que demuestre que la globalización comercial tiene futuro y que China no tiene todos los ases en la manga; por otro, el primer ministro británico, Rishi Sunak, aspira a su propio acuerdo comercial que le permita vender internamente las bondades de la supuesta “libertad” que ofrece el Brexit. Ni la una ni el otro, sin embargo, deben albergar muchas esperanzas de lograr resultados tangibles a corto plazo. Puede que Modi quiera avanzar o alcanzar un principio de acuerdo de cara a las elecciones del año que viene, pero las negociaciones con India serán muy duras (como demuestra la experiencia en el seno de la Organización Mundial de Comercio). Como en Estados Unidos, en India el proteccionismo está profundamente arraigado y existe una gran desconfianza hacia las supuestas ventajas de la globalización.
En el fondo, esta desconfianza, unida a la compleja gobernanza de India, explican por qué este país no ha sabido aprovechar tan bien como China las ventajas del libre comercio. Esto no es nada nuevo: cuando hace más de 20 años le preguntaban al fundador del Singapur moderno, Lee Kwan Yew, cómo veía el futuro de India, este la definía como “una nación de grandeza insatisfecha”. Confesaba que a comienzos de los años 60 (en la época de Nehru), había llegado a creer que India se convertiría en una gran potencia, pero que una década después se había dado cuenta de que, como mucho, podría ser una gran potencia militar, pero difícilmente una potencia económica debido a “su sofocante burocracia” y a su difícil organización política. “Más que un país” –decía–, “India son 32 países que hablan 330 dialectos” (los europeos sabemos a qué se refiere con esto), y explicaba las serias limitaciones de su modelo constitucional y político que dificulta que surjan más ciudades como Bangalore y Bombay, así como el terrible sistema de castas, profundo enemigo de la meritocracia. Cambiar todo eso, por desgracia, no está al alcance de un líder político que quiera ser reelegido.
Así pues, para Occidente la apuesta por India tiene mucho sentido desde el punto de vista geopolítico: en un mundo de polarización, cuantos más polos haya más difícil será el enfrentamiento, e India ofrece un indudable contrapeso a la ambición de China por liderar el “Sur Global” y reducir su dependencia de Europa y Norteamérica. Sin embargo, la apuesta económica es mucho más arriesgada: aunque India, con una población joven y en aumento y relativamente baja urbanización, tiene aún mucho potencial de crecimiento, convertir a este país en “la fábrica del mundo” alternativa a China no solo se enfrenta a dificultades técnicas y logísticas, sino también de política interna india. Reducir la dependencia económica de China va a requerir mucha paciencia, inteligencia y, sobre todo, cooperación internacional, tanto dentro de Occidente como entre éste y el resto del mundo.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)