Los acuerdos internacionales hay que cumplirlos

El artículo 26 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 es corto, pero muy explícito: “Pacta sunt servanda. Todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe”. Si el texto recoge literalmente esa expresión latina es porque constituye el principio más antiguo del derecho internacional: los acuerdos hay que cumplirlos.

Qué ironía que el Reino Unido, uno de los grandes defensores históricos del derecho internacional, se burle ahora de ese principio, como un vulgar Estado iliberal más, anunciando que va a aprobar una ley que anulará partes de un tratado internacional que ha firmado y ratificado:  el Acuerdo de Salida de 24 de enero de 2020, que estableció la ruptura política con la Unión Europea. La confesión del Secretario de Estado para Irlanda del Norte, Brandon Lewis, no puede ser más lamentable: “Sí, esta [propuesta] incumple el derecho internacional de una forma muy específica y limitada”.

Quien piense que el Acuerdo de Salida (el Brexit político) no hace falta cumplirlo porque estaba condicionado a la firma de un Acuerdo de Relación Definitiva (el Brexit económico), que es el que se está negociando ahora y que no tiene visos de cerrarse antes del final del período transitorio el 31 de diciembre de 2020, no sólo desconoce el derecho internacional, sino que no ha entendido nada del Brexit. El Acuerdo de Salida tiene importantes implicaciones sobre pagos pendientes y derecho de residencia de los ciudadanos, sí, pero es, ante todo, un acuerdo pensado para poder compatibilizar la salida del Reino Unido de un mercado común con el mantenimiento de otro importante tratado internacional, el Acuerdo de Viernes Santo de 10 de abril de 1998 firmado entre el Reino Unido y la República de Irlanda.

Este acuerdo, que permitió la paz en Irlanda del Norte después de décadas de tensión y terrorismo, y que llevó a la República de Irlanda nada menos que a cambiar su constitución para dejar de reivindicar el territorio norirlandés, fue posible sólo cuando se supo que la Unión Europea tenía intención de suprimir sus fronteras interiores. Porque, si en términos de control fronterizo, la Unión Europea iba a funcionar a efectos prácticos como un solo país, ¿qué sentido tenía mantener una frontera entre el territorio británico de Irlanda del Norte y la república de Irlanda? Dicho de otra forma: si nadie notaba que eran dos países distintos, una batalla territorial ya no tenía ningún sentido. Fue eso, unido a la creación de una asamblea legislativa norirlandesa con un sistema de doble mayoría (cross-community principle, que obliga a aprobar las grandes decisiones de la asamblea irlandesa tanto por la mayoría de los representantes republicanos y unionistas) y un ejecutivo con poder compartido, lo que permitió el abandono de las armas y garantizar la paz en Irlanda.

Cuando en 2016 el Reino Unido decidió por referéndum abandonar la Unión Europea se hizo evidente que habría que erigir nuevas fronteras. Es lo que tiene abandonar un territorio aduanero común. El Acuerdo de Salida, en el fondo, es la garantía de que la salida del Reino Unido de la UE permitirá el control aduanero con el resto de países europeos sin necesidad de reinstaurar la frontera física que partía en dos la isla de Irlanda (es decir: el recuerdo permanente de que en esa isla hay dos países). Evidentemente, eso obliga a que Irlanda del Norte mantenga una regulación muy cercana a la europea y a que los controles de mercancías se trasladen al mar de Irlanda, la frontera natural entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Controles imprescindibles, ya que, de no haberlos, cualquier producto o animal que vaya de Gran Bretaña a Irlanda del Norte podría terminar en París, Berlín o Madrid sin haber pagado aranceles e impuestos o sin haber sido controlado sanitariamente.

Por supuesto, el control de mercancías en el mar de Irlanda, aunque sea fácil de implementar (cuando se cruza un mar siempre hay que embarcar y desembarcar mercancías, de modo que los controles no son tan evidentes como en un paso terrestre), no deja de ser para los unionistas británicos un recordatorio a su vez de una cierta ruptura con el resto de Gran Bretaña. Nada, por lo demás, que no exista en otros países (en el comercio entre Canarias y la península también hay ajustes de impuestos), pero muy sensible políticamente en el Reino Unido. Pero eso ya lo sabíamos, y a fin de cuentas, cuando Boris Johnson firmó el Acuerdo de Salida –vendiéndolo como un gran éxito personal y político– traicionó sin pudor a los unionistas. Que diga ahora que el Acuerdo de Salida “nunca tuvo mucho sentido” es absurdo: ¿no había sido un gran éxito? ¿O es simplemente el momento en el que su mentira de que “no habrá controles en el mar de Irlanda” se hace ya demasiado evidente, porque hay que implementar ya el Acuerdo?

En todo caso, que las negociaciones del Acuerdo de Relación Definitiva vayan mal no es una excusa para incumplir lo firmado, entre otras muchas razones porque el Acuerdo de Salida no es una garantía económica, sino una garantía de paz. Si el Reino Unido quiere salir en enero sin acuerdo comercial, que lo haga: podrá seguir exportando a la UE, en las mismas condiciones no preferenciales que Estados Unidos, China o Australia. Pero el acuerdo político ya está firmado, y hay que respetarlo si el Reino Unido quiere seguir siendo un país respetable. ¿Firmará Estados Unidos un acuerdo comercial con el Reino Unido si ve que éste incumple sus acuerdos meses después de ratificarlos?

Que hasta el Reino Unido se muestre dispuesto a saltarse sus acuerdos internacionales es la demostración de que la crisis del sistema multilateral y de cooperación en el siglo XXI nos depara aún muchas sorpresas. El Acuerdo de Salida de 2020 es un acuerdo internacional que hay que respetar, como también lo son la Declaración Conjunta Sino-Británica de 1984 –que exigía para Hong Kong el mantenimiento de un sistema político-económico diferenciado de la China continental a cambio de la cesión a ésta de la soberanía de la isla– o el Tratado de Utrecht de 1713, por cuyo artículo X “la ciudad y castillos de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensas y fortalezas” pasan a ser una propiedad a perpetuidad de la Corona británica.

Boris Johnson, que presume de formación clásica, sabe perfectamente lo que significa la expresión latina “pacta sunt servanda”. Que quiera mezclarla con la de Catón el Viejo y convertirla en “pacta sunt delenda”, destruyendo los cimientos del derecho internacional, no es más que el enésimo ejemplo de que, tras la supuesta “Global Britain” que vende su gobierno, se esconde, una vez más, la triste mentalidad soberanista y provinciana en la que se basa su concepto de Brexit.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)