La tecnología ha dejado obsoleto –entre otras muchas cosas– el sistema tributario internacional. En el viejo mundo analógico, la relación entre actividad internacional de una empresa y tributación estaba vinculada a un concepto físico, el del establecimiento permanente. ¿Pero qué ocurre en un mundo digital, donde la obtención de datos o los medios digitales ya no son auxiliares al negocio, sino el propio negocio? ¿Dónde se genera el valor –y por tanto el beneficio y la recaudación fiscal– de la publicidad de un producto alemán mostrada a través del algoritmo estadounidense de Google con servidores situados en Irlanda vista por un residente fiscal español de vacaciones en Francia?
El problema no es nuevo, y la Unión Europea ya se encontró con el problema de tener que lidiar con la alteración de los ingresos por IVA como consecuencia de la tecnología, en el caso de las ventas por Internet. Pero ahí se impuso una solución muy rápida para evitar la desviación de la facturación y el arbitraje fiscal: imponer el principio de destino, aplicando el IVA allí donde se produce el consumo, con independencia de dónde o cómo se efectúa la compra online. Pero con un impuesto directo sobre la renta de sociedades la cuestión de dónde se genera el beneficio es bastante más compleja, porque hoy en día una empresa o plataforma digital puede generar gran parte de su negocio en un país cualquiera sin tener allí nada remotamente parecido a un establecimiento permanente.
La solución, teóricamente, sería establecer una definición común de establecimiento permanente y de lugar de realización del hecho imponible a nivel mundial para empresas que produzcan servicios digitales y no necesiten de presencia física.
Pero existen dos poderosos desincentivos para la coordinación fiscal internacional. En primer lugar, por los intereses particulares de Estados Unidos, país sede de una abrumadora mayoría de empresas tecnológicas a las que no quiere perjudicar. Y, en segundo lugar –lo que es más preocupante–, por los distintos intereses particulares dentro de la Unión Europea. Así, países como Alemania, Reino Unido Francia, Italia o España ven cómo sus ingresos fiscales se han diluido no solo por la competencia tributaria desleal de estados americanos como California (Uber) o la opaca Delaware (Airbnb), sino también de socios europeos como Irlanda (que alberga la sede de Google, Apple o LinkedIn en Europa) o Luxemburgo (Amazon), que les permiten que desvíen allí gran parte de sus beneficios.
La Comisión es muy consciente de que el enfoque ideal sería encontrar soluciones multilaterales para gravar la economía digital, y ha hecho una propuesta legislativa para homogeneizar el impuesto de sociedades y definir el concepto de “presencia digital significativa”, que viene a ser algo así como reconocer una suerte de establecimiento permanente digital (obligando a las empresas a registrarse y tributar cuando tengan una “interacción significativa” con los usuarios a través de canales digitales). Dicha interacción significativa se establecería en términos anuales de ingresos (más de 7 millones de euros), usuarios (más de 100.000) o contratos comerciales en un Estado miembro (más de 3.000).
Ahora bien, consciente de que el recorrido de esa directiva será tortuoso, y reconociendo abiertamente que “llegar a un consenso internacional puede llevar tiempo”, la Comisión ha propuesto una directiva adicional para, mientras tanto, ir gravando la facturación de las empresas tecnológicas de determinados servicios digitales (publicidad online, intermediación de usuarios y venta de datos). Es decir, la imposibilidad de coordinarse en la imposición directa (sobre beneficios) nos lleva a la propuesta de un nuevo impuesto indirecto (sobre las ventas) del 3 por ciento de los ingresos de empresas digitales que facturen más de 750 millones (y más de 50 millones en Europa). Según la Comisión, este impuesto –aplicado por los Estados miembros– podría suponer una recaudación de unos 5.000 millones de euros anuales para las arcas públicas.
A ese carro impositivo se han subido los países grandes –entre ellos España–, pero es de prever el rechazo de los habituales países beneficiarios de la competencia fiscal.
El problema es que el denominado “impuesto Google” (a veces mal llamado “tasa”) no es más que un impuesto injusto por una buena causa: como resulta evidente que las empresas tecnológicas se aprovechan de las lagunas fiscales y pagan muy pocos impuestos (un 9,2% de sus beneficios, frente a un 23,2% general), en vez de corregirlas se opta por crear una nueva figura impositiva bastante dudosa. Y dudosa por varios motivos.
En primer lugar, porque no grava lo que debería gravar: es un impuesto indirecto sobre las ventas (la facturación), y no directo sobre los beneficios, luego desincentiva a las empresas tecnológicas a incurrir en gastos, algo peligroso en un sector intensivo en I+D+i: se grava igual a una empresa con muchas ventas y muchos beneficios que a otra con muchas ventas y pérdidas.
El segundo lugar, porque la justificación teórica es endeble. Por un lado, supone crear de la nada un nuevo objeto imponible –entendido como manifestación de una capacidad de pago–: la capacidad de organizar entramados empresariales que permitan la elusión fiscal en actividades digitales que no requieren de establecimiento permanente. Y, al parecer, esa capacidad se manifiesta –como hecho imponible– solo a partir de una facturación determinada. Ahora bien, ser grande te dota de capacidad para dotarte de un entramado empresarial, pero no de la obligación de tenerlo. El impuesto, sin embargo, parte de la base moral de que toda empresa grande, por definición, utiliza entramados empresariales para eludir impuestos. Pero la elusión fiscal no solo se produce en actividades digitales, sino también en muchas actividades de servicios donde el establecimiento permanente tampoco está muy claro. ¿Por qué no un impuesto a las consultoras internacionales, o a los ingresos publicitarios de los grandes futbolistas? Por otro lado, se grava a empresas que aparentemente pagan pocos impuestos, pero confundiendo una vez más elusión fiscal y evasión fiscal. La evasión fiscal –ocultar ingresos a Hacienda– es un delito. La elusión fiscal –aprovecharse de la legislación internacional más favorable para pagar menos impuestos– puede ser más o menos inmoral, pero no tiene por qué ser ilegal. Las empresas, como los individuos, tienen derecho a aprovecharse de la legislación fiscal más ventajosa para hacer sus negocios. El problema de fondo es que, en un marco de libre circulación de capitales, haya países que jueguen al dumping fiscal.
En tercer lugar, porque genera inseguridad jurídica: si el problema es que hay países que van a gravar ingresos supuestamente generados en su ámbito, las empresas se enfrentarán a múltiples reclamaciones fiscales. Cada país quiere su parte del pastel, y tiene la fuerza legal para imponerlo. El impuesto no genera ningún incentivo a la coordinación fiscal internacional, y hace recaer todo el riesgo tributario sobre las empresas. La gente se olvida de que la multa a Apple no fue una sanción fiscal, sino una sanción de competencia.
En cuarto lugar, porque es sectorial y discriminatorio. Un impuesto de este tipo ha de aplicarse siempre de forma clara, transparente, y no discriminatoria. Así, tiene mucho más sentido un impuesto sobre las transacciones financieras internacionales (o tasa Tobin) que un impuesto sobre las empresas tecnológicas, promotoras de la innovación.
En quinto lugar, porque puede generar represalias. Es difícil que este impuesto no sea percibido por Estados Unidos como un impuesto ad-hoc, un impuesto que jamás se habría creado si la mayoría de las tecnológicas fueran europeas. En un contexto de escaramuzas de guerra comercial, no hay que descartar que la Administración Trump responda con sus propios impuestos.
De hecho, en el caso de España el anuncio del destino de la recaudación –pagar las pensiones– es un síntoma inequívoco de un impuesto sobre el que se tiene mala conciencia. Aparte de que supone vender la piel del oso antes de haberlo cazado –está por ver que los ingresos generados sean los que, ceteris paribus, estima la Comisión– y de romper el sagrado principio presupuestario de la no afectación de ingresos, resulta absurdo, de puro arbitrario: ¿por qué para financiar las pensiones, y no la Sanidad o la educación, las prestaciones por desempleo tecnológico o reducir la pobreza extrema?
En el fondo, el argumento de la Comisión “no es justo que las empresas tradicionales paguen impuestos y las tecnológicas no contribuyan” tiene trampa: es cierto que las empresas tecnológicas no contribuyen como deben, pero de ahí no se deduce que la solución sea que paguen un impuesto sobre su facturación. Si las empresas no pagan lo que deben es, sobre todo, porque algunos Estados miembros les dejan, y porque no están dispuestos a coordinarse –al menos a nivel europeo, donde estos temas requieren unanimidad– para terminar con una situación irregular.
Al menos tenemos el consuelo de que la Comisión sostiene que el impuesto es temporal, como “una medida provisional, hasta que se haya implementado la reforma integral y tenga mecanismos incorporados para aliviar la posibilidad de una doble imposición”. Pero ya sabemos que los impuestos se ponen mucho más fácilmente de lo que se quitan.
Los países europeos –y especialmente España– necesitan ingresos fiscales adicionales para mantener su Estado del bienestar. Eso es innegable, como lo es que las grandes empresas tecnológicas tienen que tributar más –y, sobre todo, donde deben–. Pero que las promesas de ingresos no nos engañen: el Impuesto Google no es más que el triste reflejo de la incapacidad de la Unión Europea de superar los intereses nacionales y coordinarse para construir un sistema fiscal adaptado a los desafíos del siglo XXI.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)