Uno de los principales rompecabezas que plantean las nuevas tecnologías es su impacto sobre el mercado de trabajo y qué tipo de respuestas se deben dar desde la política económica. Se empieza a asentar un cierto consenso sobre su probable impacto depresivo en el uso del factor trabajo, al menos en su sentido tradicional, que será sustituido por inteligencia artificial o tecnología de la información, con implicaciones en términos de una mayor caída de la participación del trabajo en la renta y el aumento de la desigualdad.
Ante este escenario, se están planteando posibles respuestas desde los distintos tipos de instrumentos, presupuestarios y regulatorios que ofrece la política económica, incluyendo, por ejemplo: aumentar los salarios (como veíamos aquí), el establecimiento de una renta básica como mecanismo de redistribución (intra e intergeneracional) que compense a los ciudadanos desplazados por la tecnología (aquí), gravar más el capital y establecer nuevos impuestos a la tecnología, o regular la economía de la información para asegurar una mayor competencia (aquí).
Varios autores‒Arrieta, Goff y Jiménez (doctorandos) y Lanier y Weyl (de Microsoft research) ‒ acaban de plantear una propuesta interesante que da la vuelta a la tortilla (merece la pena leerla, son sólo cinco páginas). Más que contrarrestar el impacto de la tecnología, lo que hay que hacer es adaptar los mercados a la nueva realidad tecnológica y globalizada, en particular, crear un mercado para la información y tratarla como factor trabajo. La propuesta se insertaría en un marco teórico más amplio de mercados radicales, que Posner y Weyl anuncian para mayo.
El problema del mercado de la información es que se ha configurado en una estructura de oligopsonio, con unos pocos compradores, las grandes empresas tecnológicas (Facebook, Google), que adquieren la información de manera gratuita de sus usuarios a cambio de servicios gratuitos (freemium) y utilizan esa información vendiéndola o gestionándola en su propio beneficio (con estrategias de gestión del big data). Esta estructura se habría conformado por la combinación de una cultura de gratuidad de los servicios digitales que está en el origen de internet y la consolidación de grandes operadores que se apropian de las rentas de la información y presionan por mantener el statu quo (aquí analizábamos las estrategias de estos mercados de doble cara).
Este tipo de estructura implica que la información se considera como un factor capital con el siguiente tipo de lógica: la información es un activo derivado del consumo ‒en su mayoría de servicios gratuitos como buscadores de internet, redes sociales o videojuegos‒ que se acumula y explota por la empresa. Este esquema plantea un freno al potencial de productividad de la información por su gratuidad y por su sesgo hacia la actividad derivada del consumo. Los autores van más lejos y lo vinculan al tipo de sociedad que está alimentando al promover un creciente consumo de lo digital (horas en internet, redes sociales o jugando a la play), reduciendo el trabajo (en todo caso con una demanda menguante) y alimentando problemas de inclusión y estigmatización de los jóvenes consumidores (no trabajadores), que son a su vez fuentes de movimientos populistas. Estirando aún más el argumento, la información como capital (y el mayor consumo y menor empleo que genera) se vincula al cambio social que supone el paso de la dignidad adquirida a través del trabajo hacia la dignidad del ocio, promovida, por ejemplo, por defensores de la renta básica universal.
Frente a este esquema plantean la alternativa de considerar la información como factor trabajo con una lógica distinta: la información es un activo propiedad de los individuos que la producen que se benefician de su rendimiento. Bajo este esquema, los individuos tienen un incentivo a producir mayor cantidad y calidad de información porque tendrá una mayor remuneración. El uso de servicios digitales se convierte en un trabajo y con ello se recupera la cultura de la dignidad del trabajo, en este caso digital, frente a la del ocio ‒horas de internet en Google o en Facebook serían remuneradas‒. Este tipo de transición tendría un paralelismo con el cambio que supuso la eliminación de la esclavitud o el feudalismo en el que la mano de obra pasó de ser propiedad del terrateniente a propiedad de los individuos.
La duda está en el valor (y la remuneración) de la información que generan los individuos. Los autores señalan que se podrá calcular el valor marginal de la información y que este puede ser elevado, y con rendimientos incluso crecientes en algunas circunstancias, lo que sería consistente con el dominio que se observa en la economía de la información por parte de las grandes empresas tecnológicas. El paso a una economía de la información como trabajo exigiría un cambio de aproximación económica y social a lo digital que desde el sector público podría impulsarse con políticas de promoción de la competencia en los mercados de información (como veíamos aquí), una regulación que transfiera los derechos de propiedad de la información a los usuarios que la generan, o la promoción de plataformas de usuarios (sindicatos de trabajadores de la información) que negocian la venta de información que producen a las grandes empresas tecnológicas (los individuos solos carecen de esa capacidad).
Desde luego, la aproximación a la información como trabajo supone un cambio de perspectiva especular al esquema actual de la economía de la información y plantea una solución de mercado que podría reducir los problemas en términos de escasez de demanda de trabajo y de desigualdad que se derivan de los progresos tecnológicos. Más difícil parece que constituya una solución única (tampoco lo defienden así los autores). Como en toda solución de mercado aparecerán fallos de mercado que exigen intervención pública regulatoria y redistributiva ‒por ejemplo, sigo viendo muchas ventajas a la renta básica, incluida la importancia del ocio‒.
Respecto a la lógica filosófica, es un propuesta que se alinearía con el dataismo de Yuval Noah Harari, en el que el flujo de información sustituye al individuo como el centro del universo, si es así (confieso mi escepticismo), no está mal que al menos nos paguen en nuestra decadencia.