En 1976 un ingeniero electrónico taiwanés llamado Stan Shih montó, con ayuda de su mujer y unos amigos, una pequeña empresa de computadoras. La empresa comenzó a fabricar equipos de formación y clones de Apple para, a partir de 1987, especializarse en ordenadores personales, momento en el que pasó a llamarse Acer.
A mediados de los noventa –en plena ola globalizadora– Shih decidió analizar la rentabilidad de su compañía y se dio cuenta de que, a medida que se desarrollaba la tecnología informática, la rentabilidad que obtenía en el proceso básico de fabricación y ensamblaje era cada vez menor.
Por el contrario, los procesos previos como la investigación y desarrollo, la patente de nuevos componentes o el concepto y diseño de producto eran cada vez más rentables; como también lo eran los procesos posteriores a la fabricación derivados de crear una marca asociada a calidad (branding), los negocios de marketing y distribución y el servicio postventa. Cuando dibujó en un papel la evolución de la rentabilidad en función de la fase del producto el resultado fue una curva en forma de u que bautizó como “la curva de la sonrisa”. La misma que se le puso en la cara unos años después al observar su cuenta de resultados, después de haber segregado la compañía en cinco grupos, centrarse en los aspectos de investigación y servicios y externalizar cada vez más la actividad de fabricación –de la que terminaría desprendiéndose en 2001–. Hoy Acer factura más de 250.000 millones de dólares con una plantilla mundial de apenas 8.000 personas.
Desde entonces se conoce como “curva de la sonrisa” el fenómeno por el que, en muchos sectores –en especial los intensivos en tecnología–, el valor añadido y la rentabilidad se concentran en las fases del producto previas y posteriores a la fabricación, que pasa a ser el elemento más tangible pero menos relevante del proceso productivo.
Esto no quiere decir, por supuesto, que la industria no sea ya una fuente de empleo o de valor añadido. Lo que ocurre es que, en un mundo de cadenas de valor globales donde cada elemento de la producción está segregado a nivel mundial –y se lleva a cabo allí donde es más eficiente–, la industria ya no puede considerarse como una estructura monolítica, sino que es ahora un conjunto complejo de elementos dispersos en los que los servicios –incorporados a los bienes, o accesorios, y de difícil delimitación sectorial– pueden ser tan importantes como los bienes.
Así, en los años sesenta, un país que producía un televisor llevaba allí a cabo el diseño, la fabricación de muchos de sus componentes, el ensamblaje y la distribución, y se encargaba de las reparaciones y del servicio postventa. Hoy en día, una orden de iPhone de Apple concebido y diseñado en Estados Unidos supone una orden a Foxconn en China para importar más de 17 componentes fabricados en Japón, Taiwán, Corea del Sur, Alemania y del propio Estados Unidos (que solo fabrica el chip de memoria, el códec de audio y el módulo Bluetooth-Wireless), su ensamblaje por Foxconn y el envío mediante un complejo sistema logístico, además de la activación de los servicios de software y postventa (Xing, 2017). Un disco duro de Hitachi se ensambla preliminarmente en Tailandia con 11 componentes de allí y 43 de otros 13 países, y se envía a China para el ensamblaje final (Hiratsuka, 2011).
El made in China de estos productos, sin embargo, no debe engañarnos: la sede de Estados Unidos se queda con más de un 60% del valor añadido de un iPhone (Xing y Detert, 2010) –frente al menos de un 5% de China–, o con el 45% del valor añadido de unas zapatillas Nike.
Es preciso señalar que la curva de la sonrisa no se da en todas las industrias: las industrias metálicas, por ejemplo, conservan gran parte del valor añadido en la manufactura (Sepälä y Kenney, 2013). Pero sí de forma clara en los sectores más intensivos en tecnología, I+D y diseño. Esto incluye empresas tecnológicas, pero también empresas de moda, de calzado deportivo, químicas, farmacéuticas, biotecnológicas, o incluso algunas empresas de servicios de alto valor añadido, como banca o seguros. Un factor, por ejemplo, que permite conservar gran parte del valor añadido y del margen bruto de beneficio en la sede son los derechos de patente sobre los productos (Xing, 2017).
Esto explica que la mayoría de las empresas con tecnología y diseño propios tiendan a prescindir de plantas de producción propias –recurriendo a países de menores costes– o, si las tienen, estén muy automatizadas y requieran pocos trabajadores muy cualificados o se limiten a unos pocos elementos básicos, manteniendo el grueso del valor añadido –y la rentabilidad– de las fases previa y posterior en torno a la sede.
Las implicaciones de política industrial son evidentes: esta no debe centrarse tanto en promover o atraer centros de producción, ensamblaje o montaje –salvo aquellas excepciones con un alto valor añadido– sino en desarrollar industrias o atraer sedes de multinacionales con alto un componente de conocimiento, I+D o servicios accesorios (la pelea por la segunda sede de Amazon es un buen ejemplo en EEUU). Porque, no lo olvidemos, alto valor añadido implica altos salarios: en los años 60 la curva del valor añadido era una recta o una u invertida, y por tanto con altos salarios en las manufacturas. Hoy en día los salarios altos están en los investigadores, los diseñadores, los responsables de marketing y –en menor medida– los del servicio postventa y fidelización del cliente. La fabricación en sí, bajo la permanente amenaza de deslocalización y de automatización, ya no paga ni pagará jamás a sus empleados –especialmente a los menos cualificados– salarios como los de antes.
Todo este análisis es aplicable al éxodo empresarial que se está produciendo en Cataluña desde septiembre de 2017, como consecuencia de la incertidumbre y las tensiones secesionistas, y tendría importantes implicaciones sobre el valor añadido, y por tanto el PIB de Cataluña. En la medida en que se desplace la sede de dirección efectiva a otras comunidades autónomas, es muy probable que se desplace también la dirección de la mayoría de las actividades de alto valor añadido, entre ellas las de I+D, diseño y servicios, que tenderán a agruparse en torno a la nueva sede, en grandes ciudades donde aprovechar el efecto de red del conocimiento –no lejos de grandes centros universitarios–. Dicho de otra forma: si una empresa intensiva en tecnología se va de Cataluña, que mantenga allí tan solo la planta productiva va a ser un magro consuelo.
Lo preocupante es que, entre las 3.000 empresas que han anunciado su salida –una salida que continúa, pero de la que por desgracia ya no se habla tanto–, hay bastantes empresas catalanas intensivas en conocimiento, entre ellas empresas farmacéuticas o biotecnológicas (Laboratorios Ordesa, Pangaea Oncology, Indukern, Oryzon o Uxafarma), de telecomunicaciones (Eurona, Cellnex), textiles (Dogi) o químicas (Inkemia). Por otro lado, en servicios de banca (CaixaBank, Banco de Sabadell) o de seguros (Zurich, Axa o Catalana de Occidente) hay que recordar que gran parte de la rentabilidad y el valor añadido ya no está vinculado al negocio tradicional de sucursales de atención al público, sino a banca digital, banca de inversión, productos y seguros a medida y otros elementos lejos de la parte central de la cadena de valor.
Así pues, quien crea que el desplazamiento de las sedes de dirección efectiva de empresas industriales tecnológicas o de servicios de alto valor añadido en Cataluña no va a tener efecto sobre el conocimiento, el crecimiento, el PIB, los salarios y el empleo por el mero hecho de que la planta de fabricación o algunas sucursales se mantengan en el territorio está cometiendo un grave error: el error de interpretar la economía del siglo XXI con claves del siglo XX. Porque en sectores intensivos en conocimiento y diseño –los sectores del futuro– la sede puede llevarse consigo gran parte de la cadena de valor más relevante.
La llamada revolució dels somriures está generando una incertidumbre empresarial que, enfrentada a la realidad del éxodo empresarial y a la corba del somriure, puede terminar con la prosperidad económica de Cataluña convertida en una triste mueca de desesperación general.
En colaboración con Agenda Pública.
Fantástico artículo que aporta profundidad al debate independentista. Ojalá lo lea Elsa Artadi, la nueva gurú económica de PDeCAT, y doctora en Economía por Harvard