Cadenas de valor globales y concentración geográfica

El último trabajo de Pol Antràs, en coautoría con Alonso de Gortari, trata sobre la geografía de las cadenas de valor globales (GVCs, Global Value Chains), aún preliminar. Es un tema sobre el que se ha escrito recientemente en este blog, como en esta reseña del último libro de Richard Baldwin o esta entrada sobre el comercio de servicios.

En su trabajo Antràs define la cadena de valor como una serie de fases en la producción de un bien o servicio donde cada etapa añade valor sobre la anterior (siguiendo la “curva de la sonrisa”). La innovación que busca el trabajo de Antràs y de Gortari es la inclusión de fricciones en forma de costes del comercio.

Estos costes son asimétricos entre países y adoptan la forma de “iceberg” (iceberg trade costs), de forma que para enviar un bien de un país a otro se “pierde” un importe que es proporcional al valor. Esta modelización de los costes comerciales es uno de los supuestos más discutibles, aunque los autores recuerdan que puede ser válida para el caso de los aranceles y los costes de seguro –e incluso para los costes de transporte, por ciertos problemas de búsqueda e información–.

En definitiva, el modelo caracteriza cada fase de la producción como la combinación del factor trabajo en el país en cuestión con el bien intermedio o semielaborado importado de otro país. Por descontado que el modelo no pierde generalidad por simplificar y obviar otros factores de producción.

La existencia de costes comerciales no nulos y asimétricos en un mundo de fragmentación de la cadena de valor implica que la localización óptima de una fase de producción depende no sólo del coste y la productividad del factor trabajo sino también de los costes comerciales en las relaciones con las fases de producción “hacia arriba” (upstream) y “hacia abajo” (downstream). Es decir, el país que absorbe una fase de la producción no es necesariamente el más competitivo en la misma, sino que puede ser el mejor conectado (con menores costes comerciales) con los países especializados en las fases anteriores o posteriores.

Este vínculo de la localización de la producción con los costes comerciales (más que con la competitividad tradicional en términos de coste o productividad) aumenta en las fases finales, pues en éstas el producto tiene más valor (recordando la definición de cadena de producción, donde cada fase añade valor) y los costes comerciales van pesando más (dada la formulación tipo iceberg). Esto permite explicar el nexo “centrality-downstreamness”, es decir, el hecho de que las fases “aguas abajo” se tienden a localizar en países que ocupan una posición central en el comercio, estando necesariamente bien integrados con los territorios donde se ubique el consumidor final en cada bien.

El trabajo de Antràs y De Gortari es tremendamente útil por dos motivos. En primer lugar, aborda el contraste de sus predicciones con nuevas estadísticas como las tablas input-output mundiales. En segundo lugar, permite un debate sobre implicaciones de política económica, particularmente en tres áreas del ámbito comercial.

La primera cuestión es que las medidas de competitividad más utilizadas (ya sea en términos de coste o de productividad) pierden peso en relación a los costes comerciales en un mundo de fragmentación de la cadena de valor. Pero los policy-makers no han de tomar esos costes como exógenos como si meramente obedecieran a la distancia, el transporte y otros factores considerados en los modelos de gravedad (como los nexos culturales o lingüísticos). Esos costes comerciales pueden reducirse con una inserción inteligente del país en las cadenas de valor globales. Los esfuerzos de la política comercial deben centrarse en abrir conexiones en aquellos países que realizan fases cercanas (anteriores o posteriores) a las que realizan nuestras empresas en la cadena de valor. La apertura de mercados puede consistir en reducción de barreras tradicionales al comercio, así como en un uso de activo de la política de promoción exterior (formación e información) en esos países que se consideren prioritarios para nuestro tejido empresarial.

La segunda cuestión es que áreas de integración económica, como la Unión Europea, cobran un mayor sentido. Ya se ha comentado que la atracción de una fase de la cadena de valor depende no sólo de nuestra competitividad sino de tener pocas barreras comerciales con los países que absorben fases cercanas. Por tanto, si un Estado miembro es muy competitivo en una fase ello puede favorecer a toda el área económica, y todos pueden ganar de la competitividad del resto y de la ausencia de barreras comerciales intra-grupo.

La tercera cuestión es que el proteccionismo consistente en erigir barreras tradicionales –como los aranceles que ha planteado la administración Trump– puede resultar contraproducente en un entorno de fragmentación de la cadena de valor. Es decir, si nuestra capacidad de absorber fases del proceso productivo –y por ende la cuota exportadora– depende, entre otras cosas, de la integración “hacia arriba” (upstream) entonces es lógico intentar reducir las barreras comerciales en la medida de lo posible. Esto crea una retroalimentación entre apertura comercial y cadenas de valor, pues cuanto mayor sea la primera entonces mayor fragmentación de la producción existirá, creando nuevos incentivos para reducir las barreras comerciales.

No obstante, este protagonismo que adquieren en este trabajo los costes comerciales se debe a la modelización “en forma de iceberg”. Por tanto, tampoco hay que minusvalorar las variables de competitividad.

Los países más competitivos en términos de coste asumirán aquellas fases de menor valor añadido. Pero esto deja aún un gran margen para especializarse en las fases de mayor valor añadido, fundamentalmente servicios, cuyo protagonismo en el comercio mundial puede ser mayor del que se estima con las estadísticas tradicionales.

Para insertarse en las cadenas de valor global y no verse perjudicado por ellas –en forma de menos y peores empleos– es preciso fortalecer las competencias (skills) de los trabajadores. Éste es el mensaje que la OCDE acaba de lanzar en su Skills Outlook 2017, enfatizando los aspectos cognitivos (comprensión, habilidades numéricas, resolución de problemas, etc.) y la capacidad de gestión, organización y comunicación. Como aspectos horizontales cabe fomentar la flexibilidad curricular en el sistema educativo, la formación en el trabajo, el aprendizaje a lo largo de la vida (lifelong learning), la educación para adultos y la integración internacional de sistemas educativos –con mayor reconocimiento mutuo y armonización–.

En definitiva, la mejora de la competencia y la capacitación de los trabajadores se antoja un complemento necesario de las políticas de apertura comercial antes mencionadas.