Vamos a dividir por cero

Como en cualquier debate soberanista, los argumentos a favor del brexit han estado siempre presididos por la manipulación lingüística, y por eso sus defensores han insistido una y otra vez en el “dividendo del brexit”, como si fuera el alegre reparto de los beneficios de una empresa exitosa. Por supuesto, los costes se han obviado, y quizás por ese motivo la mayoría de los críticos del brexit se han preocupado por resaltarlos, centrándose en la más que previsible contracción económica derivada de la salida de la Unión Europea. Pero esa estrategia ha sido un error.

Y no por el hecho de que no vaya a haber costes. De hecho, que el brexit hará caer el PIB lo reconoce hasta el secretario del Tesoro británico, que pronostica en un reciente informe una contracción de entre el 3,9% y el 9,3% del PIB en quince años, dependiendo del escenario de salida. Es posible, incluso, que los costes sean mucho mayores que los anunciados, porque, al igual que en los procesos de integración los cálculos de beneficios olvidaron algunos efectos dinámicos, es muy probable que en los de desintegración se estén subestimando muchos efectos negativos dinámicos a largo plazo. ¿Cuál es el coste de renunciar al proyecto espacial Galileo (que ha llevado a la dimisión del ministro de Universidades y Ciencia)? ¿Cuál el coste de renunciar a la cooperación en materia científica o de defensa?

La cuestión, pues, no es que no vaya a haber costes, sino que destacar solo estos es una forma parcial de evaluar la decisión del brexit. Porque, ya desde que en 1848 el ingeniero y economista Jules Dupuit publicara un artículo para evaluar la conveniencia de distintas alternativas de gasto en infraestructuras, sabemos que la mejor forma de comparar políticas económicas alternativas es el análisis coste-beneficio. Se trata de comparar costes y beneficios de todo tipo: económicos y no económicos (que también son evaluables, y de hecho se evalúan); directos o derivados de efectos externos; para los beneficiarios de la medida, y para los perjudicados. De este modo, la mejor alternativa no será la que tenga menores costes o mayores beneficios, sino aquella que proporcione mayor beneficio por unidad de coste o, a la inversa, menor coste por unidad de beneficio.

Y eso es lo que deberían haber hecho los críticos del brexit: un análisis coste-beneficio completo. Si lo hubieran hecho, no solo se habrían preocupado de incluir muchos otros costes distintos del PIB –como sí han hecho algunos estudios–, sino que, sobre todo, habrían revelado la gran mentira del brexit: la sobreestimación de los supuestos beneficios. Porque en eso se han escudado, precisamente, los partidarios del brexit cuando se les ha amenazado con las penas del infierno del PIB: aparte de señalar –con razón– que también se predijo que el mero resultado del referéndum provocaría una terrible recesión y al final no fue así, han corrido a decir que, aunque haya costes, “no todo es dinero”.

La respuesta debería haber sido: cierto, no todo es dinero, pero eso no quiere decir que no exista un método para evaluar económicamente todo lo que no es dinero. ¿Así que los beneficios de abandonar la Unión Europea compensarán los costes? Pues bien, analicemos entonces en detalle esos beneficios. ¿Cuál es el valor económico de “recuperar el control”?

Comencemos con el control de la inmigración. Aparte de lo triste que suena el concepto de “acabar con la libre circulación de personas” de la carta de May a la nación, ¿cuál es el beneficio efectivo de controlar la entrada de inmigrantes europeos (los no europeos ya dependían exclusivamente del Reino Unido)? Económicos, ninguno, o por lo menos el Tesoro británico considera que, si la inmigración neta de la UE se reduce a cero, la caída del PIB se incrementará en 1,6 puntos adicionales. Tampoco parece probable que la restricción a los europeos aumente el empleo de los británicos o su calidad –sería la primera vez que así ocurre–, así que deberemos valorar solo la satisfacción moral de la pureza racial. Eso sí, sin olvidar por el otro lado los costes de impedir que los británicos se instalen libremente en cualquier país de la Unión, un coste que será asimétrico: los europeos perderemos una opción; los británicos, veintisiete. Sin olvidar que, desde el punto de vista técnico, controlar la inmigración equivale a renunciar al mercado único, ya que este está íntimamente ligado a la libertad de establecimiento y la circulación de personas.

En cuanto al beneficio de la autonomía regulatoria y financiera (recobrar la capacidad regulatoria, evitar la jurisdicción del Tribunal de Justicia de la UE y dejar de contribuir financieramente a la UE), no va a ser fácil, porque solo será posible si se adopta un modelo de brexit duro, como el modelo Canadá. Cualquier otro modelo más suave que permita acceder al mercado único (modelo Noruega, Suiza o Ucrania), aparte de suponer la renuncia al control de inmigración, implica aceptar la normativa europea, someterse de forma directa –o indirecta a través del tribunal de la EFTA– a la jurisdicción del TJUE y contribuir financieramente a las políticas de cohesión de la UE. Además, el modelo Canadá obligaría a poner una frontera en Irlanda del Norte, a menos que se descubra alguna fórmula mágica que permita el control a distancia de las fronteras.

Queda entonces el beneficio de recobrar el control de la política comercial. Pero en el modelo básico aprobado para el caso de que no haya acuerdo, el modelo Turquía, la solución de unión aduanera impide la libertad de fijar acuerdos de libre circulación de bienes o de reducción de aranceles (ya que el arancel frente a terceros ha de ser común). Se podrá, eso sí, negociar acuerdos de liberalización de servicios, pero será difícil compatibilizarlos con el control de inmigración; además, lo lógico es liberalizar los servicios con los países europeos, porque de Canadá o Estados Unidos no va a venir el grueso del negocio británico.

No parece, por tanto, que vaya a haber muchos beneficios. De hecho, el modelo Noruega Plus que algunos conservadores están proponiendo como solución mágica y alternativa al Acuerdo de Theresa May resulta que renuncia en la práctica a los supuestos beneficios del Brexit: supone tomar el modelo Noruega y añadirle una unión aduanera, con lo cual habría que aceptar la libre circulación de personas (con el consuelo de una cláusula de salvaguardia para casos extremos), renunciar a una política comercial autónoma (salvo para servicios), aceptar la regulación europea, la sujeción al Tribunal de la EFTA (que supone, en la práctica, adoptar casi íntegramente la jurisdicción del TJUE) y pagar las contribuciones financieras.

¿Es eso recuperar el control? No lo parece, y por eso es peligroso centrar la discusión en si el PIB caerá dos o tres puntos más. Porque no hay coste inasumible, ni mal que cien años dure. Si en ningún caso merece la pena el sacrificio del brexit es porque, en un mundo globalizado con economías fuertemente integradas (y la Unión Europea es la zona más integrada del mundo), la soberanía no se define como la capacidad de tomar decisiones autónomamente. Eso es incompatible con acceder a los beneficios económicos de Europa. La soberanía económica de los países europeos radica, esencialmente, en participar activamente en el rumbo de la Unión. Y eso, como mejor se consigue, es desde dentro, cambiando aquello de la Unión Europea que no funciona bien. Y hay bastantes cosas que mejorar.

Quizás, como señalan los partidarios del brexit, los costes se estén exagerando. En términos de caída del PIB a corto plazo, es posible. Pero lo que los británicos deberían tener muy presente es que, si hay algo que se ha exagerado, son los beneficios. En el mejor de los casos, el “proyecto miedo” habrá consistido en exagerar los costes de obtener un beneficio prácticamente nulo. En términos de coste por unidad de beneficio, da igual exagerar el numerador si al final vas a dividir por cero: el resultado será siempre infinito.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)