El Acuerdo del Brexit o el principio de todo lo demás

Hay que ver lo que ha costado llegar al principio de todo. Porque eso es, y no otra cosa, el Acuerdo del Brexit: una posposición de la decisión del modelo de relación económica definitiva que el Reino Unido está dispuesto a mantener con la Unión Europea. Al menos, eso sí, incluye un amortiguador: en el caso de que no se llegue a ningún acuerdo, la relación mínima será la de una unión aduanera –es decir, un comercio interior sin aranceles y un arancel exterior común frente a terceros– que permitirá evitar una frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. Todo lo demás está por decidir.

Ese “todo lo demás” es, en el fondo, el grado de “recuperar el control” que supondrá el Brexit tras el período transitorio. Y que difícilmente será mucho, porque, contrariamente a lo que a veces se dice, las opciones de relación definitiva no son infinitas ni dependen de la voluntad política, sino que son cuestiones esencialmente técnicas, con distintos efectos restrictivos sobre el grado de autonomía económica del Reino Unido.

Conviene por tanto detenerse en las implicaciones de los distintos modelos de Brexit, que en el fondo se reducen a dos grandes bloques: los de integración económica o de “Brexit blando” (modelos Noruega, Suiza y Ucrania) y los de liberalización comercial o de “Brexit duro” (modelos Canadá y Turquía).

Modelos “blandos” o de integración económica: Noruega, Suiza, Ucrania

Los modelos de integración económica implican un acceso completo o casi completo al mercado único europeo –generalmente con la excepción de los productos agrícolas y pesqueros–, y tienen una serie de rasgos intrínsecos que no son separables como en un menú barato, sino el resultado lógico de muchos años de perfeccionamiento. Un mercado único supone la libre circulación de bienes y servicios y la libre circulación de factores productivos (trabajo y capitales), lo que requiere necesariamente una convergencia de legislaciones nacionales relativas a productos y servicios, basada no tanto en la armonización legislativa (es decir, en su igualación) sino en su alineación (fijación de estándares mínimos y reconocimiento mutuo). Este aspecto es clave en los servicios, ya que, a diferencia de lo que ocurre con los bienes, en el ámbito internacional los servicios no se protegen con aranceles, sino con divergencias regulatorias.

La convergencia, sin embargo, no es suficiente. Las cuatro libertades también requieren seguridad jurídica, y por tanto un marco institucional, procedimental y jurisdiccional, y eso es lo que el Reino Unido no parece entender cuando cree que el hecho de que su legislación ya esté alineada con la UE basta para permitir su acceso al mercado único. Porque un mercado único no puede funcionar sin la existencia de un sistema claro de aplicación de las leyes y un mecanismo de solución de disputas potente y descentralizado. En este sentido, podemos decir que el acceso al mercado único tiene cinco implicaciones.

En primer lugar, la necesidad de asumir la legislación de la Unión Europea, que es la relevante para el mercado único. Así, en el modelo Noruega de los países del Espacio Económico Europeo (EEE), el acuerdo –entre la UE y algunos miembros de la EFTA– supone la plena integración de estos a las cuatro libertades a cambio de aceptar íntegramente el acervo comunitario. Se excluye de esta legislación la relativa a productos agrícolas y pesqueros, ya que la inclusión en el EEE de la Política Pesquera habría supuesto para Noruega o Islandia la aceptación de cuotas obligatorias, un factor crucial en su negativa a entrar en la UE. Suiza, por su parte, renunció por referéndum a integrarse en el EEE, pero, como quería mantener el acceso al mercado único, ha tenido que ir firmando con la UE más de un centenar de acuerdos bilaterales que, en la práctica, replican la legislación europea. También el acuerdo de Asociación ampliado de Ucrania prevé la adopción del acervo comunitario.

En segundo lugar, la asunción de la legislación europea exige un sistema institucional de resolución de disputas que preserve la autonomía de la ley europea, y un intérprete último de esa legislación, que ha de ser el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE). En el modelo Noruega, existe un Tribunal de la EFTA –la UE se opuso a la creación de un tribunal bilateral del EEE con jueces de ambas partes– que limita su jurisdicción a los países EFTA (sus sentencias no obligan a las instituciones ni a los Estados miembros) y que está obligado a asegurar la homogeneidad de la legislación del EEE, lo cual en la práctica se traduce en la coordinación de su jurisprudencia con la del TJUE. El modelo Suiza no tiene un sistema jurisdiccional ni de resolución de disputas institucional, sino de comités diplomáticos conjuntos, pero esto no es una ventaja: ha sido, de hecho, un problema recurrente en sus relaciones bilaterales que ha estancado la relación (la UE insiste en un sistema institucional que permita cubrir los múltiples tratados bilaterales, y Suiza se opone a la jurisdicción de un tribunal europeo). En el caso del modelo Ucrania, los paneles de resolución de disputas requieren remitir al TJUE las cuestiones relativas a la aproximación regulatoria, para asegurar la coherencia doctrinal.

En tercer lugar, el acceso al mercado único exige la libre circulación de personas. Este requisito es una evolución natural de la libre circulación de trabajadores inicial –que permitía la eficiencia en la asignación de recursos–, derivada de la progresiva integración de los mercados de servicios. Esta necesita del libre flujo de personas físicas y jurídicas, ya que gran parte de los servicios se prestan de forma transfronteriza con desplazamiento de personas físicas (un abogado) o de empresas de servicios (un despacho de abogados), ya sea con carácter temporal o mediante presencia comercial. Además, la libre circulación de personas, en especial por motivos de trabajo o autoempleo, asegura que la integración de los mercados no solo beneficie a las empresas, sino también a las personas, potenciando la cohesión económica. Por eso los modelos Noruega y Suiza (en este último caso, tras acuerdo bilateral) implican la aceptación de la libre circulación (el de Ucrania, si avanza, la terminará incluyendo) y, aunque incluyen una cláusula de salvaguardia, esta se reserva para casos extremos y nunca cabría como regla general.

En cuarto lugar, la integración requiere un conjunto de políticas complementarias. Si un mercado internacional funciona como un mercado local, es lógico que se garantice que las empresas de un país no distorsionen la competencia, bien creando nuevas barreras que sustituyan a las que la integración ha derribado, o con la ayuda de subvenciones empresariales por parte de los Estados. Esta igualación del terreno de juego (level playing field) suele incluir aceptar regulaciones europeas no solo en materia de competencia, sino también requisitos mínimos medioambientales, sociales y de protección de consumidores, para evitar que los países compitan a la baja en sus exigencias. El desarrollo de agencias regulatorias está vinculado a este ámbito.

En quinto lugar, la integración siempre ha exigido contribuciones financieras por parte de los socios comerciales, no para el presupuesto europeo, sino como fórmula de cohesión para reducir las disparidades de un mercado interior. Los modelos Noruega y Suiza (el de Ucrania aún no, por su menor avance) implican este tipo de contribuciones.

En resumen, los modelos de integración como el modelo Noruega o el modelo Suiza o Ucrania implican necesariamente varias cosas: la libre circulación de personas, la primacía del derecho comunitario y el sometimiento al TJUE –directo o indirecto a través de la exigencia de consistencia jurisprudencial–, y el pago de contribuciones financieras.

Modelos “duros” o de liberalización comercial: Canadá, Turquía

Los modelos de liberalización comercial son menos ambiciosos: suponen la supresión de barreras al comercio de bienes, y en menor medida al de servicios. En el ámbito de los bienes las barreras pueden ser arancelarias o no arancelarias, y su eliminación en el ámbito bilateral dentro de un acuerdo regional preferencial –aceptado por la OMC– requiere que no sea exclusivamente sectorial. Los acuerdos preferenciales pueden revestir la forma de zona de libre comercio (supresión de aranceles), como el modelo Canadá, o de unión aduanera (añadiendo además un arancel común frente a terceros), como el modelo Turquía.

En el primer caso, las contrapartes mantienen plena capacidad para mantener su propia política comercial, incluida la política arancelaria, aunque han de acordar unas reglas de origen para evitar que un bien importado y no suficientemente modificado se considere nacional y se beneficie de arancel cero. En el caso de una unión aduanera, se elimina la posibilidad de mantener una política arancelaria propia, ya que el arancel frente a terceros es el mismo. Se mantiene, no obstante, en ambos casos, la libertad para establecer acuerdos en el ámbito de los servicios.

El tratamiento de las barreras no arancelarias (barreras técnicas al comercio) es jurídicamente distinto al del modelo de integración. En aquel modelo la regulación se centra en reglas mínimas comunes y reconocimiento mutuo, este en reglas individuales y demostración de discriminación. En los acuerdos como el de Canadá (CETA) se ha insistido mucho en la evitación de barreras no arancelarias, pero no se puede ir mucho más allá de la cooperación en materia de regulaciones.

Esto es muy importante a la hora de analizar la posibilidad material de suprimir la frontera entre dos países, algo muy relevante en el Brexit para el problema de Irlanda. La existencia de un control físico en frontera es imprescindible en el caso de que haya divergencia de regulaciones y divergencia de aranceles. El modelo Canadá resulta así incompatible con la supresión de una frontera física en Irlanda, y el modelo Turquía es compatible en la medida en que se consiga que la regulación sea convergente, algo factible en el caso del Reino Unido. En la práctica no es fácil, y de hecho hoy sigue existiendo frontera física entre Turquía y la UE (porque la convergencia de legislaciones no es total, además de por el hecho que la unión aduanera con Turquía no incluye productos agrícolas), como existe también entre Noruega y Suecia, o entre Suiza y Francia. Digamos que el modelo Turquía es condición necesaria para eliminar la frontera, pero no suficiente: requiere además convergencia total de regulaciones y una solución para los productos agrícolas y pesqueros.

En cuanto a la liberalización de los servicios, en estos modelos es mucho más reducida (el CETA, puesto como ejemplo, apenas afecta a unos pocos ámbitos). Esto es lógico, porque, como hemos dicho, toda barrera a los servicios es, por definición, regulatoria, y en este caso la convergencia es incompatible con la plena autonomía. La aproximación de legislaciones no es que no permita la liberalización, pero dista mucho de ser una solución válida para la integración de servicios.

La menor integración permite mantener la autonomía regulatoria, aunque en la práctica se busca la aproximación de legislaciones y, en el caso del modelo Turquía, la aceptación del acervo comunitario en la regulación de productos industriales. En el ámbito jurisdiccional, aunque no hay sometimiento general al TJUE, en aspectos como la política de competencia (salvo ayudas de Estado) el TJUE llega a tener capacidad extrajurisdiccional sobre las empresas que pretenden abastecer el mercado único, sin necesidad de que exista siquiera un acuerdo de libre comercio (un buen ejemplo son las multas de competencia a Microsoft, que obligaron a cambiar la integración de su navegador en el sistema operativo no solo en Europa, sino en todo el mundo).

Las líneas rojas del Brexit y los modelos posibles

Cuando comenzaron las negociaciones del Brexit el Reino Unido estableció una serie de líneas rojas: autonomía de la política comercial, autonomía regulatoria, no sujeción a la jurisdicción del TJUE, control de inmigración y no contribución financiera. El problema de la frontera de Irlanda introdujo una restricción adicional y obligó a prescindir de cualquier posibilidad de autonomía arancelaria, con la adopción por defecto de un modelo de unión aduanera para garantizar la ausencia de frontera (de hecho, se mantiene una suerte mercado interior entre las dos Irlandas). La cuestión ahora es cuál será el modelo definitivo, suponiendo que el Acuerdo del Brexit siga adelante. Las claves, según lo analizado, son las siguientes:

  • La supresión de la frontera en Irlanda requerirá al menos un modelo de unión aduanera con convergencia de regulaciones para todo el Reino Unido. Si no, al menos un régimen distinto entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido con una frontera en el Mar de Irlanda, salvo que durante el período transitorio se desarrolle una solución técnica que permita el control no físico de la frontera.
  • La unión aduanera parece inevitable, con independencia de que el Reino Unido mantenga un modelo de Brexit de liberalización (Canadá o Turquía) o de integración (Noruega, Suiza o Ucrania). De hecho, el modelo Noruega Plus que se está planteando como alternativa al acuerdo de Theresa May es precisamente el modelo Noruega con una unión aduanera adicional.
  • El problema de cualquier Brexit blando, con pleno acceso al mercado único (modelo Noruega, Suiza o Ucrania) es que es incompatible con varias líneas rojas: el pleno control de inmigración, la autonomía regulatoria, la no sujeción a la jurisdicción del TJUE y la no contribución financiera (esta última quizás sea más discutible).

En conclusión, contrariamente a lo que afirmaba Theresa May en su carta a la nación, aún no hay nada decidido. Solo se sabe lo que pasará si no pasa nada. Pero lo que es evidente es que los modelos de relación futura disponible están llenos de restricciones, y que el Reino Unido habrá de navegar entre Escila y Caribdis: o acceder al mercado único y ganar solo la condición de no-miembro de la UE, sin apenas autonomía y rebasando varias líneas rojas, o renunciar al mercado único y controlar poco más que la inmigración y la política comercial, pero con fuertes fricciones en el comercio. Y, en ambos casos, perdiendo la voz y el voto en la Unión Europea para influir sobre la legislación y el beneficio de los múltiples ámbitos de cooperación.

Al final, todo se resume en que los costes serán mayores o menores, según los casos, y los beneficios –más allá de los morales–, serán prácticamente nulos. La verdad es que, como principio de una dura negociación para los próximos años, no suena demasiado estimulante.

 


Este artículo fue publicado originalmente el 3 de diciembre de 2018 en Almacén de Derecho (ver artículo original)