¿Un arancel europeo al carbono?

La presidenta electa de la Comisión, Ursula von der Leyen, tiene una ambiciosa agenda en cambio climático, y ha encomendado al futuro Comisario de Comercio, el irlandés Paul Hogan, “el diseño e introducción, en colaboración con el Comisario de Economía, de un arancel sobre las importaciones de carbono que sea plenamente compatible con las reglas OMC”. Todo un desafío.

La idea es, bajo el principio de “quien contamina, paga”, establecer un impuesto a la generación de CO2 en la producción europea y, simultáneamente, imponer un arancel a los bienes importados que utilicen en su proceso productivo tecnologías muy intensivas en CO2. Este arancel, denominado Impuesto al Carbono en Frontera (Border Carbon Tax, o también Border Carbon Adjustement o BCA), trataría de evitar el dumping medioambiental, y tiene su lógica: de nada sirve adoptar medidas para que la producción europea sea baja en CO2 si luego se pueden importar libremente productos de otros países manufacturados sin ningún tipo de restricciones y generando un CO2 que no solo afecta al país productor, sino a todos. Esto último es importante, porque es lo que lo diferencia de otro tipo de medidas que carecen de efectos desbordamiento. Así, por ejemplo, cuando un país en desarrollo permite el trabajo en condiciones precarias obtiene una ventaja competitiva, pero los efectos sociales de dicha desprotección se limitan al propio país. Cuando un país produce generando mucho CO2, no solo obtiene una ventaja competitiva, sino que los efectos del calentamiento afectan a otros países, e incluso –de relocalizarse la producción a países más permisivos–, sin variar la cantidad total de CO2 generada.

Así pues, desde el punto de vista de la eficiencia pigouviana, la producción contaminante tiene efectos externos y una buena forma de internalizarlos es a través de un impuesto. Ahora bien, un arancel europeo presenta bastantes problemas.

En primer lugar, exige justificar el efecto desbordamiento (denominado carbon leakage o “fuga de carbono”), es decir, que los impuestos a la generación de CO2 provocan una deslocalización de la producción a otros países más permisivos, ya que, si esto no fuera así, no se justificaría tanto un arancel (estaríamos ante un ejemplo similar al de un arancel sobre la producción en condiciones laborales precarias). En este sentido, la evidencia no ayuda: hasta el momento no está tan claro que medidas de la UE como el Sistema de Comercio de Emisiones (ETS) y la Directiva de Energía Renovable hayan provocado una deslocalización de las actividades contaminantes: según la OCDE, la proporción de CO2 extranjero incorporada en la demanda interna final de la UE se ha mantenido relativamente constante (alrededor del 25%) en los últimos años.

En segundo lugar, cuestiones de eficiencia relativa: no es evidente que esa medida sea más eficiente que una mayor inversión pública en transición a una economía baja en carbono, ya que la inversión tiene efectos multiplicadores sobre la demanda agregada que podrían hacer menos costoso en términos de PIB un Green New Deal que una política arancelaria. De hecho, los estudios de la Comisión encuentran resultados dispares.

En tercer lugar, hay consideraciones de equidad social. Un impuesto sobre la producción de CO2, aunque se acompañe de un arancel equivalente para las importaciones, tendría efectos redistributivos, ya que reasignaría recursos desde industrias intensivas en CO2 –como la energética, siderúrgica o química– a otros sectores. Aunque esa reasignación pueda ser recomendable desde el punto de vista climático, los trabajadores de esos sectores no son los responsables de la pérdida de competitividad de sus empresas, pero sí sufren sus consecuencias en términos de empleo. Asimismo, parte de los aranceles a la importación de productos se trasladaría a los consumidores, no siempre los más pudientes.

En cuarto lugar, hay cuestiones de equidad sectorial. Cuando se habla de impuestos al carbono se piensa en industria, pero la ganadería, que, a través de la generación de metano, es responsable de una buena parte de los gases de efecto invernadero, teóricamente no debería estar excluida.

En quinto lugar, hay consideraciones políticas a nivel comunitario. Un impuesto a la generación e importación de CO2 requiere unanimidad de los Estados miembros, algunos de los cuales se verían particularmente afectados –por el peso de las industrias contaminantes en su PIB o en su empleo– y tendrían poderosos incentivos a bloquear cualquier medida sobre el cambio climático. Esto sería particularmente importante si se propaga el temor –justificado o no– de que la acción europea contra el cambio climático se traduciría en una deslocalización industrial hacia países extracomunitarios. Y no solo en la industria: pensemos, por ejemplo, en la reacción de Francia si su sector ganadero se viera afectado.

En sexto lugar, hay problemas de compatibilidad con el actual sistema de ETS, que, como reconoce la propia Comisión, es incompatible con el establecimiento de un arancel al carbono. Se ha hablado de la posibilidad de aplicar un impuesto a las importaciones equivalente al coste que tendría una empresa europea si tuviese que comprar permisos de carbono dentro del ETS europeo (actualmente, unos 25 euros por tonelada de CO2) para producir el mismo bien. Eso es difícil de calcular, tanto desde el punto de vista productivo –los métodos de producción son muy distintos– como económico, ya que algunos permisos ETS se dan de forma gratuita a las empresas.

En séptimo lugar, hay cuestiones de complejidad técnica. Para aplicar de forma eficiente un sistema de este tipo hace falta un cálculo del carbono incorporado en cada producto dado, algo particularmente complicado en un mundo de cadenas de valor y con regulaciones diferentes. Existen tablas input-output con contenido en CO2, pero no son suficientes. Y luego está el coste administrativo y financiero de demostrar las emisiones, especialmente para las PYMES (muchas de las cuales podrían optar al final por asumir el arancel en vez de la carga de la prueba, como ocurre con las reglas de origen en muchos acuerdos de libre comercio).

En octavo lugar, plantea problemas jurídicos en el seno de la OMC. Von der Leyen insiste en que cualquier medida que aplique la UE cumpla con las normativa OMC, pero eso no es tan fácil. Teóricamente, el Artículo II.2 (a) del GATT permite que un miembro de la OMC imponga un impuesto adicional a las importaciones siempre que sea equivalente al coste impuesto a industria nacional por un impuesto interno o similar, pero eso es siempre muy difícil de implementar sin que termine en los tribunales de la OMC.

Si decide implementar un arancel al carbono, la UE debería asegurarse antes de varias cosas: de seleccionar muy bien los sectores de aplicación, quizás limitándolos inicialmente –como algunos han propuesto– a una lista de unos pocos sectores industriales con elevadas emisiones (como se ha hecho con el ETS) sujeta a revisión periódica; de procurarse el apoyo social y las posibles compensaciones, para evitar crisis de “chalecos amarillos”; de promover un buen sistema de cálculo y contabilización de contenido en emisiones, sufragando parte de los costes para las PYMES, facilitando la certificación internacional (quizás con cargo a los ingresos del propio arancel) y estableciendo criterios transparentes que determinen de forma clara el origen de los productos que entran por frontera; de evitar que el arancel se acumule en el caso de productos ya sujetos a una fuerte protección (como el del automóvil); de medir bien la aplicación a los países menos desarrollados; y, antes de adoptar medidas unilaterales, de promover en el seno de la OMC –junto con otros países  preocupados por el cambio climático– un acuerdo multilateral sobre aranceles al carbono que pueda ser luego adoptado por todos los miembros.

El cambio climático es un desafío mundial, no local ni regional. Pero, por desgracia, vivimos malos tiempos para lo multilateral. Es muy posible que la importancia del cambio climático justifique la adopción de una medida tan compleja como un arancel al carbono, que seguramente será muy mal recibido no solo por Estados Unidos –que lo verá como una provocación–, sino también por China, o incluso por otros países clave en el contexto comercial actual, como los ganaderos de Mercosur (con un acuerdo pendiente de ratificar). Si hay que acometer un impuesto al carbono, que sea con las máximas precauciones sociales e internacionales, para que aliente la lucha contra el cambio climático fuera de la UE, pero a ser posible sin generar tensiones sociales innecesarias ni añadir un clavo más en el ataúd del multilateralismo.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)