La tiranía de la unanimidad fiscal en Europa

Hay palabras que evocan connotaciones positivas, como democracia o consenso. Pero, precisamente por ese motivo, en ocasiones se utilizan de forma tramposa. En nombre de la democracia los independentistas del parlamento catalán intentaron derogar de facto por mayoría simple un Estatut cuya mera modificación requería mayoría reforzada. En nombre de la democracia se dejó que la mayoría simple de los británicos –apenas un 52% de los votantes del referéndum del Brexit– decidiera sobre el futuro de muchas generaciones. A veces la mayoría simple es la forma más evidente de tiranía de la mayoría –como bien sabían Edmund Burke, James Madison o Thomas Jefferson–, y la mayoría cualificada la mejor forma de respetar la voluntad del pueblo y evitar al tiempo que decisiones trascendentales se tomen a la ligera. Como en Medicina, primum non nocere: ante la duda, no causar daño.

Otras veces, por el contrario, es el consenso el que puede convertirse en una peligrosa tiranía, en este caso de la minoría. La unanimidad permite, en ocasiones, que unos pocos abusen del sistema impunemente y al tiempo impidan con su veto cambiar las cosas. En esos casos, lo lógico es rebajar el requisito de la unanimidad y optar por una mayoría cualificada. Así sucede, en el ámbito del comercio internacional, en el seno de la OMC; o, en el ámbito de la Unión Europea, en política exterior –la crisis de Venezuela ha sido un buen ejemplo– o en política fiscal y tributaria. En esos casos, a veces la unanimidad se traduce en inflexibilidad o incluso en parálisis.

Por eso el Comisario europeo Pierre Moscovici acaba de anunciar una iniciativa para intentar que las decisiones de la UE en materia tributaria sean tomadas por mayoría cualificada, en vez de por unanimidad. La propuesta no es nueva –ya estaba presente en la carta de intenciones de la Comisión al Parlamento y al Consejo de septiembre de 2018 y en el Programa de Trabajo de la Comisión para 2019–, pero desató una fuerte controversia. Pronto asomó el espantajo de la burocracia europea: “¡Romper la unanimidad es garantía de mayores impuestos!”

Creo, sin embargo, que no solo ese miedo es infundado, sino que la soberanía económica en materia fiscal se defiende mejor desde la mayoría cualificada que desde la unanimidad. Incluso, en algunos ámbitos, puede ser lo único que garantice su eficacia recaudatoria.

No es un debate sencillo. La discusión sobre las ventajas de la armonización fiscal es tan vieja como el propio proceso de integración y siempre ha sido un tema sensible. La prueba es que las decisiones europeas en materia tributaria están sujetas al procedimiento legislativo especial, es decir, unanimidad en el Consejo previa consulta al Parlamento Europeo. La justificación histórica de este excepcional rigor es lógica: pocas cosas han estado tan asociadas a la soberanía de los Estados-nación como su capacidad para establecer impuestos a sus ciudadanos.

Sin embargo, como siempre, la realidad es bastante más compleja. Efectivamente, los tributos forman parte de la esencia del Estado-nación, pero la política fiscal no se hace en el vacío. Como hemos dicho en otras ocasiones –el Brexit es un magnífico ejemplo–, la soberanía económica ya no es lo que era. Hoy las decisiones fiscales tienen lugar en un contexto de fuertes interrelaciones económicas y financieras, y los límites a la soberanía fiscal no los fija la Comisión: ya existen, y se derivan de la libre circulación de capitales y el principio de no discriminación en unos mercados de capitales integrados.

Antes era distinto, aunque la Unión Europea siempre haya sido consciente del efecto de las políticas fiscales nacionales sobre otros Estados miembros. Por ejemplo, en 1987 –poco después de la entrada en vigor del Acta Única Europea– se vio que los países no podían tener diferentes estructuras de impuestos indirectos sin alterar profundamente el funcionamiento del mercado único. La solución práctica consistió en armonizar las reglas del IVA, de modo que se compatibilizara la soberanía de cada Estado miembro para fijar sus propios tipos con la existencia de un tipo mínimo, límites a los tipos reducidos y una estructura idéntica del impuesto. Algo parecido se hizo –aunque en menor medida– con los impuestos especiales.

Pero entonces lo importante eran los mercados de bienes –y con pocos países, lograr la unanimidad era más fácil–. Además, la integración financiera y la movilidad empresarial y personal eran mucho menores. Por eso, en el ámbito de los impuestos directos (en especial el impuesto de Sociedades), los esfuerzos se limitaron a establecer reglas para evitar la doble imposición o a favorecer la transparencia fiscal.

Pero ahora Europa y el mundo son muy diferentes. No es lo mismo una política fiscal o un tributo adoptado por un Estado miembro en los años 50 que en 2019, con una enorme movilidad de capitales y de sedes empresariales. Desde los años 90, el desarrollo de las tecnologías de la información y de las comunicaciones ha permitido una gestión empresarial descentralizada basada en cadenas de valor, con eslabones ubicados en múltiples países europeos. Gracias a la tecnología, hoy muchas empresas pueden trasladar sin problemas su sede a otro país y seguir funcionando. Por otro lado, el desarrollo de los mercados financieros y de la técnica legal societaria han permitido la creación de productos complejos, entramados empresariales opacos, sociedades en tierra de nadie y entidades de mero vaciado de beneficios ajenos. El “doble irlandés” o el “sándwich holandés” no son especialidades gastronómicas, sino complejos esquemas societarios de países que actúan sin reparos a la hora de erosionar bases imponibles de otros Estados miembros. Aunque algunos abusos se han prohibido, lo cierto es que, mientras la ingeniería societaria y la base imponible del impuesto de sociedades se siga decidiendo de forma arbitraria en cada país, para algunos la “soberanía económica nacional” consistirá en la capacidad de jugar al póker con las cartas marcadas en detrimento de otros socios comunitarios; y la unanimidad, la rígida regla que permitirá que esos abusos se perpetúen.

En un mercado único con libre circulación de capitales y mercados financieros integrados no tiene ningún sentido que la estructura del impuesto de sociedades y las implicaciones fiscales del derecho societario no estén armonizadas. Y una armonización sería perfectamente compatible con la libertad para los Estados miembros de fijar, a partir de un tipo mínimo –igual que en el caso del IVA– el nivel de tipo de gravamen que consideren oportuno. En suma, cabe admitir una cierta competencia fiscal, pero sobre un terreno de juego transparente e igual para todos. La atracción de sedes sociales solo puede estar basada en la eficiencia (rapidez para constituir una sociedad, facilidad de pago de impuestos, claridad tributaria, tipos de gravamen razonables, justicia mercantil y fiscal rápida y efectiva), no en la opacidad, los ardides legales o el cambalache tributario.

De nada sirve hacer pomposos llamamientos a la soberanía tributaria mientras no podamos garantizar que la ley europea exija a las sociedades pagar lo que les corresponde en cada país, en función del negocio generado en ellos, y no de la ingeniería fiscal. Y para eso hay que avanzar en la armonización de la fiscalidad directa. Con precaución, pero con firmeza. De nada servirán los malos sucedáneos recaudatorios como el “impuesto Google”, que se traducirán además en desviación de inversiones hacia países más laxos.

Si queremos soberanía tributaria en Europa y recaudación para financiar nuestro estado del Bienestar, necesitamos impuestos con idénticas estructuras –aunque tengan distintos tipos– y figuras societarias transparentes que eviten la elusión y el fraude fiscal. No es solo cuestión de equidad: también de eficiencia recaudatoria. Y no solo lo pide la Comisión, también la sociedad: en un Eurobarómetro de 2018, 3 de cada 4 europeos consideraban la lucha contra el fraude fiscal como una de las áreas principales para la acción de la UE.

En materia tributaria, o jugamos todos en Europa con las mismas reglas, o rompemos la baraja. Y para eso necesitamos que los tramposos tiren a la basura sus cartas marcadas. Mientras las decisiones se sigan tomando por estricta unanimidad, nunca lo conseguiremos.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)