Irlanda, eterna piedra de conflicto del Brexit

El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, ha amenazado con suspender el Protocolo de Irlanda, lo que podría generar tensiones políticas en la isla, fuertes represalias comerciales por parte de la UE e incluso un no-deal a posteriori con graves consecuencias económicas para ambas partes. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí, y qué puede ocurrir?

Es inevitable hacer un poco de memoria, porque los políticos se aprovechan del sesgo de la experiencia reciente (la tendencia a juzgar sólo en función de los eventos más cercanos en el tiempo). Recordemos que la salida del Reino Unido de la UE implicaba el restablecimiento de una frontera física entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda, algo que había que evitar a toda costa. Si los Acuerdos de Viernes Santo de 1998 –que pusieron fin a décadas de violencia en la isla irlandesa– fueron posibles se debió, entre otras cosas, a la ventaja que suponía la eliminación de las fronteras físicas dentro del mercado único. Sin fronteras, los nacionalistas irlandeses podían imaginar que Irlanda del Norte formaba parte de Irlanda y los unionistas, que seguían dentro del Reino Unido.

Pero salirse del mercado único rompía esa ficción, porque exigía reinstaurar una frontera que permitiera los cuatro controles habituales para productos: aranceles, impuestos, requisitos sanitarios y requisitos técnicos. Encontrar la forma de eludirla mediante una salvaguarda (backstop) pasó a ser un compromiso solemne que debía incorporarse en el propio Acuerdo de Salida.

Ahora bien, como la frontera no podía estar entre las dos Irlandas, debía necesariamente trasladarse al mar de Irlanda (entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte). La entonces primera ministra, Theresa May, sabía que los unionistas no aceptarían jamás controles exhaustivos, así que se centró en evitar los más evidentes: aranceles y certificados de origen. Para ello, propuso que el Reino Unido se mantuviera –como mínimo– en unión aduanera con la UE (ya que, en una unión aduanera, aranceles y origen se establecen una sola vez a la entrada del territorio aduanero común, pero no interiormente).

Pero los conservadores decidieron que esa solución, que suponía asumir aranceles y regulación aduanera europeos, era una “pérdida de soberanía” inadmisible. Votaron contra el Acuerdo y provocaron la dimisión de May. Boris Johnson, como nuevo primer ministro, optó entonces por una salvaguarda que no afectara a todo el Reino Unido, sino sólo a Irlanda del Norte. Esto liberaba al Reino Unido de cualquier atadura arancelaria, pero obligaba a incrementar los controles en el mar de Irlanda. Es decir, con tal de no “europeizar” un poco el Reino Unido, prefirió aislar regulatoriamente a Irlanda del Norte a costa de una frontera más estricta en el mar de Irlanda. Los unionistas, lógicamente, se sintieron traicionados (aún más que con May) y votaron en contra, pero tras nuevas elecciones Boris Johnson logró votos suficientes para puentearlos. Ese episodio se olvida ahora de forma interesada.

Tras la firma del Acuerdo de Salida (con su correspondiente Protocolo de Irlanda), el Acuerdo de Comercio y Cooperación confirmó la mínima integración comercial entre la UE y el Reino Unido: un acuerdo de libre comercio básico y, por tanto, con numerosos controles en frontera (es decir, en el mar de Irlanda). Johnson, que en público prometía lo contrario a lo firmado y negaba que dichos controles fueran a tener lugar, se enfrentó entonces a las consecuencias de su decisión: disturbios de grupos unionistas, que llegaron incluso a amenazar a funcionarios aduaneros.

A los problemas políticos de los controles se sumaron problemas técnicos vinculados al exceso de papeleo y dificultades de distribución de alimentos y medicamentos entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Ante la escalada de la tensión, el desabastecimiento y las demandas de las organizaciones empresariales, la Comisión lanzó entonces una generosa propuesta de minimización de controles aduaneros, ponderando los requisitos de papeleo por el riesgo efectivo de incumplimiento. La propuesta simplificaría hasta el 80% de los controles para productos alimentarios y el 50% en declaraciones aduaneras, y facilitaría la entrada a Irlanda del Norte de medicamentos genéricos fabricados en Gran Bretaña, a cambio tan sólo de un mayor intercambio de información.

La reacción del gobierno de Johnson, sin embargo, ha sido desmerecer el esfuerzo de la Comisión y exigir una renegociación total del Protocolo para, entre otras cosas, sacarlo de la jurisdicción del Tribunal de Justicia de la UE (TJUE).

Y aquí es donde se demuestra una vez más cómo el Brexit sigue siendo –como desde el primer día– una cuestión doméstica. Johnson pide a la UE precisamente lo único que la UE no puede conceder: renunciar al TJUE como intérprete último de la legislación comunitaria (cuando Irlanda del Norte es, regulatoriamente hablando, una región “europea”). ¿Saben cuántos conflictos regulatorios ha tenido que resolver el TJUE desde la entrada en vigor del Protocolo? Ninguno. Lo cual demuestra que, por encima de solucionar los problemas técnicos de los operadores económicos y minimizar los problemas políticos de los controles en el mar de Irlanda, lo que busca Johnson es, ante todo, estimular un conflicto nacionalista con la UE y plantear el Protocolo –que cuando firmó consideraba un gran éxito negociador– como un ataque a su soberanía. Una cortina de humo para amalgamar a la población británica y ocultar los serios problemas derivados de su gestión de la pandemia, la crisis y los efectos del Brexit.

Ojalá algún día podamos decir que el Brexit ha terminado. Pero, por el momento, sigue siendo una fuente de conflicto y un equilibrio inestable: las exportaciones europeas aún no están sujetas a controles definitivos (el Reino Unido, por ejemplo, aún no aplica controles sanitarios definitivos a los productos agroalimentarios europeos) y la tensión por el Protocolo de Irlanda podría desembocar en una peligrosa guerra arancelaria eurobritánica. Sin Protocolo, el resto de los acuerdos será papel mojado.

¿Será capaz Johnson de invocar el artículo 16 y suspender por completo la aplicación del Protocolo, obligando a imponer una frontera física entre las dos Irlandas? No lo creo. Todo lo más, quizás se atreva a una invocación parcial del artículo, suspendiendo algunos componentes del Protocolo, lo que provocaría represalias más medidas por parte de la UE. Ahora bien, si no llega a más tengan por seguro que no es porque le importe lo más mínimo Europa, el respeto por los acuerdos internacionales, la palabra dada, el prestigio del Reino Unido como socio fiable, la paz en Irlanda o la seguridad económica de las empresas. Será, fundamentalmente, porque teme la reacción de Estados Unidos, un país que invirtió mucho capital político en los Acuerdos de Viernes Santo y que ya ha advertido que no tolerará ningún juego político que amenace el statu quo y la paz de Irlanda.

Ya ven, quién nos iba a decir que el mayor garante del funcionamiento del Acuerdo de Comercio y Cooperación entre la UE y el Reino Unido iba a terminar siendo Estados Unidos.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)