Curvas en la recta final del brexit

Boris Johnson será, salvo sorpresa de última hora, el nuevo primer ministro del Reino Unido. Lo curioso es que no lo será tras unas elecciones legislativas, sino tras las primarias de su partido. Es decir, el nuevo inquilino del número 10 de Downing Street no habrá sido elegido por los ciudadanos, sino –cosas de la democracia británica– por los 310 parlamentarios y los 160.000 afiliados del partido conservador. Menos del 0,3% de la población.

No confundamos, por tanto, quiénes eran los destinatarios de sus mensajes de las últimas semanas: Johnson ha estado haciendo campaña para un subconjunto del electorado enormemente sesgado hacia el brexit y bastante radical. Para que se hagan una idea, en una encuesta de YouGov realizada a mediados de junio entre los miembros del Partido Conservador, la inmensa mayoría estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de que se produjese el brexit: un 63% aunque Escocia abandonase el Reino Unido, un 61% aunque se produjese un daño considerable a la economía del Reino unido, un 59% aunque Irlanda del Norte abandonase el Reino Unido, y un 54% aunque se destruyese el Partido Conservador. Fiat brexit et pereat mundus. Tan solo el riesgo de una catástrofe terrible, inenarrable, haría a los conservadores desistir del brexit. ¿Una epidemia? ¿Una guerra nuclear? No, que Jeremy Corbyn pudiera ser primer ministro.

No es de extrañar, por tanto, que en campaña Johnson haya prometido a los suyos un brexit “a muerte”, a toda costa, el 31 de octubre, con o sin acuerdo. Ni tampoco que haya repetido las mentiras de siempre: desde el dinero que se ahorrará el Servicio Nacional de Salud, hasta la supuesta facilidad para hacer nuevos acuerdos comerciales, pasando por las “soluciones alternativas” a la frontera irlandesa o la inocuidad de una salida sin acuerdo gracias al artículo 24 del GATT –que permite efectivamente adelantar la supresión arancelaria entre dos socios comerciales, pero cuando haya una negociación muy avanzada, no cuando le dé la gana a uno de ellos–. Ni siquiera a la hora de mentir han sido originales.

Pero las primarias ya han terminado, y el nuevo Primer Ministro no lo será solo de su partido o de sus potenciales votantes, sino de todo el Reino Unido. Se acabó el teatro, comienza la acción de gobierno y Johnson está exactamente en la misma posición que May, solo que planteando un órdago. Las preguntas clave ahora son tres: ¿es consciente el nuevo Primer Ministro del trilema del brexit? ¿Se atreverá de verdad a abandonar la UE sin acuerdo el 31 de octubre? ¿Qué hará la UE en ese caso, o en el caso de que pida una nueva prórroga?

Respecto a la primera pregunta, seguramente Johnson no leyó mi último artículo, pero, con independencia de que se fíe de su intuición y no tenga por costumbre estudiar a fondo las cuestiones complejas, parece que está bien informado: en una entrevista reciente demostró que entendía perfectamente que el bloqueo del brexit se debe exclusivamente a la cuestión de Irlanda y su salvaguarda. “Creo que todo el mundo entiende que el problema con la salvaguarda [irlandesa] es que plantea un dilema terrible para el Reino Unido: o bien tiene que aceptar permanecer para siempre bajo la unión aduanera y en alineamiento regulatorio con Bruselas –aunque no tenga voz a la hora de establecer aranceles o regulaciones– o, por el contrario, si el Reino Unido desea hacer las cosas de manera diferente, debe aceptar perder el control [del régimen comercial] de Irlanda del Norte”. Hasta aquí, todo bien. Pero añadía: “Y creo que esa es una elección completamente intolerable. Veríamos una división en la unión entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte; no se puede someter a ningún país democrático a ese tipo de elección”. Es decir, el nuevo Primer Ministro sabe bien cuáles son sus alternativas si quiere evitar una frontera física en Irlanda. Pero donde se equivoca es en que no tiene que hacerlo para agradar a Bruselas, sino que es un requisito técnico para cumplir los Acuerdos del Viernes Santo y garantizar la paz en Irlanda. La elección es sin duda difícil, pero no es intolerable: lo “completamente intolerable” es pretender que los acuerdos internacionales no existen.

Respecto a la segunda pregunta –sobre la salida el 31 de octubre–, hay que tener presente que la inmensa mayoría de la población y del parlamento del Reino Unido rechazan abiertamente un brexit sin acuerdo. Tan evidente es esto que algunos brexiteers –y el propio Johnson– han llegado a insinuar la posibilidad de suspender las sesiones parlamentarias hasta noviembre para evitar que los diputados impidan legalmente una salida sin acuerdo. Ya ven: cuando algunos decían que “el brexit es una cuestión de democracia” se referían a una democracia que niega a sus ciudadanos la posibilidad de cambiar de opinión a través de un segundo referéndum y que, para conseguir sus propósitos, está dispuesta a cargarse el Parlamento. Por otra parte, las empresas ya tienen a quién manifestar su temor a un brexit sin acuerdo. Recordemos que –como se vio en el caso del octubre catalán– el capital no solo es miedoso, sino que tiende a hablar poco y a votar con los pies, y en este mismo momento muchas empresas estarán advirtiendo al flamante Primer Ministro que abandonarán el Reino Unido al minuto siguiente de que este se salga del mercado único europeo sin un acuerdo (y al hacerlo no estarán haciendo política, sino cuidando sus cuentas de resultados, sus empleados y sus accionistas). Todo ello, unido al riesgo de ruptura de Escocia e Irlanda del Norte, hace que, en este momento, solo uno de cada cuatro británicos crea que el órdago se cumplirá.

La tercera pregunta, entonces –qué hará la UE– es la más complicada de responder. El 31 de octubre la Comisión actual dejará paso a una nueva presidida por Ursula von der Leyen, de quien no cabe esperar una postura muy distinta que la que ha venido defendiendo su principal mentora, Angela Merkel: hay que evitar a toda costa una salida sin acuerdo. De hecho, la futura presidenta de la Comisión ya ha adelantado que apoyará “una nueva prórroga, siempre que haya un buen motivo”. Este podría ser unas nuevas elecciones generales, que Johnson se verá probablemente obligado a convocar si finalmente solicita una nueva prórroga. Y antes de que algunos de ustedes y otros líderes europeos se indignen recordando –no sin razón– que la paciencia europea ha de tener un límite, que Boris Johnson será mucho más desleal que su predecesora, que la negociación del marco financiero plurianual está al caer, o que la Unión Europea no puede permitirse seguir en esta situación indefinidamente con la cantidad de desafíos que tiene por delante, es preciso, sin embargo, reflexionar sobre una cosa: para la Unión Europea, el riesgo de una salida sin acuerdo no es solo económico. De hecho, si el problema de un no-deal fuese solo la necesidad de estar todos preparados, siempre cabría la posibilidad de que la UE aceptase una salida jurídica del Reino Unido el 1 de noviembre, pero con efectos económicos posteriores, para dar tiempo a todos los agentes económicos a ajustarse. No, el riesgo de un no-deal para la Unión Europea es un riesgo fundamentalmente político, por dos motivos: en primer lugar, porque probablemente supondría el abandono de la unidad europea en función de los dispares intereses económicos (el brexit afecta de forma muy diferente a distintos sectores y países, y cada uno de los Estados miembros querrá hacer acuerdos especiales y excepciones); y, sobre todo, porque un no-deal forzado por la UE sería bastante contradictorio, ya que provocaría precisamente aquello que los Estados miembros han intentado evitar desde el primer momento de las negociaciones: una frontera física en Irlanda, y la amenaza a la paz en ese país.

¿Forzar la salida del Reino Unido y provocar una crisis política o conceder una segunda y arriesgada prórroga a la espera de que la población británica, harta de estrellarse contra la realidad, renuncie al brexit? De cara al 31 de octubre, la Unión Europea se tendrá que enfrentar a su propio dilema.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)