Hubo un tiempo en que Alemania era todo un referente. Tenía una economía potente, una modélica industria exportadora de alto contenido tecnológico y un sistema educativo óptimo. A nivel político, tenía unos líderes serios responsables que hablaban con franqueza a sus ciudadanos y que mantenían unas finanzas saneadas, además de unos sindicatos responsables capaces de moderar sus salarios para salvar la industria. Hoy Alemania no es tan envidiada: su industria está gravemente dañada, su economía no crece y las malas decisiones políticas de las últimas décadas le están pasando factura.
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Cataluña y la «curva de la sonrisa»: sede empresarial y valor añadido
En 1976 un ingeniero electrónico taiwanés llamado Stan Shih montó, con ayuda de su mujer y unos amigos, una pequeña empresa de computadoras. La empresa comenzó a fabricar equipos de formación y clones de Apple para, a partir de 1987, especializarse en ordenadores personales, momento en el que pasó a llamarse Acer.
A mediados de los noventa –en plena ola globalizadora– Shih decidió analizar la rentabilidad de su compañía y se dio cuenta de que, a medida que se desarrollaba la tecnología informática, la rentabilidad que obtenía en el proceso básico de fabricación y ensamblaje era cada vez menor.