Una tarde de septiembre de 1944, el oficial de guardia de la Gestapo en la prisión de Brauweiler recibió a un nuevo detenido, acusado de participar en el atentado contra Hitler. Era un abogado mayor, de casi 70 años, con aspecto cansado. Le despojó de sus tirantes, los cordones de sus zapatos, su corbata y su navaja de pulsera y lo acompañó hasta su celda. Mientras cerraba desde fuera, acercó su cabeza al ventanuco de la puerta y le dijo: “Y ahora, no se le ocurra suicidarse. Me metería en un buen lío. Además, a su edad, su vida está prácticamente terminada”.