En la entrada anterior veíamos qué líneas de acción debían ponerse en marcha para frenar el desplome económico asociado a las medidas de distanciamiento social, y asegurar un adecuado impacto a corto y a medio plazo. Veamos ahora las implicaciones presupuestarias.
¿Cuál es el impacto presupuestario de todo esto?
Es sencillamente dos órdenes de magnitud mayor respecto a cualquier discusión presupuestaria que se haya mantenido en los últimos años. En esencia, los sectores no básicos están al ralentí, con lo que su aportación a la recaudación impositiva se reducirá al mínimo. A ello se une el gasto por el apoyo estatal a los trabajadores, cuyo impacto –elevado a base anual- ascenderá en el mejor de los casos a varios puntos de PIB. Por uno y otro lado, es evidente que los estados desarrollados van a situar sus déficit en cifras cercanas o superiores a los dos dígitos: economías de guerra, déficits de guerra.
¿Se puede atenuar ese impacto con medidas de ingresos?
No debe descartarse. Durante la pandemia, y mientras duren las medidas extremas, se genera un ahorro forzoso en los hogares que trabajan en actividades esenciales. Esencialmente, todo el dinero que se dedicaba a consumo discrecional se ahorra por obligación.
El Estado podría aplicar un recargo en el impuesto sobre la renta personal, que recaería sobre el sueldo de los empleados “protegidos” (los que trabajan en servicios esenciales, teletrabajan y reciben su sueldo con normalidad) mientras dure la situación; el recargo se trasladaría directamente a las retenciones. En términos agregados, ello supondría que estas personas estarían dedicando su dinero, en lugar de a consumo discrecional (que en todo caso no pueden realizar), a apoyar a las personas afectadas por el desplome de los servicios no esenciales. Un recargo del 5-10%, progresivo, podría ser apropiado en este contexto.
Esto enviaría una señal potente de solidaridad entre los colectivos más y menos afectados por la pandemia. El confinamiento supone un importante factor de estrés para el conjunto de la población, pero es evidente que para la población cuyos puestos de trabajo están además en duda, el estrés es infinitamente mayor y la incertidumbre sobre su futuro un gran lastre, inmanejable mientras el confinamiento continúe. Sobre todo, el impacto sobre el crecimiento sería nulo (es dinero que no se habría gastado en todo caso), y además se envía una cierta señal de responsabilidad fiscal que puede ser útil para las complejas discusiones presupuestarias que vendrán a escala europea. La recaudación no sería sustancial (comparativamente), pero podría ascender a algunas décimas de PIB, importe no despreciable.
En ausencia de este impuesto, la crisis terminará con un colectivo de trabajadores (los que trabajaban en servicios no esenciales) en situación financiera extraordinariamente delicada y con perspectivas inciertas; y otro (funcionarios y trabajadores en servicios esenciales) con mucha mayor certeza sobre su futuro económico y un significativo ahorro acumulado por necesidad, disponible para multiplicar su actividad de gasto desde el “día después”. Sería una nueva forma de dualidad en nuestro ultra-dualizado mercado, basada en este caso en el sector donde trabajaba cada cual en marzo 2020, y con secuelas potencialmente permanentes.
Si se estima que no hacen falta recursos adicionales para la respuesta anti-crisis inmediata, los ingresos de ese recargo podrían acumularse en un fondo especial, que contribuiría a financiar un plan de reactivación económica post-crisis.
¿Son sostenibles esos niveles de déficit, y cómo se financiarán?
Lo primero a tener en cuenta es que, en los países desarrollados, si el apoyo está bien dimensionado y es efectivamente temporal, el volumen de déficit que resulte es una cuestión secundaria. Se hace lo necesario para evitar el desplome económico, y luego se gestionan las consecuencias. Como se decía antes, estamos a todos los efectos en situación de guerra, y en una guerra hacen falta generales y no contables. Atenerse a una regla fiscal o buscar la mínima flexibilidad que estas reglas suelen ofrecer para shocks “normales” es radicalmente contraproducente en las circunstancias actuales.
Otra forma de verlo es que la razón de nuestras prevenciones sobre el déficit público y su financiación radica en que la gestión rigurosa de las finanzas del Estado es lo mejor para el bienestar social a medio plazo: esa composición de lugar cambia radicalmente en una situación como la actual, donde las urgencias del cortísimo plazo dominan y las políticas públicas deben adaptarse en consonancia. Siempre bajo el prisma de que las consecuencias económico-sociales y sanitarias -y también contables por cierto- serán infinitamente peores si la economía efectivamente se desplomase.
En segundo lugar, los mercados financieros tienen una capacidad casi ilimitada de absorción de deuda pública en este momento. La captación de financiación privada nueva va a ser prácticamente nula en los próximos meses, de manera que todo el ahorro que se continúa generando en el mundo tendrá que buscar necesariamente deuda pública como activo prioritario. Siempre, lógicamente, que se trate de deuda a riesgo cero, en una moneda fuerte y respaldada al 100% por su banco central (esto incluye, BCE gratia, a todos los países del euro sin ningún tipo de duda).
Las iniciativas comunitarias también ayudarán. El programa SURE de la Comisión asegura que parte del enorme coste del soporte a las rentas del trabajo perdidas se podrá financiar a coste algo más bajo que el de endeudamiento de nuestro país. Pero los elementos clave son los que ayudan a potenciar el impulso fiscal post-salida del confinamiento. Como se señaló en la entrada anterior, ese va a ser el momento en que la lógica de respuesta fiscal deje de ser de sustitución temporal de rentas (socialmente crucial pero sin ningún impacto económico de primer orden) y pase a ser de impacto en PIB; el momento en que se decidirá, en otras palabras, si volveremos (con la gradualidad que sea según sectores) a un nivel de PIB similar al de enero 2020 o no.
En ese ámbito, las garantías del BEI previstas permitirán apalancar crédito nacional en volumen relevante y sin duda ayudarán. Pero el componente clave será sin duda el fondo de recuperación económica que el pasado Eurogrupo dejó planteado. El debate sobre él se ha centrado en si incorporará componentes de mutualización o no; es una cuestión muy importante para la estabilidad financiera de la eurozona a medio y largo plazo (aunque donde la eurozona realmente cojea es en la respuesta fiscal ante shocks asimétricos). Pero el instrumento tiene gran importancia a corto plazo, al margen de esa cuestión: un fondo de recuperación económica cuantioso y coordinado a escala europea asegura un máximo impacto en el PIB de los países miembros en una fase en la que hará más falta que nunca.
En general, el debate de la mutualización es crucial a medio plazo pero no determina las posibilidades de los países de la eurozona de financiar los voluminosos déficit que están apareciendo ya: el BCE ha dejado claro que va a hacer de soporte de las emisiones de los tesoros europeos como otros bancos centrales (en Reino Unido, Japón o Estados Unidos) lo hacen explícita o implícitamente con las emisiones de su soberano; dado que el BCE comprará deuda esencialmente sin límites, esta señal debería bastar para que los inversores privados lo hagan también, en condiciones razonables.
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¿Cómo cabe abordar la política de endeudamiento?
Una visión contraintuitiva es que tenemos que poner la vista en el medio plazo. Lo urgente será el cortísimo plazo y las necesidades de emisión de las próximas semanas. Sin embargo, durante la crisis, y con algún susto inevitable, el escenario central es que no habrá especiales dificultades para financiar los déficit que resulten de la situación descrita en entradas anteriores –los tesoros de países desarrollados con bancos centrales creíbles no tienen ese tipo de problemas. Es cierto que el BCE no puede comprar en primario, pero el mercado primario se mueve esencialmente por la evolución del mercado secundario: los costes se fijan con referencia a los de bonos ya existentes, y las compras aseguradas en secundario fomentan la confianza entre los inversores que van al primario.
Es mucho más importante, por tanto, el medio plazo: el final de la crisis, sus inevitables coletazos económicos (por bien que se hagan las cosas) y la compleja situación socio-económica que tendremos, acompañada de un mucho más elevado nivel de deuda. Ese será además, previsiblemente, el momento en que el BCE comience a redimensionar a la baja su línea especial de apoyo.
Va a ser una situación delicada, sin margen significativo para políticas fiscales restrictivas. Si la deuda asociada al COVID-19 no recibe post-crisis un tratamiento especial en las reglas fiscales europeas, la eurozona quedará lastrada políticamente por un nivel de conflicto interno difícil de manejar en torno a esta cuestión, y económicamente (caso de aplicarse las reglas con rigor) por una consolidación fiscal extemporánea –con los países en mejor situación fiscal concebiblemente “dando ejemplo” y complicando aún más vía demanda externa la consolidación fiscal de los países presupuestariamente más vulnerables. Se trataría, además, de una situación muy difícil de manejar en términos políticos, que podría reabrir la puerta a los movimientos populistas hoy en principio de retirada.
Los esfuerzos deben dirigirse por tanto a lo anterior: a trabajar desde ya un régimen especial en la UE para la deuda generada durante la pandemia. Orientada no a la posibilidad de contraerla ahora, que ya existe, sino a evitar la necesidad de reducir deuda tras la crisis, por la necesidad de converger al 60% de ratio deuda/PIB. Las señales actuales no son claras en ese frente pero según la crisis vaya progresando y la totalidad de países europeos vayan teniendo una experiencia compartida en la gestión presupuestaria de emergencia, esas actitudes pueden cambiar y probablemente cambiarán. Máxime al tratarse de una crisis claramente exógena, sin culpabilidad alguna de los países que la sufren –cuestión importante para el mundo protestante, siempre presto a dispensar (con razón o sin ella) dosis generosas de “moralina fiscal” a los países sureños.