En la entrada anterior veíamos los principales elementos del Plan de Biden. Tras ese repaso desde el punto de vista de la política económica, queda la visión de la economía política, esto es, de las relaciones de poder y entre distintos colectivos y contexto político general que han posibilitado este plan. Una aproximación como veremos, esencial para entender el plan. El análisis que sigue recoge la perspectiva de las élites demócratas que ocupan el gobierno, que es evidentemente el criterio político clave que explica la gestación y el particular diseño del plan.
El punto de partida es la existencia de notables tensiones sociales en EEUU, resultado de las grandes fuerzas de nuestro tiempo (robotización y globalización), que han polarizado parte de la sociedad en grupos de grandes ganadores y grandes perdedores. Estas fuerzas tensionadoras recaen sobre una sociedad muy individualista, con escasa red de seguridad social y familiar. Incapaz, por las carencias de su sistema político (ver más adelante) de arbitrar soluciones redistributivas adecuadas que ofrezcan una cierta salida a los perdedores con recursos captados de los ganadores.
Esta mezcla de tensionamiento social con la incapacidad del “sistema” de ofrecer respuestas, está creando una problemática social sin parangón en otros países desarrollados. Las tasas de suicidios o los problemas de consumo de opiáceos son señales de desesperación social en colectivos preocupantemente amplios. La polarización, el refugio miope en las redes sociales, el repliegue identitario … y por supuesto la radicalización política, son reacciones a esa creciente desazón y la escasa capacidad de las instituciones (singularmente el gobierno federal) para aliviarla.
La pobre respuesta desde las instituciones tiene que ver con el deterioro de la democracia americana en tiempos recientes. Asentada en un sistema electoral anticuado que, merced a las dinámicas demográficas de las últimas décadas, no refleja fielmente la mentalidad y aspiraciones de la mayoría de los ciudadanos de EEUU. Una democracia con separación estricta de poderes y basada en una desconfianza máxima hacia el poder ejecutivo, en una época que requiere de mayor intervencionismo desde el gobierno, para atenuar las consecuencias socio-económicas de las intensas transformaciones que estamos viviendo. Un sistema cuyo equilibrio depende crucialmente, de facto, de dos partidos “de Estado” cuando (a ojos de los demócratas) el republicano hace tiempo que ha dejado de serlo. El resultado inevitable es una notable disfuncionalidad del gobierno federal, causa a su vez de una desafección creciente del ciudadano medio hacia “el sistema”.
La llegada de Trump sólo se comprende en este contexto, y a partir de la singular capacidad del personaje para concitar apoyos entre los colectivos donde se concentra el malestar social. Como en otros casos, la desconfianza hacia las instituciones da lugar a la llegada del “hombre fuerte”, más canalizador de frustraciones que de genuinas esperanzas. Seguramente no seamos todavía plenamente conscientes de la extraordinaria anomalía que supone que una persona de este perfil haya llegado al gobierno del país más poderoso del mundo; y, sobre todo, que una vez expuestos en la plaza pública su política, su fondo y sus formas, haya recibido más de 70 millones de votos en su intento de mantenerse en el poder.
Es tentador interpretar que la llegada de Biden a la presidencia, y la consecución de una estrecha mayoría demócrata en las dos cámaras legislativas, es el cierre del periodo de intensa anomalía de la Administración Trump. Tratar la llegada de éste al poder como una catástrofe natural, tras la cual volverá la normalidad política, y el gobierno estadounidense volverá a moverse durante décadas según parámetros reconocibles dentro y fuera de sus fronteras.
En cuanto se profundiza un poco, sin embargo, aparece un cuadro notablemente distinto y con perfiles muy preocupantes. Biden ganó holgadamente el voto popular, pero, gracias al peculiar sistema electoral americano, estuvo a apenas unas decenas de miles de votos de perder las elecciones. Biden fue un candidato ideal para estas elecciones al suscitar muy poco rechazo de la mayor parte de la población, pero habría sido perfectamente posible que el elegido en primarias demócratas hubiese sido Bernie Sanders, mucho más polarizador y que seguramente habría perdido las elecciones. Por otra parte, si no hubiese sido por la pandemia y la pésima gestión realizada desde la Administración Trump, es posible que este hubiese ganado las elecciones incluso ante Biden. Por último, la victoria demócrata en el Senado se produjo en unas elecciones fuera de ciclo, en un estado tradicionalmente hostil a los demócratas, y en unas condiciones difícilmente repetibles. En definitiva, lo que ha sido casi un milagro es que, en las actuales condiciones, se haya podido dar una victoria demócrata en la presidencia y las dos cámaras legislativas.
Los problemas se acrecientan por la deriva del partido republicano hacia posiciones radical-populistas, mucho más acentuadas que en el lado demócrata y más cercanas a la extrema derecha antisistema de otros países desarrollados que a los partidos de centro-derecha supuestamente comparables en el resto del mundo. El estremecedor apoyo de buena parte del partido a las fantasías de Trump sobre robos electorales y conspiraciones del “Deep state” no ha sido sino el último y delirante paso en una involución que lleva ya más de dos décadas en marcha, caracterizada por primar sobre las tareas de gobierno el combate a las posiciones demócratas a cualquier precio, incluso a costa de erosionar severamente el entramado institucional americano; una actitud facilitada por la existencia de numerosos puntos de veto en el sistema de EEUU, resultado de la tradicional desconfianza hacia los posibles excesos del poder ejecutivo que se mencionaba anteriormente.
Así, desde los cierres o amenaza de tales de la Administración, hasta la gestión de los impeachments presidenciales (máxima dureza contra pecados veniales de los demócratas, y guante de seda con los de lesa patria de los republicanos), la no confirmación arbitraria de candidatos demócratas o la aplicación abiertamente discriminatoria de normas de procedimiento, el partido republicano ha asumido como programa fundamental cuando tiene mayoría en el poder legislativo no dejar gobernar a los demócratas cuando ostentan el ejecutivo. No es de extrañar que el siguiente paso haya sido, literalmente, intentar “no dejar gobernar a los demócratas” tras su victoria electoral.
Este es el contexto político que explica el plan Biden. Que explica, en primer lugar, la aprobación del mismo en términos estrictamente partidistas, sin elemento alguno de consenso ni aportaciones significativas de la bancada republicana. La tradición consensual y bipartidista en las instituciones estadounidenses (particularmente el Senado), pasa definitivamente a mejor vida tras casi tres décadas de continua erosión; sólo queda el llamado filibuster, la mayoría reforzada en el Senado para cuestiones no presupuestarias, asentada en la costumbre y no en las leyes, que previsiblemente será seriamente matizada o incluso anulada en los próximos meses.
Un estado de cosas con enormes implicaciones de política económica, más allá de esta iniciativa fiscal: estamos en una política winner takes all, con elementos contramayoritarios cada vez menos importantes, donde quien tiene el poder –aunque sea por la mínima- tiende a aplicar sus programas de máximos. Podemos esperar por tanto más movimientos pendulares y menos políticas “centristas”, así como dinámicas de bloqueo frecuentes en un contexto de estricta separación de poderes como el estadounidense.
Pero lo más importante, desde la perspectiva demócrata, es sin duda el miedo al bloqueo. En estas condiciones de polarización extrema, la pérdida de la Cámara de Representantes o el Senado supondría esencialmente la vuelta al “no a todo” republicano desde el legislativo propio de los años de Obama, y la correspondiente parálisis gubernamental. Y esto podría suceder tan pronto como las próximas elecciones mid term, en menos de dos años. Lo siguiente a esto sería la probable vuelta de Trump o el trumpizado partido republicano, con consecuencias potencialmente funestas para el sistema político americano. Esta es la línea de pensamiento mayoritaria entre la élite demócrata gobernante.
No es de extrañar, por tanto, que Biden sea ambicioso y tenga prisa: por anunciar medidas y por que estas lleguen a los ciudadanos. Tiene una mayoría legislativa exigua, asediada por un partido republicano que se percibe como hostil no sólo a los demócratas sino también a la propia democracia americana. Preside un sistema político que está a día de hoy “cogido con alfileres”, expuesto a que cualquier eventualidad permita “la segunda venida de Trump”, potencialmente fatal para el “gran experimento americano”. Afronta un examen fundamental en año y medio. Tiene un electorado hambriento de recibir señales de apoyo desde Washington, que comparte muchas de las medidas propuestas por Biden. Y opera en un contexto económico que como veíamos en la entrada anterior permite (si no exige) medidas ambiciosas de política fiscal.
Es importante entender que no se trata sólo de complacer al electorado demócrata. También de apelar directamente a muchos de los votantes republicanos, núcleo fundamental de desafección política en la sociedad americana; con medidas que son de su agrado pero que en el confuso y radicalizado panorama americano estos no identifican con el partido demócrata, ni creen que “Washington” sea capaz de poner en marcha. Soslayando a los legisladores republicanos, a la gran mayoría de los cuales se considera socio imposible por sus virulentos postulados anti-impuestos y anti-gasto público, y su radicalización de corte trumpista.
Sólo en este contexto político-económico puede explicarse la magnitud del programa fiscal que Biden propuso y las cámaras legislativas han aprobado (y también el de infraestructuras, que ya está iniciando su periplo legislativo). Sólo así puede explicarse la inclusión en el mismo de cheques indiscriminados para familias de niveles de renta relativamente elevados -afectadas o no por la crisis- que tanta perplejidad ha generado en algunos círculos académicos. Hay que ganar de nuevo el afecto del votante mediano americano, no sólo para la presidencia demócrata, sino también para la democracia americana en su globalidad. Y sólo hay año y medio para hacerlo.