La inflación ha vuelto: desde hace meses tenemos aumentos de IPC cercanos a los dos dígitos en la gran mayoría del mundo desarrollado. Con ella han vuelto las tensiones sociales vinculadas a los procesos inflacionistas, y las preocupaciones sobre la dinámica de precios y salarios, problemas que teníamos felizmente arrumbados desde hacía más de una década (aunque sustituidos por otros, probablemente de más difícil solución, como desgranamos en la serie sobre estancamiento secular).
Las causas de este estallido inflacionista son bien conocidas: una “tormenta perfecta” donde las secuelas del COVID sobre la oferta (periodo de baja inversión, distorsiones en las cadenas de valor) se han sumado a una rápida recuperación de la demanda, alimentada por el ahorro forzoso acumulado durante la pandemia y una política económica todavía expansiva en casi todo el mundo. Este fuego, que ya estaba en marcha a principios de año, ha recibido en meses recientes la gasolina (valga la metáfora) del conflicto bélico ucraniano: los interrogantes sobre las exportaciones energéticas desde Rusia a futuro, y la grave desestabilización de muchas cadenas de valor internacionales al perder acceso a las materias primas ucranianas (por la invasión) y rusas (por las sanciones), que han generado una intensa elevación de precios de distintas commodities en los mercados internacionales. El resultado inevitable son unos índices de inflación muy elevados en buena parte del mundo.
La pregunta clave aquí es si esta dinámica inflacionista puede perpetuarse por sí sola a medio plazo, incluso una vez que hayan finalizado los shocks coyunturales de estos meses. Aunque en medio de esta vorágine inflacionista resulte difícil de creer, la respuesta es (con todas las cautelas del caso) “probablemente no”. La simple repercusión en precios y salarios de esos mayores costes externos generará normalmente una inflación alta y transitoria -pero este proceso se agotará en sí mismo, haciendo que la inflación converja eventualmente con la tendencial a medio plazo; el paso a elevar precios y salarios preventivamente, anticipando inflación alta futura, es el que realmente nos debe preocupar y no se atisba en el horizonte.
La conjetura anterior viene apuntalada por algunas razones adicionales: la lección básica del shock de los 70 (no permitir que la inflación transitoria se enquiste) está aprendida, los errores monumentales de aquella época no se van a repetir (al menos no en la misma escala) y los bancos centrales son ahora independientes. Todos los agentes relevantes (gobiernos, agentes sociales y bancos centrales) tienen muy claro el riesgo de que la experiencia se repita, y –sobre todo en el caso de los bancos centrales– incentivos y poder suficiente para evitarlo.
La siguiente cuestión sería entonces qué panorama inflacionista nos vamos a encontrar cuando se termine la actual conjunción de shocks. En la serie sobre estancamiento secular vimos que existían factores importantes de fondo que se combinaban para atenazar la demanda agregada, reduciendo la inflación a niveles cercanos a cero (¡hace solo cuatro años!). ¿Es esto lo que debemos esperar cuando finalice el conflicto ucraniano y se normalice la situación económica? ¿O ha cambiado alguno de esos factores?
El impacto de la guerra en los determinantes de medio plazo de la inflación
Para responder esa pregunta, debemos partir del impacto realmente importante a medio plazo de la guerra en Ucrania: una sacudida histórica que ha convencido a los países de la UE de que su seguridad (en todos los sentidos de la palabra) está en riesgo. Persuadiéndoles de que es mejor tener un control mucho más cercano de todos los resortes económicos vitales para Europa, que dejarlos en manos de un difuso y fácilmente “secuestrable” orden económico internacional. Una conclusión que se asienta sobre preocupaciones anteriores al conflicto ucraniano, y que va más allá de Rusia.
Obsérvese el cambio radical que esto supone frente al entorno de hace apenas cuatro años, caracterizado por una gran confianza en el comercio internacional, despreocupación de temas de defensa y una concepción burocrática y muy limitada de la política exterior UE; ese cómodo y anodino business as usual ha dado paso a un contexto notablemente más retador, que requiere respuestas en múltiples frentes.
El giro es fundamental no sólo en términos políticos sino también económicos -casi todas esas respuestas implican movimiento económico y mayor gasto público. Piénsese en primer lugar en el gasto militar: ya vimos en la serie de estancamiento secular que un factor importante en la desaceleración gradual de la demanda agregada mundial era precisamente la reducción del gasto en defensa al calor del final de la guerra fría (“menos guerras, menos demanda agregada”). Ante esta “pequeña nueva guerra fría” que se nos avecina, el gasto militar probablemente deberá aumentar de manera significativa… y las necesidades de reconstrucción lamentablemente también: la reconstrucción de Ucrania (esperemos que no haya más) será un proceso de al menos una década y decenas de millardos de euros en coste, cuya financiación corresponderá en buena medida a los países europeos.
También se potenciará el gasto en cooperación al desarrollo, mientras la UE y sus países miembros intentan atraer a su órbita de influencia a países estratégicos; los instrumentos de ayuda al desarrollo se utilizarán de forma mucho más política, superando el enfoque fragmentario actual. Ello irá previsiblemente acompañado de un mayor volumen de recursos, sean europeos o de los estados miembros.
La llamada “autonomía estratégica” requerirá asimismo un importante volumen de gasto público, en buena medida subvenciones que atraigan a Europa inversiones industriales que en circunstancias normales se habrían materializado fuera de la UE. En esta entrada sobre estancamiento secular vimos que el agotamiento de la globalización había frenado las inversiones asociadas a él; la nueva línea política de la UE representa el comienzo de un proceso (probablemente tasado pero de cierto recorrido) de “desglobalización”, que inducirá inversión nueva en los términos que se señalaba.
En suma, el escenario central es que la preocupación por su seguridad va a llevar a la UE a tener un protagonismo mucho mayor en la escena internacional. Es más que previsible que esto lleve a un notable aumento de gasto público y demanda agregada en general; de manera que los saldos presupuestarios probablemente se deteriorarán -cuando la seguridad está en riesgo, las limitaciones presupuestarias necesariamente pasan a segundo plano. Un panorama muy propicio para una mayor inflación tendencial o estructural.
A las cuestiones geoestratégicas se unen también las relacionadas con el cambio climático. En esta entrada y esta ya señalábamos que la política de cambio climático -y la cuantiosa inversión que requiere- podía ser una tabla de salvación del cul de sac económico en que estábamos. Pues bien, desde el final de la pandemia, la UE ha trazado un camino para reforzar notablemente su ambición climática, con su programa Fit for 55. Un camino que ha experimentado una nueva aceleración al hilo de la situación rusa: la inversión en renovables se considera crucial para la seguridad de suministro energético, y por tanto se pretende acelerarla al máximo; así, el programa RePowerEU prevé más de 200.000M€ de inversión necesaria hasta el año 2030. Ambos todavía en fase de propuesta pero con altas posibilidades de materializarse, al menos en sus grandes cifras.
Todo ello llega tras la puesta en marcha de un ambicioso programa de recuperación post-pandemia (Next Generation EU), financiado con recursos europeos y en parte solapado con el plan RePowerEU anteriormente citado; en países como España, NextGen EU viene a inyectar más de un punto de PIB en inversión anual adicional (orientada a digitalización y cambio climático) hasta 2026. No es en absoluto descartable que termine por consolidarse -aunque sea a menor escala- un mecanismo europeo que financie ciertas inversiones públicas en los estados miembros una vez este programa termine, contribuyendo a perpetuar el dinamismo inversor y aislarlo de los eventuales procesos de consolidación fiscal.
Miremos donde miremos, apreciamos en el ámbito europeo dinamismo inversor efectivo y también proyectado a futuro, en un horizonte al menos de corto y medio plazo, y posiblemente también en horizontes temporales más amplios. Justo lo contrario de lo que sucedía hace cuatro o cinco años. En este contexto, los fenómenos económicos excepcionales (amenaza de deflación, tipos de interés negativos) que nos preocupaban con anterioridad probablemente hayan pasado a mejor vida, y con ellos la inefectividad de la política monetaria. El tipo de interés neutral a medio plazo posiblemente esté aumentando hasta niveles menos desalineados con los históricos recientes (pre-crisis de 2008). Por tanto, más allá de los fogonazos inflacionistas del muy corto plazo, es probable que el panorama haya cambiado de manera permanente. El estancamiento secular muy probablemente se nos termine quedando en “estancamiento de una década” (que ya es bastante).
La “vuelta a la normalidad”: algunas consecuencias
Esto es en sí mismo una buena noticia, pero hay que recordar que el gradual retorno a la normalidad económica obliga a una nueva composición de lugar para los policy makers europeos. Seguramente no seamos del todo conscientes de la absoluta excepcionalidad en que nos hemos movido estos últimos diez años. Si no en la teoría, sí claramente en la práctica, hemos interiorizado la erosión o ruptura de muchos de los dogmas económicos tradicionales, comenzando por la no financiación monetaria de los déficit públicos y terminando por el gran tótem de la ciencia económica, la escasez. Pero este va a ser pronto “el mundo de ayer”, si no lo es ya – el mundo de mañana va a traer consigo los problemas económicos de toda la vida, que habían definido la economía mainstream de siempre, obligando a respuestas distintas de política económica.
En efecto, venimos de una época de excesos fiscales, justificados para sostener la demanda agregada y amparados implícitamente en los programas de compra de bonos de los bancos centrales. Ninguna de ambas premisas se cumple ya, con lo que la prudencia fiscal vuelve a imponerse, sobre todo en las partidas de transferencias y gasto permanente en general -particularmente, en los países ya escasos de espacio fiscal. Hay que tener en cuenta, en ese contexto, que el espacio fiscal disponible ya va a estar altamente demandado por las necesidades de gasto militar, de cooperación al desarrollo y de autonomía estratégica, además de las necesidades de servicio de la deuda, que evolucionarán gradualmente al alza.
Venimos también de una época de cero coste de oportunidad, donde cualquier inversión o programa público mínimamente rentable podía justificarse “porque no había nada mejor que hacer con el ahorro”; ahora la rentabilidad (social) de la inversión pública y sus efectos crowding out de la inversión privada deberán ser de nuevo criterios prioritarios, y las decisiones de gasto público más meditadas.
Todo ello perfila un futuro con notable retos a corto y también a medio plazo. Estamos como se decía en fase de tránsito desde el cuadro económico más anómalo de la historia del planeta hacia una situación de relativa normalidad en cuanto a inflación y tipos de interés; pero pasando por unos meses de “oleaje cruzado”, donde las secuelas de la etapa anterior (limitaciones de oferta, políticas económicas expansivas) todavía son perceptibles, mientras el mayor dinamismo de demanda de la etapa que empieza -reforzado temporalmente por el ahorro forzoso de la pandemia- se deja notar con claridad.
Esta combinación coyuntural de factores está haciendo aparecer como gran problema inflacionista lo que no es más que una transición hacia una mayor normalidad de demanda e inflación. Es importante no equivocar el diagnóstico, sobre todo con las fuerzas depresivas que se están acumulando por las disrupciones generadas por la guerra y probablemente azoten de pleno a la economía europea a la vuelta de verano. Navegar esta fase de “oleaje cruzado” sin que aparezcan daños socioeconómicos o presupuestarios permanentes es imprescindible, pero será extraordinariamente difícil para las autoridades fiscales y monetarias europeas.
En todo caso, parece crucial combinar la atención al corto plazo con la consideración de los problemas que vienen después de este periodo transicional. La relativa heterodoxia de la política económica ha sido crucial para poder minimizar daños en esta larga fase de atonía económica mundial. Pero esa fase probablemente esté llegando a su fin; con él, llega el momento de guardar en el cajón las lecciones ad hoc de cómo manejar economías estancadas, recopiladas desde 2008, y recordar cómo hacíamos las cosas en los años 90 y primeros 2000. De dejar de leer a Alvin Hansen, y desempolvar los viejos manuales de Samuelson.