En la entrada anterior se repasaba la anómala situación macro actual en el mundo desarrollado y la probable afluencia de un volumen importante (quizá en torno a dos puntos de PIB/año) de inversión real asociada a la prevención del cambio climático en los próximos años.
Volvamos a nuestra pregunta al inicio de esa entrada: ¿cómo puede modificar nuestro panorama macro este conjunto de proyectos para prevenir el cambio climático? En un mundo desarrollado que, como vimos, está ayuno de proyectos atractivos de inversión real, esta oleada de formación bruta de capital “físico” parecería a primera vista justo lo que el paciente necesita.
Ahora bien, y retomando nuestra segunda pregunta: ¿de dónde saldrán los recursos necesarios? La pregunta es muy pertinente en tiempos normales, pero es en buena medida ociosa en los tiempos actuales, que ya hemos visto que distan de ser normales: lo que sobra a día de hoy es ahorro para financiar estas inversiones. Ahorro, que –si está dirigiéndose hacia deuda pública a tipo cero o incluso inferior, o hacia otros activos financieros ya extraordinariamente caros– es porque no hay nuevos proyectos de inversión real que sean atractivos… y porque la política fiscal está todavía compensando, con déficit y consiguiente emisión de (alguna) deuda nueva, la atonía de la demanda privada.
En estas condiciones, la aparición de un pipeline de proyectos de inversión real llevará a que, en lugar de remansarse en el sistema financiero, el ahorro pueda desbordarse hacia la inversión en tangibles, como es deseable. No es necesario que nadie sacrifique consumo y ahorre más, es suficiente con encauzar el ahorro que ya se está generando hacia nuevos proyectos productivos –en lugar de hacia un pool limitado de activos financieros, que las sucesivas oleadas de ahorro encarecen cada vez en mayor medida, sin impacto real alguno. Además, en cuanto la demanda de inversión privada recupere un cierto dinamismo, el impulso fiscal podrá irse retirando y las distorsiones financieras hoy presentes podrán ir atenuándose, llevando a un saludable reequilibrio del sistema.
¿Es, entonces, tan fácil como “pintar” unas inversiones sobre el papel? Sí y no. Sí, porque en esta época de ahorro hiperabundante e inversión extraordinariamente escasa, inducir o requerir inversiones por parte del sector privado es jugar a favor de corriente: como veíamos, no existen usos alternativos para el ahorro que sean atractivos –es decir, el coste de oportunidad es muy reducido– y, por tanto, la inversión prevista sobre el papel se puede traducir, sin impedimentos económicos ni merma inmediata en el bienestar social, en inversión efectiva adicional. Y no, porque, para que esas inversiones puedan materializarse y ser rentables, hace falta manejar bien la economía política del proceso (gestión de la dinámica de ganadores y perdedores). La restricción relevante aquí es, en suma, política y no económica.
¿Cuál podría ser el impacto de todo esto, si la inversión en prevención del cambio climático alcanza los dos puntos porcentuales de PIB como suponíamos? Si asumimos que se desarrolla de forma razonablemente acompasada entre EEUU, China, Japón y la UE, las filtraciones hacia importaciones netas de ese aumento de demanda se reducirían notablemente, con lo que la inversión repercutiría prácticamente 1 a 1 en el aumento de PIB (o incluso algo más por el “efecto arrastre” sobre otros sectores). Es decir, supondría un impacto positivo de algunas décimas de PIB en el crecimiento mientras la inversión va aumentando, y, una vez alcance su velocidad de crucero, un aumento estable de unos dos puntos porcentuales en el nivel de PIB durante las tres o más décadas que durará el proceso. Sobre todo, el importante esfuerzo inversor podría permitir a las economías desarrolladas “echar a andar” de nuevo por sí solas, superando la atonía actual y además generando un importante volumen de empleo, con un significativo sesgo local.
Yendo un paso más allá, y de manera quizá más tentativa, esa oleada de inversión podría tener un impacto no sólo cuantitativo sino incluso cualitativo sobre nuestro cuadro macroeconómico. En efecto, no es difícil imaginar un escenario en que la perspectiva de ese importante flujo inversor futuro pudiese llegar a disipar las expectativas (generalizadas en el mundo desarrollado) de estancamiento y tipos de interés cercanos a cero en las próximas décadas –expectativas asociadas precisamente a la previsión de que no existirán proyectos de inversión atractivos en ese horizonte temporal, que permitan canalizar el volumen de ahorro generado durante el periodo.
Un futuro en que la aceleración de la inversión y consiguiente expansión económica pudiese normalizar las tasas de inflación y los propios tipos de interés reales, situando estos últimos al menos en terreno nítidamente positivo, y facilitando así que la política monetaria jugase su papel estabilizador sin traba alguna. ¿Podría la inversión anti-cambio climático suponer el empujón necesario para sacar al mundo desarrollado del paradigma actual de cuasi-estancamiento secular? Es una posibilidad sugestiva y desde luego no desdeñable.
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Una última nota: obsérvese que en todo el razonamiento anterior hemos dejado de lado la rentabilidad social de la inversión contemplada. En este entorno inequívocamente keynesiano que caracteriza hoy a la economía mundial, la inversión –como ya observó el propio Keynes (ver aquí por analogía)– aporta valor independientemente de cuál sea su rentabilidad. En términos estrictamente macro, así es. Pero, evidentemente, un plan de inversiones como este tiene que valorarse principalmente por sus costes y beneficios intrínsecos.
Esta parte del problema, sin embargo, no se presta a análisis profundos puesto que el diagnóstico es difícilmente discutible: se hace complicado concebir un programa inversor con mayor rendimiento colectivo que el salvamento del planeta tal como lo conocemos. Como política pública, prevenir el cambio climático es una línea de acción con una extraordinaria rentabilidad social, financiable a día de hoy a coste cercano a cero. Y ese es el núcleo del argumento en favor de la inversión en este ámbito. A lo largo de estas dos entradas hemos repasado distintas razones por las que, además, cabría esperar que tenga efectos colaterales macroeconómicos de signo positivo y sustanciales –potencialmente muy sustanciales.
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En último término, y dado el continuo agravamiento del cambio climático, éste eventualmente dará lugar a un importante impulso macroeconómico en el planeta, de una manera u otra. Por el bien de todos, cabe esperar que ese impulso sea resultado de un esfuerzo intenso y urgente, pero ordenado, de prevención del problema… y no de la evacuación improvisada de ciudades costeras y reubicación de actividades agrícolas y agroindustriales, ante la elevación del nivel del mar y el aumento de las temperaturas, una vez que el problema no tenga solución.