Mencionábamos en una entrada anterior que en coyunturas económicas de crecimiento reducido, inflación cercana a cero, tipos de interés muy bajos y expectativas decaídas –recuérdese que hablamos de los últimos años, no sólo de los últimos meses–, la política monetaria tradicional sería probablemente inefectiva. Y eso es exactamente lo que hemos visto en tiempos recientes, acentuado por la falta de apoyo de la política fiscal. No es de extrañar, por tanto, que en este contexto hayan aparecido instrumentos de política monetaria no convencionales.
En efecto, el clásico enfoque de política monetaria, consistente en modular el tipo de interés a muy corto plazo y esperar que éste influyese sobre los tipos a plazos superiores, dinamizando la demanda agregada, no surtió efectos apreciables –en gran parte debido a que los tipos de interés a corto alcanzaron rápidamente su “suelo” (cero o ligeramente negativo)–. Eso llevó a que los bancos centrales intentasen incidir directamente sobre los plazos más largos de la curva de tipos, que son los que tienen relación más directa con la demanda agregada, particularmente la inversión empresarial y la compra de vivienda; a ello se unió, en términos puramente prácticos, el hecho de que los tipos eran todavía significativamente positivos en los plazos largos, lo que ofrecía un margen de reducción (y por tanto de impulso monetario) que en los cortos –ya en niveles cero o negativos– no existía.
Para conseguirlo, los bancos centrales –con especial protagonismo de la Reserva Federal estadounidense– inventaron dos nuevos instrumentos de política monetaria no convencional:
- Uno, sutil y sofisticado: la forward guidance, consistente en un compromiso del banco central, más o menos explícito y vinculante, de mantener el tipo de referencia a corto en niveles reducidos durante un largo periodo de tiempo; incluso cuando las circunstancias que inicialmente lo justificaron hubiesen desaparecido –matiz este último que, por su excepcionalidad, muestra la enorme anomalía de la situación a que se hacía frente–. Dado que el tipo a largo es en buena medida un reflejo del tipo a corto esperado durante ese periodo, la expectativa era que ese compromiso –caso de ser creído– bajaría también los tipos a largo
- Otro, simple y contundente: las compras a vencimiento de bonos a medio y largo plazo o quantitative easing, elevando sus precios y por consiguiente reduciendo directamente sus tipos de interés de mercado
Ambos, particularmente el segundo, han supuesto un cambio radical, cuantitativo y cualitativo, en la forma en que se aplica la política monetaria en el mundo. Si a un banquero central de hace quince o veinte años se le enseñase un balance de 2016 de la Reserva Federal, BCE o Banco de Japón, con la masiva predominancia de deuda pública y bonos corporativos a vencimiento en moneda local, no entendería absolutamente nada.
Este cambio se traduce en un signo de la política monetaria que, es con toda probabilidad, ha venido siendo más expansivo de la historia en tiempos de paz. Que ese masivo impulso monetario haya sido compatible durante años con una generalizada atonía económica y una inflación decaída o cercana a cero es un fenómeno extraordinariamente llamativo: las empresas han tenido unas facilidades sin precedentes para emitir bonos e incluso acciones, pero la inversión corporativa no se ha dinamizado en consecuencia. Los hogares han podido endeudarse a tipos cercanos a cero, pero no han acelerado apenas sus compras de vivienda.
¿Qué explica esta aparente paradoja? Algunas causas tienen que ver con las secuelas de la crisis: por ejemplo, los sistemas financieros más dañados restringieron severamente su oferta de crédito, incluso para prestatarios solventes; o el sobreendeudamiento de los agentes económicos, que limitó notablemente (incluso ante una oferta de crédito normalizada) su capacidad de asumir deuda adicional. Evidentemente, cuando los prestamistas no pueden prestar y/o los prestatarios no pueden asumir deuda adicional, los tipos de interés se convierten en irrelevantes; sin endeudamiento nuevo, la política monetaria –tradicional o no tradicional- deviene inútil.
Una segunda razón, relacionada con la anterior, es la elevada incertidumbre que ha caracterizado los años post-crisis. En situaciones de ese tipo, no sólo la capacidad de endeudarse, sino la disposición de los agentes económicos a hacerlo puede también ser menor: a fin de cuentas, el endeudamiento adicional introduce un elemento de rigidez financiera, que expone al deudor a contingencias futuras de tintes catastróficos (liquidación de la empresa, desahucio de la familia) ante shocks verosímiles en su nivel de renta disponible. La incertidumbre, evidentemente, aumenta la magnitud del shock verosímil y obliga al agente a protegerse reduciendo (o aumentando menos de lo que lo habría hecho en otro caso) su nivel de endeudamiento. Por muy favorables que sean las condiciones de endeudamiento, la combinación de restricciones de oferta de crédito este efecto puede concebiblemente pesar más.
Por otra parte, en la (limitada) medida en que estas medidas de política monetaria han conseguido inducir emisiones adicionales en los mercados financieros, la impresión es que el impulso monetario se ha remansado en buena parte en el propio sistema financiero, sin impacto en las variables macro: las empresas han utilizado los recursos de sus nuevas emisiones, a coste históricamente bajo, para recomprar pasivos antiguos, reforzar sus reservas de efectivo, o comprar otras empresas… pero no para elevar su volumen de inversión como se pretendía.
Sin embargo, aunque la política monetaria no convencional haya sido incapaz de normalizar los niveles de gasto privado y de inflación en un periodo de tiempo razonable, sería un grave error concluir que ésta ha sido ineficaz. Tras la crisis financiera, la economía mundial se enfrentaba a una situación de enorme complejidad, con presiones deflacionistas generalizadas y unos altísimos niveles de incertidumbre. En esas condiciones, es más que probable que, dada la relativa pasividad en el lado fiscal y el advenimiento de la “cota cero” para la política monetaria tradicional, el quantitative easing haya sido la única herramienta capaz de evitar la catástrofe: ante unos mercados financieros y sectores empresariales agobiados por el pesimismo, y el riesgo de una implosión keynesiana generada por el autocumplimiento de esas expectativas, el QE envió una señal clara de que los bancos centrales todavía disponían de instrumentos y estaban dispuestos a usarlos. Otra forma de verlo es que la expansión cuantitativa ha permitido que el mopping up after (limpieza) post crisis financiera y las distintas medidas estructurales necesarias –casi todas de sesgo deflacionista– hayan podido aplicarse sin generar las espirales contractivas que habrían aparecido en ausencia de este activismo por parte de los bancos centrales.
Tras repasar el desigual balance de las medidas de política monetaria y fiscal efectivamente aplicadas, en la próxima entrada repasaremos una medida de enorme interés teórico pero que todavía no ha sido aplicada en la práctica: la política monetaria-fiscal, también conocida como helicopter money.