El proyecto estrella de política económica de la Administración Trump es la reforma fiscal. Con estricta fidelidad a su estilo de comunicación, se la ha bautizado, antes incluso de nacer, recurriendo a la hipérbole: dramática, la mayor rebaja de impuestos de la historia, la clave para hacer América grande de nuevo… Aunque todavía estamos en los prolegómenos de un proceso legislativo que se prevé arduo, los debates iniciales ya ofrecen algunos ejemplos ilustrativos del uso del análisis económico aparentemente serio para fundamentar reformas de gran calado en la estructura tributaria.
El primero es el auge y caída del denominado Impuesto sobre los flujos de caja aplicado en destino (quizá a alguien le pueda sonar el acrónimo en inglés, DBCFT), sobre el que Fernando Velayos escribió un esclarecedor artículo en Agenda Pública. Se trata de uno de esos casos en los que una propuesta académica, que unos pocos economistas llevan trabajando durante años con escaso éxito práctico, de repente es descubierta por algún asesor imberbe y acaba figurando en un programa político. Esto es lo que les ocurrió el año pasado a Michael Devereux y a Alan Auerbach, dos insignes expertos en economía pública.
Frente a las múltiples dificultades que la globalización plantea a los modelos tradicionales de imposición sobre las sociedades, estos dos economistas venían propugnando que la solución era cambiar los principios de asignación de las bases imponibles, aplicando un esquema similar al del Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA). Así, las empresas podrían no pagar impuesto sobre sociedades sobre el valor de sus exportaciones (las ventas al exterior no computarían como ingresos para determinar la base imponible) y sin embargo las importaciones se gravarían en frontera con el tipo impositivo aplicable a los flujos de caja de las empresas domésticas. Para los académicos, la razón de ser de esta revolución en los principios de la imposición internacional sobre sociedades (que datan de la época de la Sociedad de Naciones) era acabar con las distorsiones provocadas por las decisiones de los grupos empresariales para pagar menos impuestos en su actividad global (cambios de residencia, utilización de precios de transferencia). Y es que, con el ajuste en frontera, estas prácticas serían inútiles, porque no permitirían reducir la factura impositiva.
Para los republicanos de la Cámara de Representantes, aquella ingeniosa propuesta era la panacea que habían esperado durante años para cuadrar el círculo: rebajar de manera drástica los impuestos al capital, protegiendo la producción doméstica y además generando ingresos para suavizar el aumento del déficit federal.
Desde finales de noviembre y durante los primeros meses de 2017, el Impuesto en frontera (Border Adjustment Tax) fue objeto de un intenso y acalorado debate en Washington, D.C. Y es que la propuesta tenía una pequeña pega: si el cambio se hacía solo en Estados Unidos, su introducción equivaldría a un arancel general (se especulaba con un tipo impositivo del 20%) y una subvención a la exportación. Es decir, que la reforma fiscal vendría acompañada de un giro proteccionista de grandes proporciones (estos efectos se compensarían en caso de que todos los países adoptaran un régimen similar basado en destino).
Tratándose de académicos reputados, uno habría esperado que el reconocimiento de este grave problema de su propuesta figurara en las primeras líneas de los escritos con los que se sumaron al debate público. ¡Pues no! Se sacaron un conejo de la chistera en forma de ajuste del tipo de cambio para sostener con gallardía que un impuesto del 20% a todas las importaciones más una subvención similar a las exportaciones no distorsionaría el comercio. Según ellos la mejora del saldo comercial estadounidense, derivado del encarecimiento de las importaciones y el abaratamiento de las exportaciones, apreciaría el dólar en un porcentaje igual al necesario para contrarrestar el impuesto y la subvención. Y repetían con brío que su propuesta era solo fiscal y nada tenía que ver con el comercio.
El Impuesto en frontera sufrió una derrota casi definitiva cuando en abril se cayó de la propuesta de dos folios que presentaron el presidente y los líderes republicanos. Pero hubo bastantes economistas serios que durante semanas tragaron con el bulo del ajuste del tipo de cambio (que resultaba disparatado a poco que se conozca el funcionamiento de los mercados de divisas). Una vez más, la entelequia neoclásica de los ajustes perfectos de precios se empleó para ocultar la realidad de la propuesta que se pretendía defender.
El segundo ejemplo se refiere a las estimaciones que ha venido realizando la Tax Foundation, uno de los más venerables think tanks de la capital federal, sobre las propuestas republicanas de reforma fiscal. A pesar de su tendencia conservadora, advirtieron que el plan fiscal de Trump supondría un descenso de los ingresos de entre 2,6 y 3,9 billones de dólares en diez años. Los denominados efectos dinámicos, aumentos de ingresos provocados por un incremento del PIB y del empleo derivado de mayor inversión y oferta de trabajo, resultarían insuficientes para compensar las bajadas del impuesto sobre la renta personal.
Sin embargo, al evaluar de manera aislada el plan republicano de reforma del impuesto de sociedades, que junto con el ajuste en frontera habría supuesto permitir la deducción de golpe del gasto de inversión y suprimir al tiempo la posibilidad de deducir los intereses de la deuda, la bajada de impuestos casi se financiaba sola. La clave estaba en la inversión: el impuesto sobre el flujo de caja eliminaba el gravamen sobre los rendimientos normales del capital y el menor tipo impositivo supondría un impulso fuerte al gasto de las empresas en equipos, estructuras, edificios y propiedad intelectual. El efecto proteccionista del ajuste en frontera no preocupaba, porque el nivel del PIB aumentaría un 5,8% a largo plazo.
Cuando después de una presentación pregunté a un economista de la fundación por qué tenían tanta confianza en los efectos benéficos de reducir la imposición del capital, me mentó su modelo (el Taxes and Growth Model). ¿No habían pensado que, durante los últimos años, la inversión se mostraba muy poco sensible al coste de uso del capital? No, el modelo era de largo plazo y demostraba que reducir impuestos sobre el capital aumentaba la inversión y el crecimiento. Claro, se trata de un modelo neoclásico puro, en el que el stock de capital deseado por las empresas depende solo del coste de uso del capital, que los impuestos aumentan. No existe un lado de la demanda agregada, porque se supone pleno empleo y tampoco se estima el efecto que tendría la reducción del gasto público o el aumento de la deuda asociados a la bajada de impuestos. El tipo impositivo óptimo sobre el capital en este modelo es cero, claro. Están trabajando en un modelo ampliado, pero en ningún caso utilizarán multiplicadores keynesianos (recordemos que el think tank se creó al año siguiente de la publicación de la Teoría General de Keynes).
En una entrada de hace unos meses sobre Tony Atkinson, Olga Cantó y Juan F. Jimeno sostenían que es más frecuente que las disensiones entre economistas se expliquen por diferentes juicios de valor que por formas distintas de entender el funcionamiento de la economía. La abundancia de ejemplos como los comentados me lleva a discrepar. Creo que gran parte de las discusiones de fondo sobre política económica derivan de maneras distintas de entender la realidad y de representarla en modelos. Pocas veces oiremos a un republicano estadounidense, sea economista o político, decir que quiere volver a bajar los impuestos porque no le importan los pobres o porque no soporta al gobierno federal. Lo que suelen decir es que impulsarán el PIB y el empleo. La economía ofrece supuestamente argumentos científicos para apoyar las políticas preferidas, que se consideran más convincentes que simples argumentos morales. Pocas veces las discusiones de política económica se libran en forma de intercambio de juicios de valor o de consideraciones morales. Lo que se confrontan son modelos, teorías…ideas, en fin. Por eso me decidí a escribir Por un cambio en la economía.