La economía de Estados Unidos ya no crece como antes. A juicio de quienes están tomando estas semanas posesión de sus cargos en Washington, D.C. una de las principales causas es el exceso de regulación en sectores como el financiero o el energético. Sin embargo, desde meses antes de las elecciones ya se acumulaban análisis que apuntan en otra dirección. El menor dinamismo empresarial, la debilidad de la inversión o el bajo crecimiento de la productividad serían, desde esta visión alternativa, resultado de un aumento del poder de mercado. Suena paradójico, dado que el sistema de defensa de la competencia estadounidense es uno de los más antiguos y eficaces del mundo. Aunque quizá no tanto, pues las empresas siempre tratan de buscar fórmulas más sofisticadas y legítimas de dominar el mercado.
El primero en dar la voz de alarma fue el propio Consejo de Asesores Económicos del Presidente Obama en 2016. De manera más reciente la preocupación por la competencia menguante se ha extendido, desde varios distinguidos think tanks progresistas (como el Center for Equitable Growth o el Roosevelt Institute) hasta la Universidad de Chicago. La evidencia parece apuntar a tres factores: el aumento de la concentración de las estructuras de mercado, la presencia sistemática de rentas (rentabilidades del capital muy superiores a su coste) y la potenciación de las economías de red en la era de Internet.
La tendencia general a la reducción del número de empresas y el consiguiente aumento de las cuotas de mercado de las instaladas en Estados Unidos está acreditada. En un artículo reciente se señala que más del 75% de las industrias han experimentado un aumento en el grado de concentración en las últimas dos décadas. Ejemplos destacados son el sector bancario (con un aumento de la cuota de mercado de préstamos de los diez primeros bancos desde el 30% en 1980 hasta el 50% en 2010) o los hospitales (en los que el índice Herfindahl-Hirschmann ha subido un 50% desde principios de los noventa a 2006, llegando a 3.200). En principio, la mayor concentración no implica necesariamente mayor poder de mercado y por tanto, ineficiencia en forma de mayores precios y menor calidad. Los propios economistas de Chicago se encargaron en los setenta y ochenta de recordar que la variable más determinante para conocer el grado de competencia de un mercado no es el número de empresas sino la libertad de entrada y salida.
Y es cierto que hay factores estructurales positivos, como las economías de escala y de alcance, que pueden explicar en parte la reducción del número de empresas de una industria. Pero también hay coincidencia en señalar la permisividad de la política de control de concentraciones como otra de las causas de esta dinámica. Desde mediados de los ochenta, inspirados en parte por las doctrinas de Chicago, las autoridades de defensa de la competencia estadounidenses han sido más renuentes a bloquear operaciones de fusión o adquisición, aceptando en muchos casos los argumentos de que son buenas para los consumidores. El asesoramiento a grandes empresas en los casos de control de concentraciones se convirtió en una lucrativa tarea para los economistas.
Lo malo es que la mayor concentración sí parece haber elevado el poder de mercado en muchos casos, con consecuencias negativas para los consumidores. Aunque la evidencia es variada, John Kwoka estudió en 2012 48 acuerdos de concentración y en 36 de ellos se produjo una subida de precios posterior.
Otro signo inequívoco de menor competencia son los beneficios extraordinarios o rentas. Desde Schumpeter sabemos que en el capitalismo el cambio se produce por la innovación, que permite a ciertas empresas disfrutar de mayores ventas y beneficios. Pero la competencia y la difusión de esa innovación hacen que esas ventajas sean temporales. Furman y Orzsag (2015) comparan la distribución entre empresas de la rentabilidad sobre el capital invertido de las sociedades cotizadas no financieras estadounidenses y muestran que desde alrededor de 2000, hay un 10% que de manera sistemática obtiene rentabilidades del 60, 80 y hasta el 100%, casi cinco veces la rentabilidad mediana. Esta situación solo puede explicarse por la existencia de barreras a la entrada de nuevas empresas.
El factor más difícil de encajar en nuestra visión tradicional del funcionamiento de los mercados es la potenciación de las economías de red gracias a Internet. Un número creciente de actividades esenciales en la economía digital están dominadas por una o muy pocas empresas, los porteros de la Red. Se trata de modelos de negocio con costes fijos elevados y costes marginales muy bajos, en los que el aumento del número de clientes eleva el valor del servicio para los consumidores y rebaja el coste medio para las empresas. El resultado no es solo que uno se lo lleva todo; empresas como Apple, Google, Amazon o Facebook detentan un poder extraordinario tanto por la información a la que tienen acceso como por el impacto de sus decisiones en la suerte de otras empresas. Tratan de hacerse imprescindibles para los clientes, impidiendo la movilidad de los datos e integrando verticalmente sus plataformas, servicios y contenidos. En muchas ocasiones subordinan los beneficios al crecimiento, con estrategias predatorias de precios que refuerzan su poder monopolista futuro mientras parecen reportar ventajas actuales a los consumidores.
Pero la tecnología es también una potente activadora de competencia, reduciendo costes de transacción y facilitando la comparación de precios. Los competidores invierten ingentes recursos en buscar formas para sortear el dominio de los instalados. Pensemos por ejemplo en el desarrollo del móvil como competencia para Microsoft o en la alternativa que supone Netflix a la televisión por cable.
En cualquier caso, el aumento del poder de mercado en la economía trae consigo una larga lista de efectos negativos para el bienestar social. Aumenta los precios, reduce la creación de empresas y de empleo y puede acabar minando la innovación y el crecimiento de la productividad. Puede además contribuir a acentuar la desigualdad, pues las diferencias en los salarios no dependen tanto de la posición como de la empresa en la que se trabaje. Desde una perspectiva de economía política, la concentración empresarial y el aumento del poder de las empresas pueden llegar a convertirse en amenazas para la igualdad política y el buen funcionamiento de las instituciones democráticas.
La respuesta más razonable a esta deriva es un reforzamiento y una puesta al día de la política de competencia: más recursos para investigar, criterios más rigurosos para evaluar las concentraciones y una estrategia adaptada a los desafíos de la economía digital. Siempre siendo conscientes del riesgo que supone tomar decisiones con información incompleta sobre mercados y actividades complejos y sometidos a rápidos cambios. Pero quizá empujando un poco el péndulo hacia un principio de prevención de los daños causados por el poder de mercado que supere el énfasis en el efecto inmediato sobre los consumidores. Es muy difícil probar las conductas anti-competitivas o diferenciar decisiones de negocio legítimas de decisiones tomadas con el fin de explotar posiciones de privilegio. Pero al menos hay que someter a un escrutinio particularmente intenso a las industrias con mayor concentración y a las empresas que tienen un enorme poder y que obtienen rentas de manera sistemática.
En Estados Unidos tienen la suerte de haber podido situar este debate sobre la falta de competencia en el ámbito público; aunque con la nueva administración es muy posible que se impongan las tesis de aquellos que piensan que la competencia se cuida sola, sobre todo cuando se liquida la regulación y se bajan los impuestos. En Europa, aunque el debate está abierto, hemos tenido que dirigir nuestra atención hacia otros problemas más acuciantes en los últimos años; haríamos bien en empezar a preocuparnos más por la competencia, porque nos jugamos mucho.