Tropecé hace unas semanas en Twitter con una entrevista en el Guardian a Hillary Clinton en la que sostenía que la receta para que Europa frenara el auge de los partidos de extrema derecha era mostrarse más dura frente a la inmigración. Alababa la decisión de Angela Merkel en 2015 sobre la acogida de refugiados, pero recomendaba mandar un mensaje firme en el que quedase claro que ya no vamos a poder dar apoyo y refugio en los mismos términos. El economista jefe del Center for European Reform, que enlazaba la entrevista, recomendaba mirar a España como ejemplo de una conversación civilizada sobre la inmigración. Nosotros, tan acostumbrados a ser los rezagados o los peores alumnos de la clase en varios frentes económicos y sociales, ¿somos un ejemplo en un tema tan complejo como la inmigración? Es una reflexión pertinente, ahora que, tras años de excepcional quietud, partidos políticos nuevos (y no tan nuevos) están proponiendo endurecer las políticas españolas sobre inmigración.
La experiencia española reciente es un interesante caso de estudio, pues experimentó un flujo de entrada de inmigrantes muy intenso durante la fase expansiva del ciclo anterior y posteriormente un deterioro drástico de las condiciones del mercado de trabajo. Como se observa en el siguiente gráfico, tras el ciclo de recepción de inmigrantes del período 2000-2008, España pasó a tener un porcentaje de población nacido en el extranjero muy similar al de países tradicionalmente receptores de inmigrantes.
Durante la crisis, el flujo neto de inmigración se hizo negativo y la tasa de paro de los extranjeros se acercó al 40%, como se observa en el gráfico siguiente. Un entorno de aumento del paro, reducción de salarios y recortes en el gasto dedicado a la provisión de servicios de educación y de sanidad presentaba el riesgo evidente de una reacción negativa de la población contra la inmigración.
Una de las posibles explicaciones de que no se diera es que, incluso durante la crisis, los efectos económicos de la inmigración habrían sido positivos para España; o al menos no se habrían activado esos supuestos mecanismos por los que los inmigrantes extraen beneficios económicos a los nativos. Mi interpretación es que las causas van más allá de la dimensión económica.
Dos artículos recientes han repasado la evidencia empírica sobre los efectos económicos de la inmigración. Roger Senserrich destaca un monumental estudio de la National Academy of Sciences estadounidense que concluye que el fuerte aumento de la inmigración desde mediados de los noventa hasta 2014 en ese país ha tenido consecuencias económicas positivas. Ha alimentado el crecimiento económico, gracias al aumento de la población activa y también a su contribución al sistema de innovación; además, en la mayoría de los casos, los efectos sobre los salarios de los nativos habrían sido positivos o nulos. Manuel Hidalgo cita estimaciones que desmienten que la inmigración suponga una carga para el Estado del Bienestar y destaca la mayor tasa de actividad de la población inmigrante en España.
No es sorprendente que los movimientos del factor trabajo entre países generen beneficios económicos y ganancias de bienestar agregadas; cuando los trabajadores se desplazan a países cuya productividad es mayor la producción total aumenta. Algunas estimaciones ya antiguas (Hamilton y Whalley, 1984) que apuntan a que una política de fronteras abiertas podría contribuir a duplicar la producción total, señalando los costes económicos de las restricciones a la inmigración.
Desde el punto de vista macroeconómico, es poco controvertido que el efecto es positivo sobre el PIB del país receptor, no solo a través del aumento de la oferta de trabajo, sino por su contribución a la demanda agregada. El análisis de Izquierdo, Jimeno y Rojas (2007) para España confirmaba el impacto positivo sobre el PIB, sobre el empleo y sobre la inversión. A corto plazo, la productividad del trabajo sufre por el menor nivel de cualificación de los flujos de inmigración y la caída en la relación capital-trabajo, pero a lo largo del tiempo va dominando el aumento de la tasa de empleo hasta hacer que el PIB per cápita crezca respecto a la situación sin inmigración. El efecto sobre la productividad es particularmente interesante para la economía española, porque su comportamiento ha sido anómalamente débil durante el ciclo económico anterior. Aunque es probable que el impacto dependa del grado de cualificación de los inmigrantes, es poco probable que los problemas de especialización y de productividad tengan su causa en el aumento de la inmigración.
Dentro de la evidencia empírica, la más llamativa es la que señala que no se aprecia un efecto significativo de la entrada de inmigrantes sobre los salarios de los nativos. El artículo de John Kennan presentado en el seminario sobre los efectos económicos de la inmigración que se ha celebrado durante la reciente reunión anual de la Asociación de Ciencias Sociales Americana ayuda a entender por qué. Kennan utiliza la entrada en la UE de diez nuevos Estados Miembros en 2004 para evaluar el impacto de la libre circulación de trabajadores. El impacto en el salario real de los nativos de los países receptores se atenúa por los mecanismos de equilibrio general y los ajustes entre los factores productivos. Por una parte, la llegada de inmigrantes supone más demanda de bienes y servicios, incluidos el alojamiento, lo que afecta positivamente a la demanda de trabajo de los nativos. Por otra parte, las empresas aumentan su inversión en respuesta a la reducción de la relación capital-trabajo y el aumento de la productividad del capital, de manera que la demanda de trabajo para los nativos aumenta en el medio y largo plazo. Aun así, en el corto plazo, los salarios reales de los trabajadores nativos menos cualificados podrían llegar a caer un 6%.
La evidencia sobre los efectos económicos agregados de la inmigración sobre el país receptor es pues abundante y concluyente sobre el signo positivo de estos. Aun así, a estas alturas ya deberíamos ser conscientes de la escasa fuerza que estos argumentos, por sí solos, tendrán en el debate sobre la inmigración, incluido el que se está abriendo en España.
Primero, la inmigración es un choque que pone a prueba muchos elementos institucionales y humanos de una sociedad, desde el control de las fronteras a la tolerancia hacia la diversidad. Segundo, como sucede con otras manifestaciones de la globalización (comercio o inversión) hay que ahondar más en los impactos diferenciales, tanto locales como por niveles de renta, para detectar qué costuras está presionando la inmigración y reforzarlas. Tercero, la inmigración tiene efectos positivos cualitativos y a medio plazo difíciles de medir, que no se deben soslayar. Y cuarto, la evidencia sobre efectos económicos debería ser un complemento de una argumentación fundamentalmente moral y política, que desarbole las bajas pulsiones emocionales a las que apela la xenofobia de alta o baja intensidad.