Cuenta Branko Milanovic en su libro Desigualdad mundial que, a pesar del progreso reciente de países como China o India, la localización sigue dominando a la clase social como determinante de la desigualdad. El accidente del nacimiento bendice a algunos con una prima de ciudadanía: si naces en Estados Unidos tu renta media será 93 veces más alta que si naces en el Congo. Esta prima es una renta (una remuneración no merecida), que desaparecería si los trabajadores disfrutaran de libertad para decidir su lugar de residencia. Si así fuera, aumentarían tanto la eficiencia como el PIB global, pero la gran contradicción de la globalización es que el trabajo disfruta de menos libertad para moverse que los bienes y el capital. Asumiendo las restricciones políticas en los países desarrollados para aceptar mayores flujos de inmigración, Milanovic propone rebajar los derechos de los inmigrantes legales exigiéndoles, por ejemplo, mayores impuestos u obligándolos a volver a sus países después de un período.
No es el único economista que defiende esta ruptura radical con el tratamiento legal convencional de los inmigrantes como fórmula para progresar en la reducción de la desigualdad global. Posner y Weyl defienden, en términos provocativos, el modelo de inmigración de los países del Consejo de Cooperación del Golfo. En un artículo de 2014 en The New Republic, ponen de ejemplo a los Emiratos Árabes Unidos, que tiene un 85% de población inmigrante, con una renta media de alrededor de 5.000 dólares al año, principalmente de países como Bangladesh o India. Estos trabajadores ganan salarios mucho menores a los de los nativos (que tienen una renta media de 300.000 dólares al año) y no tienen derechos políticos o sociales. Según sus estimaciones, la contribución que hacen los EAU u otras monarquías del Golfo como Qatar a la reducción de la desigualdad global es mucho mayor que la que hacen los países de la OCDE, con sus políticas de cooperación al desarrollo y sus Estados del bienestar.
En el libro que publicaron el año pasado, Posner y Weyl llevan el razonamiento un escalón más allá y proponen una reforma del sistema de inmigración en Estados Unidos basada en la creación de visados entre individuos. Su argumentación es que el sistema actual concentra los beneficios económicos de la inmigración en los propios inmigrantes y en las empresas que los contratan, mientras que los trabajadores nativos se quedan al margen (y en algunos casos puede asumir costes en forma de menores salarios).
Para distribuir de manera más justa estos beneficios, los autores proponen conceder a cada ciudadano el derecho de proporcionar un visado de trabajo a un inmigrante. Los derechos tendrían un precio porque tanto los inmigrantes como las empresas estarían dispuestos a pagar por ellos. Los trabajadores inmigrantes podrían pagar a los propietarios de los derechos que decidieran emplearles directamente, porque sus salarios aumentarían respecto a su renta de origen. El programa se acompañaría de una excepción que permitiría a los inmigrantes trabajar por debajo del salario mínimo, así como de la prohibición a las empresas para poder contratar a los inmigrantes directamente.
En la lógica que inspira el libro, el programa de visas entre individuos permitiría combinar el mercado descentralizado con las políticas radicales de reducción de la desigualdad.
Estas propuestas, basadas en un pragmatismo utilitarista, son una buena contribución al debate, porque subrayan lo eficaz que resulta la inmigración para mejorar la vida de los más pobres y al tiempo plantean la dificultad de mantener los principios morales cuando se topan con las fronteras. Milanovic lo explica bien: si creemos que la igualdad de oportunidades se aplica con una lógica cosmopolita, entonces nos debería preocupar más maximizar la inmigración (para mitigar la desventaja injusta del accidente del nacimiento) que mantener la igualdad entre los ciudadanos a nivel nacional. En El derecho de gentes, Rawls aplica un concepto de justicia distinto a las relaciones entre pueblos del que acuñó en su Teoría de la justicia; propone un deber de asistencia a los países más desfavorecidos para ayudarles a crear instituciones políticas para convertirse en sociedades liberales o al menos decentes. Pero no considera aplicable entre países su criterio maxi-min de redistribución de la renta en el ámbito nacional (compensar al que menos tiene).
Milanovic critica esta doble vara de medir y la defensa a ultranza de la igualdad entre todos los ciudadanos frente a la necesidad de aquellos que quieren inmigrar. También llama la atención sobre las consecuencias negativas para los países más pobres de los esquemas de inmigración para cualificados o ricos que vienen proliferando en varios países desarrollados. El nuevo modelo de inmigración del Reino Unido sería un buen ejemplo, así como los programas de Golden visa (facilidades para obtener un visado y posteriormente un permiso de residencia cuando se invierte una cantidad mínima de dinero en el país) que tienen varios países, entre ellos España.
A pesar de estos buenos argumentos, creo que la propuesta no será práctica y además no contribuirá a facilitar ni un aumento de la inmigración legal ni un avance hacia una globalización inclusiva.
En primer lugar, los inmigrantes legales ya están sujetos a un régimen distinto al de los ciudadanos plenos en la mayoría de países, con un proceso gradual desde la entrada, pasando por la residencia que desemboca en la ciudadanía. El acceso a las prestaciones sociales en algunos casos requiere un período mínimo de estancia en el país. Por otra parte, discriminar a los inmigrantes legales reduciendo su salario o denegándoles la asistencia sanitaria dificultará su integración y facilitará su explotación y dominación por parte de los nativos. Serán legalmente ciudadanos de segunda, añadiendo una discriminación más a las dificultades que traen de origen.
Por otra parte, las restricciones políticas a la mayor apertura hacia los flujos de inmigrantes no suelen tener un fundamento económico real. La desconfianza o el rechazo a la inmigración tienen que ver con prejuicios, miedos y percepciones falsas en su mayoría respecto a la relación entre inmigración y fenómenos como la inseguridad o el estancamiento de los salarios. Tanto el ejemplo de las monarquías del Golfo como el de los visados entre personas parecen indicar que no importa si se mantienen condiciones indignas de vida o si se les paga mucho menos que a los nacionales, siempre que estén mejor que en sus países de origen.
Esta lógica es muy peligrosa y su extensión al ámbito de los derechos laborales o de la regulación medioambiental llevaría a la competencia a la baja. Podría llevar a sostener que será mejor que los pobres que viven en zonas rurales puedan mejorar su renta yendo a trabajar, aunque sus salarios sean de miseria, las condiciones de trabajo sean deplorables y además su actividad genere costes medioambientales.
Es preferible mantener la vía de los principios, aun aplicándola de manera pragmática, y defender no solo las mejoras de los que están peor sino también su compatibilidad y complementariedad con la justicia. Así, se puede defender la inmigración ordenada y regular, ajustada a las capacidades de ofrecer empleos de los países receptores y al mismo tiempo trabajar con los países de origen y facilitar el retorno de los inmigrantes, pero siempre de manera voluntaria. A muchos inmigrantes no les mueve tanto una mejora inmediata en sus condiciones de vida, sino la posibilidad de dar a sus hijos un futuro mejor. Obligarles a volver a sus países, tomando en cuenta además los costes del desplazamiento, sería injusto y poco eficaz; la mayoría se quedarían como ilegales.
En definitiva, sacrificar la igualdad de todos los ciudadanos que viven y trabajan en un país como fórmula de vencer las resistencias políticas a una mayor apertura hacia la inmigración supondría renunciar a un pilar básico de nuestro sistema político y social a cambio de un beneficio incierto.
Es preferible defender que los inmigrantes que llegan legalmente pueden llegar a convertirse en ciudadanos de pleno derecho y combatir al mismo tiempo los prejuicios, la desinformación y la xenofobia.