Todo empezó en el verano de 2008 cuando Hank Paulson pidió al Congreso americano con su voz grave que le dieran un bazooka para estabilizar las agencias hipotecarias. Desde entonces, se fijó la idea de que para acabar con una crisis financiera lo que se necesita es dinero, mucho dinero. Este enfoque, aplicado al área del euro, ha degenerado en un debate estéril sobre qué países pagan y qué países gastan, programas de rescate, supuestas transferencias de renta y otras zarandajas. A pocos días del Consejo Europeo que debe aprobar las medidas para que el euro se haga definitivamente grande, se aprecian indicios esperanzadores. La declaración franco-alemana de Meseberg queda lejos del gran impulso que pedimos muchos, pero abre la puerta a avances no desdeñables en la construcción de instituciones comunes para la unión monetaria.
El objetivo de esta reforma debería ser equiparar al área del euro con el resto de principales economías en cuanto a su capacidad para preservar la estabilidad económica y financiera. Para lograrlo hay que conseguir dos cosas. La primera es que se sea capaz de proveer un seguro eficaz y creíble contra la incertidumbre que ocasiona una crisis financiera. La incertidumbre es lo que convierte problemas de liquidez en problemas de solvencia y calamidades localizadas como la crisis fiscal griega en amenazas sistémicas. La segunda es que pueda resolver las situaciones de insolvencia, tanto de bancos como de soberanos, con el menor coste social posible.
Para evaluar las propuestas franco-alemanas, o para determinar dónde convendría dar la batalla en el Consejo Europeo, conviene no enredarse en los números y fijarse en quién y cómo tomará las decisiones, así como en la capacidad de evolución del marco que se acuerde.
Empecemos por lo más urgente, que es la liquidez y el funcionamiento uniforme de la política monetaria. Debería quedar claro que solo el BCE puede desempeñar con éxito esta labor crucial. La historia de cómo el programa Outright Monetary Transactions (OMT) consiguió acabar con la crisis del euro es aleccionadora. Pero todavía hay al menos dos cosas importantes que se deben hacer para fortalecer esta función.
La Declaración hace una referencia a la primera, al aludir a la provisión de liquidez durante la resolución. La Unión Bancaria tiene aquí un agujero peligroso que es imprescindible tapar. La función de prestamista de última instancia, una de las más antiguas de los bancos centrales, se instrumenta en el área del euro de manera descentralizada. Son los bancos centrales nacionales los que proveen la Asistencia de Liquidez de Emergencia (ELA) a entidades solventes pero con necesidades de liquidez, a un tipo superior al de las facilidades regulares del Eurosistema y con la garantía de activos financieros de calidad. Aunque existe el deber de informar al BCE y el Consejo de Gobierno se puede oponer a partir de operaciones superiores a los 2.000 millones de euros, lo cierto es que, como demostraron los casos irlandés, chipriota y griego, el modelo ha tendido a fragmentarse cada vez más. Por otra parte, como quedó claro en el caso del Banco Popular, no existe un esquema adecuado para que esta función pueda prolongarse en el caso de que una entidad entre en resolución. Una vez unificada la supervisión bancaria, urge centralizar la provisión de ELA en el BCE y acordar un marco para la provisión de liquidez durante la resolución. Una opción razonable para esto último, avanzada por Fernández de Lis y García (2018) es que el Fondo Único de Resolución y en su caso el MEDE, concedan garantías al BCE para apoyar la provisión de liquidez.
La segunda acción en este ámbito sería la creación de un mecanismo para que el programa OMT pueda activarse sin condicionalidad para países cuya deuda pública sea sostenible y que cumplan las reglas fiscales. Gregory Claeys, de Bruegel, ha hecho una propuesta muy inteligente, que dejaría en manos del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) la autorización al BCE para activar este OMT puro de liquidez.
El segundo aspecto fundamental de la discusión en el Consejo Europeo versará sobre las funciones, la toma de decisiones y el encaje institucional del MEDE. Es preocupante que la Declaración proponga empezar con una renegociación del Tratado del MEDE que incluya un mecanismo de estabilización con condicionalidad. El documento previo acordado por los Ministerios de Finanzas en París y Berlín revela el intento de aplicar condicionalidad ex ante. Pero no conviene perder el tiempo; el MEDE ya cuenta con facilidades precautorias similares a las del FMI, que no sirvieron de nada cuando la crisis se agravó.
Aquí las claves son atribuir al MEDE el soporte último de la Unión Bancaria (apoyo financiero al Fondo Único de Resolución con línea de crédito, fondos o garantías) y convertirlo en una institución común que decida por mayoría cualificada. Aunque el tamaño máximo que se señala en la Declaración, cercano pero inferior al del Fondo Único de Resolución, parezca irrisorio, hay que asegurarse de que podrá actuar con flexibilidad cuando se necesite. La Declaración es ambigua, pues habla de preservar los rasgos básicos de la gobernanza; el artículo 5 del Tratado del MEDE, que señala que las decisiones de concesión de asistencia financiera se adoptarán por consenso, es una anomalía en una institución dedicada a la estabilidad financiera. El FMI adopta sus decisiones sobre los programas de financiación por mayoría cualificada (a pesar de funcionar con una cultura de consenso) y el MEDE debería hacer lo propio (la mayoría cualificada con el 80% de los votos ya está prevista para decisiones menores). Este es un tema crucial que debería quedar claro en el Consejo Europeo.
El tercer bloque de la discusión será el presupuesto para el área del euro. En la declaración no se menciona el tamaño, pero sería un error centrar la discusión sobre un número en vez de sobre las funciones y la toma de decisiones. La mención a la inversión y a un posible mecanismo de reaseguro para las prestaciones por desempleo permite incluir la estabilización entre sus funciones, más allá de la convergencia y el crecimiento. Por el lado de los ingresos será igualmente importante dar contenido a la referencia a aportaciones nacionales, asignaciones de ingresos y recursos comunes. Es muy posible que la reacción airada del grupo de los doce países de la antigua órbita alemana contra la idea del presupuesto euro se deba a las implicaciones para los ingresos (no olvidemos que Irlanda y Luxemburgo están entre ellos).
El presupuesto del euro tiene que concebirse como una base sobre la que construir a medio y largo plazo. No será la solución frente a la próxima recesión, ni un catalizador inmediato para la convergencia. Sin embargo, su potencia institucional y política puede ser enorme. Primero habrá que probar los programas de gasto y recuperar la confianza, idealmente mediante un periodo prolongado de crecimiento, cumplimiento de las reglas fiscales y reducción de los niveles de deuda pública respecto al PIB. En una segunda fase se podrá ampliar la dotación para los mecanismos de estabilización y se podrá empezar a contemplar el ensamblaje institucional definitivo entre el presupuesto euro y el MEDE. Y es que si este último se integra en las instituciones comunitarias, acabará deviniendo de forma natural el Tesoro del presupuesto, emitiendo deuda conjunta de manera regular.
Aceptemos pues que los eurobonos tardarán todavía y aprovechemos para deshacernos del galimatías de los ESBies (proyecto para crear activos seguros mediante ingeniería financiera) como ya sugería el documento de los Ministerios de Finanzas. En cuanto al fondo de garantía de depósitos, el texto de la Declaración no permite vislumbrar avances a corto plazo.
En definitiva, el paso dado por el gobierno alemán, en un contexto político doméstico difícil y con el desafío del nuevo gobierno italiano a las autoridades europeas, debe valorarse y aprovecharse. Este tren no es de alta velocidad, pero va en la buena dirección, así que conviene subirse a la locomotora y ayudar a conducirlo por la vía de las instituciones comunes y las decisiones por mayoría