Frente a la tormenta perfecta que ha tenido que afrontar el Estado de Bienestar en España durante la última década, algunos partidos políticos y organizaciones sociales han hecho de su defensa una bandera. Esta reacción es comprensible y, en el corto plazo, puede haber contribuido a limitar los daños. Pero como en muchas otras cosas, la pulsión conservadora es insuficiente para afrontar los retos futuros. Tomando en cuenta las consecuencias sociales de la crisis, el envejecimiento de la población y la incertidumbre sobre el impacto de la digitalización en el empleo el objetivo para España debería ser ampliar y profundizar nuestro Estado de Bienestar.
En términos de equidad, si no hay una reacción de las políticas públicas que resulte eficaz para reducir la pobreza infantil y el aumento de la desigualdad de rentas, el alejamiento respecto a la igualdad de oportunidades se puede convertir en estructural. La urgencia se puede argumentar también desde un concepto republicano de la libertad, no basado en la no interferencia sino en las capacidades de todo ciudadano para buscar una vida plena sin ignorancia, enfermedad o dominación de terceros. Alrededor de un tercio de la generación que ha nacido en estos años puede ver su libertad futura coartada por la rémora de la pobreza y las privaciones que comporta.
Muy bonito, pero no nos lo podemos permitir, pensarán algunos. Quizá influidos por las tesis, que escuchamos desde hace décadas, del declive inexorable del Estado del Bienestar. Y es cierto que la mayor integración económica, la competencia por el capital, los cambios demográficos y el progreso tecnológico obligan a reformarlo. Pero no hay ninguna evidencia concluyente de que en un país como España la economía vaya a sufrir en el medio y largo plazo por ampliar y profundizar su Estado de Bienestar. Boscá, Doménech y Ferri (2017),en una excelente presentación sobre la estructura fiscal española, consideran que cualquier subida de la presión fiscal supondría una caída del PIB y del empleo, que sería incluso más que proporcional en el caso del capital. Los efectos sustitución en la oferta de trabajo y en la demanda de inversión explican esta relación por su efecto sobre la oferta de factores productivos; no obstante, en el extremo podría llevar a la conclusión poco razonable de que el máximo nivel de empleo y de PIB se daría con impuestos nulos.
Si el aumento de gasto público se orientara hacia la inversión social, destinando más recursos a la atención en las primeras etapas de la vida, la educación y la formación continua, el efecto final no tendría por qué ser negativo para el PIB y el empleo. La investigación de James Heckman apunta a que este tipo de inversiones resulta rentable socialmente porque la intervención temprana genera beneficios que superan a los costes de la provisión de los servicios. Se estaría aumentando la dotación de capital humano y mejorando la capacidad de adaptación a las necesidades de las empresas.
El aumento de los ingresos públicos ayudaría además a España a fortalecer su comportamiento macroeconómico dentro de la unión monetaria, pues nos permitiría reducir la deuda pública y ser menos vulnerables a choques asimétricos y turbulencias financieras.
Sin embargo, que podamos hacerlo no quita para que la tarea de ampliar y profundizar el Estado de Bienestar en España sea extraordinariamente difícil. No será suficiente con subir los impuestos a los ricos. Ni con decretar que vamos a enjugar los 8 puntos de PIB que nos separan de la media de ingresos públicos del área del euro. Se necesitarían un cambio en las políticas y una mejora en la capacidad de gestión con un horizonte de al menos diez años. Pero también sería imprescindible un revulsivo cívico, que generalizara entre los españoles un comportamiento exigente respecto a los derechos y obligaciones que entraña un Estado de Bienestar avanzado.
Las estimaciones sobre el tamaño de la economía sumergida en España se sitúan cerca de la media de la Unión Europea. Vaquero, Lago y Fernández Leiceaga (2015) señalan que la mayoría de los modelos de múltiples indicadores y múltiples causas (MIMIC), que estiman la economía sumergida relacionándola con causas como la tasa de paro o la presión fiscal y con indicadores como la demanda de dinero o la tasa de actividad, concluyen que su incidencia en España se sitúa algo por encima del 20% del PIB. Estas estimaciones están sujetas a varios problemas metodológicos. Pero lo preocupante es que, en la comparación, el resultado para España se sitúa alrededor de 10 puntos de PIB por encima de países como Francia y Alemania, e incluso más lejos de los registros de países como Estados Unidos o Japón (Medina y Schneider, (2017)).
En cuanto al fraude fiscal, el trabajo de economistas españoles mencionado antes señala que, de acuerdo a las estimaciones más recientes, la pérdida de recaudación en España se situaría en el 23%, lo que supondría en torno al 6% del PIB. El sindicato de técnicos del Ministerio de Hacienda habla de un grave problema de moralidad y cita como evidencias de esta situación la diferencia de rentas medias declaradas por trabajadores asalariados frente a los que desarrollan actividades económicas en el IRPF (21.268 frente a 11.402 euros) y el bajo número de declarantes de rentas superiores a 600.000 euros (7.200 en 2015).
El coste de este nivel de fraude diferencial con los países más avanzados va más allá de la pérdida de recaudación. Socava la moral fiscal, abonando la percepción de injusticia del sistema fiscal (que comparten un 86,2% de los españoles según el CIS) y distorsiona las condiciones de competencia, favoreciendo a aquellas empresas y profesionales que no cumplen sus obligaciones. La época de la burbuja inmobiliaria sentó las bases para una relajación del nivel de cumplimiento fiscal. En los últimos años, la moral fiscal se ha deteriorado además por la combinación de recortes en la financiación de los servicios públicos (la sanidad es el que más justifica el pago de impuestos según las encuestas) y por la proliferación de casos de corrupción y elusión fiscal.
También se dan los comportamientos incívicos entre los trabajadores, sobre todo en el cobro indebido de prestaciones por desempleo o de la Seguridad Social. Según el la Memoria de la Inspección de Trabajo de 2016, los trabajadores que ese año habían percibido indebidamente prestaciones según las inspecciones realizadas fueron 6.792, la cifra más baja de los últimos cinco años (con un máximo de 12.671 trabajadores en 2013). Las cifras son modestas comparadas con el total de perceptores de prestaciones y, como señala la propia Memoria, están muy por debajo de las cifras de fraude detectadas anualmente en trabajadores no dados de alta en Seguridad Social (87.190 en 2016). También llama la atención el recurso a la creación de empresas ficticias como instrumento para el fraude, mediante el falseamiento de contratos de trabajo cuyo propósito es acceder posteriormente a prestaciones. Según los datos avanzados por el Ministerio de Empleo y Seguridad Social con motivo de la presentación del Plan Estratégico de la Inspección de Trabajo 2018-2020, desde 2012 se han detectado más de 7.000 empresas ficticias.
Así, en la mayoría de los casos graves de fraude, ya sea fiscal o a la Seguridad Social, concurre la utilización espuria de una sociedad. El control o la presión social para evitar este tipo de prácticas se dificulta porque en España hay más de 3,2 millones de sociedades, 1,1 millones de las cuales son de responsabilidad limitada y, dentro de estas últimas, 436.000 carecen de asalariados.
Aunque las medidas de inspección y sanción y la mejora de la capacidad administrativa son parte de la solución, no será posible avanzar de manera sostenible hacia un Estado de Bienestar ampliado y profundizado si no se consigue extender el civismo para que el fraude sea la excepción. La educación es un instrumento a medio y largo plazo, pero a corto plazo se requiere un esfuerzo general para alcanzar tolerancia cero frente a prácticas como los cobros en negro o la dichosa pregunta de si con o sin IVA. A muchos les parecerá una quimera desterrar la picaresca o la admiración secreta por los que se aprovechan de lo que es de todos. Pero si se introducen los incentivos adecuados, la historia reciente abunda en ejemplos de aprendizaje cívico en España, desde la seguridad vial hasta el consumo de tabaco, pasando por la integración de los inmigrantes. Merece la pena volverlo a intentar.
Publicado en colaboración con Agenda Pública-Contexto Económico