Poco después de publicar mi último artículo, el presidente Trump impuso aranceles del 25% a México y a Canadá y del 10% a China (curiosa la diferenciación: más aranceles a los socios que a los adversarios). No conviene dejarse engañar: la lucha contra la inmigración ilegal y el fentanilo no eran más que burdas excusas tras las cuales no se sabe si se escondía una mera demostración de fuerza, un intento de forzar una renegociación del acuerdo de libre comercio con México y Canadá (USMCA), o simplemente una prueba a ver qué pasaba. La reacción de los afectados fue muy distinta: Canadá anunció la imposición de aranceles equivalentes y restricciones a minerales estratégicos, mientras que México (más vulnerable) sugirió una negociación. Tampoco conviene dejarse engañar por el anuncio al día siguiente de la suspensión de la subida arancelaria durante un mes: lo hizo a cambio de ridículos anuncios de un mayor control en frontera (controles que, por otro lado, ya estaban previstos), es decir, con otra burda excusa. Con posterioridad ha anunciado un arancel generalizado (que, por primera vez, afecta a la Unión Europea) del 25% sobre el aluminio y el acero, así como el estudio de incrementar los ya existentes contra automóviles, productos farmacéuticos y chips informáticos. El hombre-arancel amenaza de nuevo.
Insisto en el argumento de mi último artículo: en un mundo de cadenas globales de suministro, es imposible imponer aranceles sin perder competitividad internacional. Mi impresión es que la suspensión de los aranceles contra México y Canadá no se debió en absoluto a las promesas de control, sino a dos elementos: primero, las probables llamadas de empresarios (muchos, republicanos) quejándose de la pérdida de competitividad que supondría para sus industrias pagar un 25% más por los inputs productivos de Canadá y de México, imprescindibles para sus exportaciones a estos y a otros países; y, segundo, la reacción de Canadá, firme y decidida y que probablemente sorprendió a Trump.
No hay que malinterpretar, no obstante, la respuesta canadiense. La teoría económica dice que, ante un arancel estadounidense, Canadá ganaría más si no respondiera. De hecho, su economía, mucho menor que la estadounidense, tiene más que perder en una guerra comercial. Sin embargo, la reacción de Canadá tiene sentido desde el punto de vista de la teoría de juegos: en el caso de Trump, ceder al chantaje puede terminar saliendo mucho más costoso que plantar cara desde el principio, ya que los abusones solo respetan al fuerte, nunca al débil. Algo similar pasará con la Unión Europea: su reacción ante los aranceles al acero ha de ser firme, pero moderada (como la que ha anunciado China). No se puede no responder, porque sería una invitación a medidas adicionales, pero hay que vestir la respuesta de reacción natural, evitando cualquier declaración provocativa (en este sentido, la Comisión lo está haciendo muy bien).
En el fondo, la política arancelaria de Trump tiene muchas más probabilidades de terminar afectando gravemente a la competitividad estadounidense que de beneficiar el empleo o la producción. Quizás mejore temporalmente los beneficios de la industria del acero, pero seguro que otras empresas intensivas en el uso de acero como las energéticas no deben de estar nada contentas. La respuesta lógica ante los aranceles de Trump ha de ser una réplica natural y moderada, sin gran alharaca, a una decisión injusta.
Ahora bien, no todas las medidas del hombre-arancel van a perjudicar la competitividad estadounidense. En otras áreas, como la financiera, la medioambiental o la impositiva, su actitud desreguladora puede suponer una ventaja competitiva para las empresas estadounidenses. La rebaja impositiva será, sin duda, una fuente de atracción de inversiones (domésticas y extranjeras), aunque su intento de cubrir el déficit con ingresos arancelarios es una utopía. La relajación de los requisitos medioambientales que se derivarán del abandono del Acuerdo de Paris (y, probablemente también, de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático), o el anuncio de que Estados Unidos no someterá a sus bancos a regulaciones internacionales que perjudiquen su competitividad (en referencia a los requisitos regulatorios de Basilea III, que obligan a los bancos a dotarse de mayor capital), son ventajas, sin embargo, de doble filo, ya que la ganancia de competitividad lleva aparejada un riesgo. Si los bancos estadounidenses renuncian a Basilea III y asumen mucho más riesgo de crédito, o incluyen entre sus activos el bitcoin como moneda de reserva (como también ha dejado caer Trump que podría suceder), o si las empresas incrementan considerablemente sus emisiones o relajan sus requisitos medioambientales, sin duda abaratarán sus costes, pero también podrían generar desconfianza entre los bancos y empresas del resto del mundo. ¿Qué impide que un exceso de riesgo dé lugar a una nueva crisis como la de 2008 que luego podría contagiarse al resto del sistema financiero mundial? ¿Qué fondos invertirían en empresas declaradamente contaminantes?
Así, pues, abrochémonos los cinturones y preparémonos para una larga serie de medidas surrealistas del presidente estadounidense. ¿Habrá algo que le haga detenerse? Quizás solo las contradicciones de su política económica: si sube aranceles, reduce inmigración (y, por tanto, mano de obra) y baja impuestos, los “checks and balances” le pueden venir por el lado de la inflación y la pérdida de poder adquisitivo de los ciudadanos. Por lo pronto, la inflación en enero subió al 3%, su tasa más alta en seis meses y por encima del 2,9% esperado por los analistas. De las expectativas de inflación, al menos, no va a poder culpar a los demócratas.