El gran compositor y cantante mexicano José Alfredo Jiménez relataba en una de sus más famosas rancheras la historia de un borracho que llegaba –borracho, claro– a una cantina pidiendo cinco tequilas, y cómo el cantinero se lo llevaba a otro bar, donde decidían apostar a ver quién bebía más, hasta que se enzarzaban en una absurda discusión que terminaba a balazos.
Del mismo modo, el presidente Trump, ebrio de popularidad, ha aparecido pidiendo un 5% de aranceles a partir del próximo 10 de junio a todos los productos provenientes de México, como medida de presión para frenar la inmigración ilegal. Por ahora el presidente mexicano se lo ha llevado a otra cantina para negociar, pero no hay que descartar que la cosa acabe mal, no solo para ellos, sino para la economía mundial.
Lo curioso es que la medida de Trump, aunque con un gran impacto internacional, tenía inicialmente dos destinatarios claramente internos. En primer lugar, sus votantes, pues la ha hecho coincidir con el anuncio de que el 18 de junio presentará formalmente su candidatura a la reelección para las presidenciales de 2020. Con una economía boyante, que aún no acusa en exceso los efectos de los aranceles aplicados, un mercado de trabajo sólido que desafía las expectativas de tensiones salariales inflacionistas y una popularidad en máximos, Trump considera que es el momento apropiado para anunciar su reelección, y para ello nada mejor que acompañarlo de un gesto para la galería relacionado con una de sus promesas incumplidas: reducir la inmigración proveniente de México.
En segundo destinatario es el Congreso de los Estados Unidos, al que abofetea por partida doble. Por un lado, por bloquear la construcción de su muro en la frontera, ya que el Congreso no está dispuesto a permitir el desvío anunciado en febrero de casi 7.000 millones de dólares de otras partidas presupuestarias para la construcción del muro (amparándose en una declaración de emergencia nacional) y la vía arancelaria supone una forma indirecta de obtener ingresos. Por otro, por retrasar la ratificación del texto del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC o USMCA, el sustituto del NAFTA aprobado en noviembre pasado), debido a las dudas planteadas por algunos congresistas demócratas –de hecho, el Representante Comercial de Estados Unidos ha enviado al Congreso una Declaración de Acción Administrativa para forzar la aceleración de la ratificación.
Lo que no ha calculado bien Trump es que la medida es un error por partida cuádruple: económico, táctico, político y geoestratégico. Y, además, una peligrosa provocación.
Es un error económico, porque imponer un arancel general e indiscriminado sobre México, de confirmarse, sería un disparo en el pie para Estados Unidos, que importa de ese país bienes de consumo e industriales clave para su economía: de los 347.000 millones de dólares que Estados Unidos importó de México en 2018, la cuarta parte son vehículos y un tercio es maquinaria y equipo.
Es un error táctico, porque, como en otras ocasiones, Trump probablemente espera no tener que aplicar la medida, sino tan solo obtener una fuerte posición negociadora inicial. Pero lo que en otras ocasiones le ha salido bien, como la renegociación del NAFTA o la del acuerdo bilateral con Corea, en esta ocasión quizás no le funcione. No es lo mismo negociar sobre bienes que negociar sobre personas y, más allá de promesas genéricas, México no está en condiciones de aceptar el uso de aranceles como medida de presión política (por otro lado, completamente ilegales en el marco de la OMC).
Es un error político, porque al Congreso estadounidense no le gustan los pulsos ni los chantajes. En un país donde la separación de poderes es sagrada, es muy probable que los congresistas reaccionen de forma bastante firme frente a sus exigencias; y, al mismo tiempo, porque lanza a México –e indirectamente, a Canadá– el mensaje de que no tiene sentido ratificar el USMCA, porque las exigencias de Trump nunca tendrán fin. La medida, pues, reduce las posibilidades de una pronta ratificación del acuerdo.
Y es un error geoestratégico, porque esta medida, aunque no lo parezca, beneficia a China. Hasta el momento Trump había utilizado su arsenal arancelario de forma relativamente moderada, salvo en un caso, China, con quien no solo hay una guerra comercial abierta, sino también una peligrosa guerra tecnológica. Lo curioso del asunto es que Trump, en este último caso, tenía motivos para la queja y para la desconfianza: para la queja, porque los abusos de China en materia comercial son realmente sustanciales; y para la desconfianza, porque, más allá de la estrategia adoptada, depender en 5G de sistemas de telecomunicación chinos tiene indudables riesgos de seguridad. China ha estado en los últimos meses –a su pesar– en el punto de mira no solo de Estados Unidos, sino de toda la comunidad económica mundial, pero esta nueva amenaza a un socio leal como México consigue desviar la atención desde el gigante asiático a otros focos y hace aparecer de nuevo a Trump como un político alocado e inconsistente en sus políticas.
La mayor peligrosidad para la economía de esta medida contra México se deriva, sin embargo, de su carácter de provocación reincidente: es la segunda vez que Trump contribuye de forma evidente al despertar del nacionalismo económico. La primera fue la Orden Ejecutiva contra la tecnología de telefonía móvil de China, que provocó en este país –por vez primera desde que se inició la guerra comercial– un fuerte sentimiento de ultraje: amenazas de boicot a productos estadounidenses, menciones del presidente Xi a “una Larga Marcha”, preparativos de listas negras de empresas… Esta medida contra la inmigración mexicana, por su parte, ha sido percibida por México como un ataque directo a su soberanía. La carta de respuesta de López-Obrador, aunque sobria, da a entender entre líneas que México también puede jugar al juego del nacionalismo y que, por las malas, también puede causar mucho daño a la economía estadounidense. Llama la atención, además, la dura reacción del presidente de la patronal mexicana Coparmex exigiendo “responder con firmeza”, y recordando que “ya se entregó la soberanía legislativa en la aprobación de la Ley Federal del Trabajo” –refiriéndose a la mejora en la negociación colectiva impuesta por el USMCA para intentar presionar al alza los salarios mexicanos.
Dicho de otra forma: cuando hablábamos de saldos de balanzas comerciales, hablábamos solamente de dinero; pero cuando hablamos de tecnología china, hablamos de poder; y cuando hablamos de inmigrantes mexicanos, hablamos de personas, derechos y soberanía nacional. China aceptará comprar más soja o más gas americano, pero no sacrificará su proyecto estratégico de convertirse en una potencia tecnológica e industrial mundial; y México aceptará reducir algunas de sus ventajas industriales o incluso aceptar algunas normativas laborales que equilibren el terreno de juego, pero no aceptará que Estados Unidos trate a los mexicanos como ciudadanos de segunda. Con sus aranceles antiinmigración, Estados Unidos está prendiendo en México la mecha nacionalista, una mecha que ya arde en China. Y ya sabemos que, cuando intervienen las vísceras, la razón –incluida la económica– se obceca.
Si Trump pretende con esta medida educir la inmigración ilegal, es dudoso que lo consiga. Y si quería acelerar la ratificación del USMCA, le va a salir el tiro por la culata. Acorralar a los países equivale a forzarles a tomar medidas desesperadas que pueden provocar fuertes desequilibrios en la economía mundial.
Trump debería aprender de José Alfredo Jiménez que, cuando dos personas ebrias apuestan “a ver quién se cae primero”, la cosa puede ponerse fea. No conviene enfrentar a un presidente ebrio de popularidad con un líder ebrio de nacionalismo, ya sea chino o mexicano, porque la apuesta inicial de dinero puede terminar a tiros, y la economía mundial no está para sustos. Y cuando silben las balas, nadie estará a salvo: “mariachis y cancionero / también salieron corriendo”.
Este artículo fue publicado originalmente en Agenda Pública-El País (ver artículo original)