En menos de dos semanas se celebrarán las elecciones presidenciales en Estados Unidos. La geopolítica, una vez más, va a condicionar la economía mundial. Las encuestas están tremendamente ajustadas entre Harris y Trump, y cualquier resultado es posible. Como el sistema electoral estadounidense tiende a sobrerrepresentar a los estados poco poblados y el voto rural suele ser más conservador que el metropolitano, los demócratas están obligados a ganar en voto popular con un margen bastante elevado para poder alcanzar la presidencia.
El duelo electoral tendrá lugar en contexto económico muy favorable para EEUU, con unas previsiones para 2024 de un crecimiento del 2,8%, una inflación del 3% y un desempleo del 4,1%. El control de los precios llevó en septiembre a la Reserva Federal a bajar los tipos de interés 50 puntos básicos, hasta el 4,75%-5%, con la intención de hacer uno o dos recortes adicionales antes de fin de año. Una economía estable que puede sufrir la inestabilidad política.
¿Qué podemos esperar de la próxima presidencia estadounidense en términos económicos? Depende del ámbito.
Para los europeos, por lo pronto, lo más urgente es saber qué ocurrirá en política exterior, en particular con Ucrania. Las diferencias aquí son grandes entre los demócratas, que asegurarían su apoyo militar (si un débil Congreso no lo impide), y los republicanos, que preferirían abandonarla a su suerte. Trump ya ha dicho que quiere terminar la guerra y que forzaría un acuerdo “bueno para ambas partes”, aunque no sabemos qué entiende por “bueno” ni siquiera a quién se refiere cuando habla de “ambas partes”. Lo que parece evidente es que, si gana Trump, el apoyo a Ucrania se acabará, y la Unión Europea deberá enfrentarse a una soledad militar (que, como siempre, le llegaría sin los deberes hechos) que le costará muchos disgustos… y mucho dinero. En la guerra de Oriente Medio, por el contrario, el apoyo casi incondicional a Israel no tiene visos de variar mucho.
En el terreno de la política comercial no cabe esperar grandes cambios en la tensa relación con China, pero sí respecto a Europa y al resto del mundo. China no lo dice, pero probablemente confía en poder negociar mejor con Trump que con Harris. Para Europa y para el comercio mundial, sin embargo, la victoria de Trump sería más peligrosa, ya que ha anunciado un arancel general adicional del 10% para las importaciones estadounidenses con carácter general, un 60% para las procedentes de China y un 100% para las de los países “que dejen de usar el dólar”, añadiendo ufano que “los aranceles son lo mejor que se ha inventado nunca”. Por otra parte, ni Harris ni Trump tienen ninguna intención de reformar la Organización Mundial de Comercio, que desde su declive tendrá que observar con melancolía cualquier posible guerra comercial global. Es probable que tanto la una como el otro se embarquen en una renegociación del acuerdo de libre comercio con México y Canadá (el USMCA, antes NAFTA), para endurecer las reglas de origen y evitar, entre otras cosas, que los coches chinos se sigan colando vía México, e incluso que reaccionen con represalias comerciales ante el arancel al carbono (CBAM) que deberá imponer la UE en 2026 (como comentábamos en el último artículo).
En materia de política industrial no habrá tampoco muchas sorpresas. Gane quien gane, se mantendrán las ayudas de la Inflation Reduction Act (IRA), la Chips Act y muchas otras que, en el fondo, no son más que el reflejo del nacionalismo económico que ambos partidos comparten (y la prueba de que a los republicanos también les gustan las subvenciones). La seguridad nacional seguirá extendiéndose como excusa para proteger el comercio y las inversiones en cualquier sector, y no solo con China (como demuestra el probable bloqueo de Biden a la fusión de la siderúrgica japonesa Nippon Steel con US Steel).
En materia de política fiscal sí existen grandes diferencias entre republicanos y demócratas, tanto en materia de gasto como de impuestos, pero en estos tiempos extraños ni Harris ni Trump parecen excesivamente preocupados por el déficit y la deuda pública estadounidense (7,6% y 120% del PIB, respectivamente). Harris, porque pretende reducir el déficit (algo bastante difícil), y Trump –aún más expansivo que los demócratas–, porque pretende financiarlo con la recaudación arancelaria (algo bastante improbable). El año fiscal comenzó el 1 de octubre y, como en los últimos dos años, sin presupuestos, pero con la sempiterna y surrealista amenaza de cierre de los servicios federales, que en esta ocasión (y merced a un acuerdo de última hora) no se materializará hasta el 20 de diciembre, una vez se sepa quién accede a la presidencia. Esa patata caliente la asumirá el Congreso saliente, pero el nuevo deberá lidiar con otra: el restablecimiento en enero del techo del límite de deuda federal (una reliquia de la primera Guerra Mundial que aún mantiene vivo el peligro de una suspensión de pagos de la primera economía mundial). En resumen, que la situación fiscal estadounidense nos preocupa, sobre todo, al resto del mundo. Tampoco ayuda mucho la batalla que Trump mantiene contra la Reserva Federal, cuya independencia le parece un problema.
En conclusión, mucha incertidumbre, y eso suponiendo que los resultados sean claros y no provoquen protestas, recuentos o incluso denuncias de fraude. Por otro lado, no olvidemos que cualquier victoria es compatible con un Congreso o un Senado débil o incluso hostil a la presidencia. Como siempre, pero esta vez más que nunca, la economía mundial va a depender de la papeleta que depositen los apenas 170 millones de ciudadanos registrados como votantes en Estados Unidos.