En el libro Kluge: La azarosa construcción de la mente humana, Gary Marcus explica cómo el proceso evolutivo del cuerpo humano no aspira a la perfección: así como hay elementos con un diseño casi perfecto –como las manos–, otros –como los ojos o el aparato reproductor masculino– presentan un diseño bastante chapucero. Lo que pasa es que funcionan (un kludge o kluge en inglés es justo eso: un apaño, una solución chapucera pero funcional). Y si han sobrevivido dentro del cuerpo humano con su torpe diseño es precisamente porque cumplen adecuadamente su cometido, y otros órganos más elegantes pero menos funcionales no han pasado el filtro darwiniano.
Algo similar sucede con las oposiciones como método de acceso a la función pública: son métodos muy anticuados y probablemente no muy eficientes, como periódicamente se nos recuerda. Pero han sobrevivido en el sistema de la Administración porque son eficaces, es decir, cumplen adecuadamente dos importantes funciones: permiten una selección esencialmente meritocrática –evitando el amiguismo y el nepotismo– y proporcionan candidatos con un alto nivel de conocimientos a un bajo coste para la Administración –aunque no necesariamente para la sociedad–. ¿Hay mecanismos alternativos más eficientes? Tal vez, pero cualquier alternativa ha de funcionar dentro de un cuerpo que ya existe: mejorar el diseño del sistema de acceso sin reformar a fondo la Administración puede implicar sustituir un kluge o apaño funcional por una hermosa solución disfuncional.
Respecto a la meritocracia, existen pocas dudas de que, en el caso de exámenes públicos orales frente a Tribunales variados –como es el caso de las oposiciones a altos funcionarios, en la que nos centramos, y que son las que el autor [1] conoce mejor–, la probabilidad de que apruebe alguien no preparado es muy reducida. Seguramente hay personas preparadas que no acceden, pero no accede nadie que no esté preparado, ya sea un humilde desconocido o el hijo de un influyente personaje. La publicidad del examen dificulta la arbitrariedad, y el hecho de que muchos hijos sigan la profesión de sus padres no tiene por qué ser un signo de nada que no ocurra en otros ámbitos: ¿es una jueza hija de jueza mucho más frecuente que una catedrática hija de catedrática o una abogada hija de abogada? Con una diferencia: los hijos de abogados lo tienen más fácil que los hijos de jueces para seguir la profesión de sus padres, porque en el segundo caso tendrán en cualquier caso que aprobar una oposición.
En este sentido, se señala que esta meritocracia no es universal, sino que tiene lugar dentro de un subconjunto elitista de la sociedad: los capaces de sufragar una larga y costosa preparación. Eso es cierto, pero con dos matices. En primer lugar, no es un problema exclusivo de las oposiciones, ya que tampoco es fácil sufragar varios años de doctorado en una de las mejores universidades (las estadounidenses ofrecen préstamos con cargo a sueldos futuros), ni un máster en una escuela de negocios prestigiosa, ni un examen de MIR. Toda formación superior es siempre costosa, y como inversión que es, rara vez está garantizada. La solución del modelo universitario español, que implica tasas universitarias reducidas para todos –hasta para los más ricos– no es precisamente progresiva ni barata. Quizás la forma de ampliar el ámbito de la meritocracia en cualquier ámbito de la educación superior es ofrecer becas y ayudas financieras (incluidos préstamos contingentes) para que los buenos estudiantes motivados pudieran acceder a financiar sus años de estudio.
Se suelen criticar los supuestos méritos alegando que las oposiciones a altos funcionarios son meros ejercicios memorísticos, pero lo cierto es que a menudo se exagera la importancia de la memoria. No porque no sea necesaria –ningún proceso de aprendizaje puede prescindir de ella–, sino porque, contrariamente a lo que se piensa, los temarios de las grandes oposiciones no son textos canónicos, sino meras guías de referencia que los opositores, a partir de un acervo común, pueden adaptar a su forma de explicar. Por otro lado, la mera memoria no es suficiente: todas las grandes oposiciones constan de varios ejercicios (orales y escritos), entre los cuales siempre existen algunos prácticos (dictámenes jurídicos o económicos) que impiden que apruebe alguien que no haya asimilado bien los conocimientos. A ese filtro se añaden las preguntas del Tribunal que siguen a cualquier exposición oral, y que permiten filtrar a los aspirantes que se han limitado a memorizar contenidos. Otra cosa es que muchos temarios están sin duda muy anticuados y requieren superar muchas inercias históricas, pero siempre partiendo de unos mínimos y amplios conocimientos básicos –simplificar en exceso también va en detrimento del prestigio de la Administración, al igual que es difícil obtener el tenure de los profesores en las universidades anglosajonas–. Nadie quiere que le opere un cirujano o le juzgue un juez que no haya demostrado primero un gran conocimiento de su materia. También es cierto que la formación de los altos funcionarios debería incluir muchas más habilidades, no solo estrictamente académicas, pero eso es relativamente fácil de subsanar.
La segunda de las ventajas de las oposiciones actuales es que seleccionan eficazmente individuos con un alto nivel de conocimientos a un bajo coste para la Administración. Como contrapartida, el coste es alto para la sociedad, en forma de mantenimiento de un gran número de personas improductivas durante varios años. Ciertamente, ningún conocimiento es baldío, y muchos aspirantes que no superan las oposiciones lo aprovechan en despachos, consultoras y otras empresas –aunque el hecho de no ser reglado añade algunas dificultades–, pero es innegable que la Administración traslada ese coste a la sociedad. Dicho esto, si se alega que las oposiciones solo las hacen los más favorecidos, entonces también serían ellos quienes más asumirían el coste.
¿Cómo podría articularse una alternativa más eficiente que simplificara el acceso, pero garantizara la meritocracia (a ser posible, universalizándola) y redujera el coste total? No es tarea fácil. Así, si se sustituyen los exámenes de acceso por tests estandarizados de capacidad, entonces la Administración habrá de proporcionar toda la formación y asumir su coste. Para ello se ha propuesto a veces la creación en España de una Escuela Nacional de Administración, siguiendo el modelo francés. Pero los franceses requieren para acceder a esta escuela entre uno y dos años de estudios (que también tienen que financiar) y menos del 10% de los que acceden son de origen humilde. La mayoría de los enarcas proviene de París o de cerca de París, entre otras cosas porque es allí donde están los ministerios y donde hay que residir si se trabaja como alto funcionario, lo cual a menudo desincentiva a los candidatos de provincias no dispuestos a trasladarse (probablemente algo de esto hay en el sesgo regional de los altos funcionarios españoles que se analizaba recientemente en Agenda Pública, aparte de cuestiones específicas en el caso de comunidades con un mayor peso nacionalista). La ENA también ha recibido críticas por su elitismo y porque su formación es demasiado generalista, así como por su coste –estimado en unos 170.000 euros por alumno, en dos años de formación–. Así pues, no solo se trata de crear una ENA española, sino un modelo distinto y mejor que el francés (elitista y encima sufragado por todos los ciudadanos). Por otro lado, si lo que se quiere es no solo atraer a gente muy preparada, sino a los mejores, entonces no solo habrá que simplificar y mejorar el sistema de acceso (que se alega a veces, no siempre con datos, para demostrar que la Administración se pierde a los mejores), sino pagar a los altos funcionarios sueldos que compitan con los del sector privado.
La realidad es que la Administración española requiere una profunda reforma, tantas veces anunciada y nunca acometida. La formación en el puesto de trabajo y las oportunidades de desarrollo de la carrera profesional dejan mucho que desear; el abanico salarial es escaso y los complementos de productividad se asocian al nivel profesional y no a la responsabilidad y al esfuerzo dentro de cada categoría profesional; los mecanismos de disciplina –que ya hoy permiten la separación del servicio en caso de falta grave– no se aplican prácticamente nunca, ni siquiera en casos flagrantes de absentismo laboral; la politización es creciente, y cada vez se busca más la aportación técnica de los funcionarios no para poder tomar la mejor decisión política –coincidente o no con la técnica–, sino para justificar y evitar la responsabilidad de las malas decisiones políticas. Todas esas cosas, y muchas más, requieren una profunda reforma, porque no funcionan.
Las oposiciones, por el contrario, quizás no sean eficientes, pero funcionan en el marco actual. Lo que hay que reformar es la Administración en su integridad, pero simplificar la forma de acceso sin cambiar los mecanismos de control, formación y despolitización es peligroso. Terminar con el “kluge” de las oposiciones corre el peligro de sumar a todos los defectos de la Administración una selección de altos funcionarios sujeta a peligrosas o cambiantes valoraciones de méritos, a favores políticos o personales, o a procesos opacos.
Mientras tanto, sería muy recomendable seguir recopilando estadísticas cada vez más detalladas sobre aspirantes de oposiciones a cuerpos de la administración por extracto social, antecedentes familiares, motivaciones, y otros datos que permitan hacer un análisis comparativo con otros países, con rigor y sin prejuicios (de la abundancia de funcionarios ex-altos cargos –muy vinculada al sistema de incompatibilidades– hablaremos otro día). Porque lo cierto es que, si al soldado el valor se le supone, al funcionario rara vez se le presume vocación alguna de servicio público, sino aversión al riesgo, falta de iniciativa, conformismo o extraños rasgos de personalidad. La realidad, como siempre, es bastante más compleja.
[1] El autor de estas líneas es Técnico Comercial y Economista del Estado
Publicado en colaboración con Agenda Pública-Contexto Económico
Lo primero que querría hacer es transmitir mi enhorabuena y agradecimiento a los impulsores de este blog, personas a las que conozco y de los que sólo puedo alabar su valía y rigor profesional, al margen de su vocación por el debate desde la moderación y desde la racionalidad, algo que particularmente echo en falta en este país. Me ha gustado mucho el artículo y me ha llevado a la reflexión, como todo lo que hace mi buen amigo Enrique, compañero de extraordinaria valía y brillantez.
Respecto al tema que nos ocupa, creo que no deberíamos resignarnos bajo el paraguas de que las oposiciones es el «menos malo de los sistemas». Estoy de acuerdo, como muy bien se argumenta en el artículo, en que el sistema ha cubierto la mayoría de sus objetivos, pero creo que el mundo ha cambiado tanto y probablemente más que lo va a hacer, que mantener un mismo proceso de selección para un entorno tan distinto es, desde mi punto de vista, inadecuado.
Sin entrar en cuestiones que darían para otros debates como hasta qué punto se siguen justificando trabajos de por vida por haber superado determinadas pruebas en un momento dado, por no hablar de la necesidad de la formación continua y de la evaluación del desempeño, me parece que quedarse con que el sistema es eficaz no es suficiente.
En un tiempo en el que el conocimiento es cada vez más accesible, un proceso de selección que sigue poniendo casi todo el foco en el conocimiento necesita una cierta revisión o al menos necesita ser complementado. No se trata de simplificar las alternativas a una pugna maniquea de «Oposiciones» vs «Arbitrariedad y Nepotismo», sino de encontrar un punto de equilibrio satisfactorio, que por supuesto valore la meritocracia pero que sea capaz de incorporar los méritos que realmente deben valorarse en la función pública.
Se trata simplemente de mejorar y adecuar el proceso y por supuesto todo ello dentro de una revisión más amplia de lo que debe ser una Administración Pública en los tiempos venideros. Está bastante documentado que en un buen número de puestos de trabajo ser competente técnicamente es una condición necesaria pero no suficiente y creo que es ahí donde deberíamos incidir. Existen habilidades y competencias que son tan importantes o más que el estricto conocimiento de una materia.
La Administración, como cualquier organización, debe preocuparse por tener a los mejores empleados posibles para las necesidades del mundo al que pertenece y de los ciudadanos que la mantienen. De hecho, tener esos empleados bien formados en lo técnico pero también con capacidad de gestionar entornos cambiantes e inciertos y liderar equipos, sería la mejor herramienta para hacer frente a la lamentable politización de demasiados ámbitos de la Administración.
En todo caso, entiendo también el «temor» del autor, en la medida en que no sé si de manera casual o no (aunque conforme más mayor me hago menos creo en las casualidades), en los últimos tiempos he visto bastantes artículos críticos con el sistema de Oposiciones, lo cual en un país tan dado a la injerencia política es cuanto menos sospechoso. Es como aquello de que todos quieren un Televisión Pública plural, abierta y profesional…hasta que llegan al poder.