Después de la firma del Acuerdo de Comercio y Cooperación entre la Unión Europea y el Reino Unido, muchos creen que el Brexit se ha terminado. ¡Qué más quisiéramos! Desde luego, muchas cuestiones se han aclarado, los análisis sobre los posibles tipos de acuerdo han quedado en papel mojado y la famosa escalera de Barnier ya está acumulando polvo, pero me temo que seguiremos hablando del Brexit durante bastante tiempo. Yo, personalmente, escribiré un poco menos, pero sólo porque lo que sí ha desaparecido es la sensación de urgencia y de máxima actualidad. Adiós a las fechas límite, las votaciones agónicas en el Parlamento británico (“Order!”) y las amenazas de salida sin acuerdo. En ese sentido, no nos viene mal a todos un poco de tranquilidad.
Dicho esto, el verdadero análisis del Brexit empieza ahora. Hasta hace un par de semanas, todo eran teorías y predicciones. Desde el uno de enero estamos en el terreno de los datos, en el momento de comprobar los costes efectivos (estáticos y dinámicos) de la desintegración económica, es decir, la creación de barreras al comercio y a la circulación de factores a partir de una situación de plena libertad. Bienvenidos a la realidad del Brexit.
Para ello conviene distinguir las cuestiones que tienen arreglo y las que no lo tienen, y separar la anécdota de la categoría. El hecho de que los funcionarios de aduanas de Holanda estén estos días confiscando los bocadillos de los conductores británicos porque los visitantes extracomunitarios no pueden introducir cárnicos ni lácteos en el territorio de la UE no deja de ser una curiosidad sin mayor importancia (y de hecho la legislación comunitaria permite excepciones a la prohibición general en el caso de países que no supongan riesgo sanitario). Eso probablemente se solucionará pronto.
El papeleo en el comercio, por ejemplo, que ya es una realidad, se podrá simplificar algo, pero no va a desaparecer. En los primeros días del año el tráfico de camiones entre el Reino Unido y Francia ha sido particularmente bajo, entre otras cosas por la confusión sobre las nuevas normas, pero pronto veremos una recuperación de los flujos, y con ellos, atascos y largas colas de camiones en la frontera, como hace décadas.
Esos atascos también terminarán solucionándose, porque ya no estamos en los años 60 del siglo XX, sino en 2020, cuando la tecnología no tiene nada que ver. La gestión de los procesos aduaneros puede realizarse de forma mucho más ágil y eficiente que hace medio siglo, y es de esperar que, a medida que las normas se conozcan bien y el papeleo se pueda simplificar e informatizar, la fluidez se vaya recuperando. Quién sabe, igual una de las ventajas del Brexit es que ayuda a desarrollar mecanismos de digitalización aduanera que luego se pueden aprovechar en otras circunstancias.
Aun así, los milagros no existen, y la frontera física eurobritánica será durante muchos años una realidad. Llevamos desde 2016 insistiendo –especialmente a raíz del problema de Irlanda del Norte y su salvaguarda– que una frontera meramente tecnológica entre dos países todavía no es posible. O, al menos, no para algunos productos. Como decía Michel Barnier, “yo no sé cómo se inspecciona una vaca por métodos virtuales”. Si existiera esa tecnología, países como Suiza o Noruega la usarían. Por eso, las nuevas tecnologías que se están adoptando en Calais no podrán en ningún caso evitar que muchos camiones que cruzan cada día el Canal deban detenerse.
Si esa fluidez no se recupera pronto, muchos exportadores europeos sufrirán económicamente, pero no serán sustituidos, como los de agroalimentarios, porque para el Reino Unido no habrá alternativa de importación sin papeleo de ningún otro país. En otros sectores como el del automóvil, sí que es posible que los centros de producción británicos terminen reduciendo su actividad en el Reino Unido ya que, en plena transformación del sector, gastar el dinero en gestión aduanera quizás no es un uso demasiado eficiente de los recursos.
En este sentido, conviene insistir en una cosa: por mucho que el Reino Unido celebre que ahora “no está limitado” para comerciar con cualquier parte del mundo, hay dos hechos evidentes: en primer lugar, que antes tampoco estaban limitados para exportar donde quisieran; y, en segundo lugar, que antes él Reino Unido tenía 27 países donde podía comerciar sin ningún tipo de papeleo aduanero, y ahora tiene (y tendrá durante muchos años) exactamente cero. Por muchos acuerdos de libre comercio que celebre.
Porque el papeleo está relacionado precisamente con otra de las cosas que tampoco tienen fácil solución con el paso del tiempo: las normas de origen, que ya se han manifestado en todo su dramático esplendor, y que son inherentes a los acuerdos de libre comercio. Como ya hemos señalado, los únicos productos que estarán exentos de arancel en el comercio bilateral entre el Reino Unido y la UE son los productos originarios, es decir, los efectivamente producidos o al menos transformados en el Reino Unido o en la UE. La reexportación y distribución a Europa desde el Reino Unido es, desde enero, una actividad poco competitiva, cuya única forma de evitar el doble arancel será mediante el uso del régimen de tránsito o el de depósito aduanero, ambos con inconvenientes y costes. Ahora es fácil entender por qué Theresa May insistía en mantener una unión aduanera (que funciona como una zona de origen única).
En el ámbito de la libre circulación de personas, algunas cosas sólo cambiarán si cambia la actitud del Reino Unido. En el último artículo hablábamos de que la exigencia de visado de trabajo tan sólo se había eliminado para unas pocas actividades. La UE ofreció a los negociadores británicos la posibilidad de incluir la actividad de músicos, pero el Reino Unido se negó, porque le obligaba a la reciprocidad. “La libre circulación de personas se ha acabado”, parece que dijo la delegación británica, parafraseando a su ínclita ministra de Interior, Priti Patel. Resultado: ahora los músicos europeos tendrán que pedir visado de trabajo si quieren tocar en el Reino Unido, pero los músicos británicos que quieran hacer una gira por cinco países de la UE deberán tramitar… cinco visados de trabajo distintos. Quizás se olvidaron de que éstos no funcionan como los visados Schengen turísticos, que valen para toda la zona: cada país tiene sus propias normas de permisos de trabajo para extracomunitarios (al igual que las tenía el Reino Unido antes del Brexit). Sin reciprocidad, no habrá avances.
Estas cuestiones, al igual que otras muchas relacionadas con el comercio de servicios, no se solucionarán nunca con tecnología, sino con apertura de miras política, cuando llegue un nuevo gobierno al Reino Unido que mire la inmigración europea como una oportunidad– y no un inconveniente– y la aceptación de alguna legislación europea como un coste menor frente a las ventajas que conlleva el acceso al mercado único.
Quizás el tiempo sí que arregle eso: a menos que la UE se atasque en interminables peleas internas y deje de ser un proyecto atractivo, poco a poco las heridas políticas irán cicatrizando y en unos años es posible que la rigidez del Reino Unido a la hora de aceptar flujos migratorios europeos o la asunción de parte del acervo comunitario se relaje y, aunque la readhesión parezca imposible, al menos se avance hacia un modelo de integración más razonable con algún tipo de acceso al mercado único. Entonces sí que, por fin, podremos decir que el Brexit habrá terminado.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)