El historiador australiano Christopher Clark, en su excelente Sonámbulos: Cómo Europa fue a la guerra en 1914, nos da la explicación definitiva del origen de la Primera Guerra Mundial, de cuyo armisticio se conmemora ahora el centenario. No fue, como se cree, el asesinato del archiduque Francisco Fernando, un personaje relativamente secundario cuya muerte apenas alteró a los ciudadanos de Viena, como narra Stefan Zweig en El mundo de ayer. El atentado de Sarajevo fue simplemente el detonante de la verdadera causa: una cadena de absurdas y temerarias decisiones políticas en una Europa con unos líderes arrogantes y autoritarios, con ideas preconcebidas sobre el enemigo y con una percepción muy equivocada de lo que podría implicar y durar un nuevo conflicto bélico. La Primera Guerra Mundial la provocó, en suma, la polarización política y los errores de unos líderes “sonámbulos, vigilantes pero incapaces de ver, poseídos por sus sueños, pero ciegos a la realidad del horror que estaban a punto de traer al mundo”.
Cien años después, y transcurrida una década desde la última crisis financiera y la subsiguiente recesión, probablemente hemos aprendido mucho sobre cómo prevenir y gestionar desastres económicos –aunque tal vez no estemos preparados ni regulatoria ni financieramente para otro. Pero lo que parece seguro que no hemos aprendido, después de un siglo y dos guerras mundiales, es a valorar adecuadamente la capacidad de unos líderes políticos incompetentes para generar conflictos innecesarios y arruinar la economía y la vida de sus ciudadanos.
Porque la realidad es que hoy, en un contexto generalizado de recuperación económica, y más allá de algún indudable riesgo financiero, el verdadero riesgo económico para la economía mundial tiene un origen casi exclusivamente político.
Así, en el continente americano, en Estados Unidos, que está creciendo a buen ritmo y tiene una de las tasas de paro más reducidas de las últimas décadas, su imprevisible presidente se ha embarcado en una serie de absurdas guerras comerciales cuyas consecuencias podrían desestabilizar el comercio y la economía mundiales. En Brasil, el nuevo presidente populista comienza una andadura cuya deriva económica aún es incierta, mientras su vecina Venezuela se hunde en la más absoluta de las miserias por culpa de sus líderes.
En Oriente Medio, el salvaje asesinato político de un periodista en un consulado de Arabia Saudí podría hacer tambalearse a un régimen cuya inestabilidad tiene importantes implicaciones geoestratégicas y sobre los precios del petróleo, mientras Irán se enfrenta a la amenaza de nuevas sanciones estadounidenses.
En Asia, el líder de China acumula un poder no visto desde Mao, y tarde o temprano habrá de afrontar una inevitable desaceleración económica –todavía no se ha inventado el capitalismo sin ciclos– o una inestabilidad financiera que podrían exacerbar el eficaz método de distracción conocido como nacionalismo, algo que su vecina Rusia conoce muy bien.
En Europa, donde también reviven el nacionalismo, el autoritarismo y el populismo, la incompetencia de la primera ministra del Reino Unido para gestionar el resultado del irresponsable referéndum convocado por su antecesor ha dado lugar a una de las mayores fuentes de incertidumbre económica de las últimas décadas. Mientras tanto, en Italia, un país con una economía potente cuyo principal problema era un estancamiento y endeudamiento relativamente manejables, el nuevo gobierno no solo ha decidido calentar el debate migratorio europeo, sino también desafiar en materia presupuestaria a la Comisión y generar una crisis de confianza y una debilidad bancaria cuyos resultados son impredecibles.
Y en España, cuando ya el PIB recuperaba por fin los niveles anteriores a la crisis, los partidos independentistas que apoyan al gobierno plantean demandas jurídico-políticas imposibles de cumplir, mientras amenazan abiertamente con excitar aún más el conflicto social en Cataluña, y con él una peligrosa incertidumbre económica –contra la que acaba de advertir el gobernador del Banco de España.
Lo triste de todo es que nada de esto era inevitable. Si Trump no se hubiera embarcado en una guerra comercial innecesaria, si el Brexit se hubiera desestimado por la imposibilidad de un acuerdo económicamente razonable, si el gobierno italiano hubiera optado por negociar con la Comisión en vez de desafiarla, o si los independentistas catalanes hubieran abandonado cualquier estéril intento unilateral de imponerse a la mitad de la población catalana, quizás podríamos estar preparándonos para los futuros desafíos económicos verdaderamente ineluctables: cómo encontrar instrumentos operativos de política económica en un marco de elevado endeudamiento y tipos de interés próximos a cero; cómo mejorar la gobernanza de la globalización; cómo gestionar de forma inteligente y controlada los flujos migratorios en un contexto de envejecimiento de la población; como combatir la desigualdad, o cómo paliar los efectos de la automatización y de la robotización sobre el empleo.
Pero, por desgracia, en vez de unos líderes inteligentes que cooperan para resolver esos desafíos, tenemos unos líderes temerarios que amenazan la salud de la economía mundial con sus decisiones irresponsables. Líderes a cuyo auge han contribuido unos ciudadanos que quizás tengan motivos para estar hartos de políticos tradicionales y tecnócratas que no se preocupen de sus problemas, pero que al mismo tiempo no parecen ser conscientes de la complejidad de las soluciones y de la falsedad esencial de la frase “no hay nada que perder” –porque muchos de los grandes avances de la civilización, incluida la propia democracia, son reversibles–. Líderes, en suma, que han caído poseídos por los viejos sueños del nacionalismo y del populismo, y que avanzan ya, sonámbulos, hacia lo desconocido; vigilantes, pero incapaces de ver la realidad del horror económico que podrían desencadenar.
Como hace cien años, el detonante de una nueva crisis mundial no tiene por qué ser un gran evento. La mano negra del Gavrilo Princip del siglo XXI pueden ser unas torpes declaraciones políticas sobre el euro o sobre la estabilidad de la deuda pública europea, un susto bancario, un correctivo económico mal medido por parte de la Comisión, unas represalias comerciales no calculadas, o un conflicto inesperado que dispare los precios del petróleo. No hace falta mucho. La torpeza de los líderes políticos sonámbulos y la habitual locura de los mercados se encargarán del resto y, antes de que nos demos cuenta, podríamos encontrarnos, como Stefan Zweig, preguntándonos cómo pudimos llegar hasta aquí y adónde diablos se fue el mundo de ayer.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
Gracias Enrique. Yo estoy muy preocupado por el ya evidente auge de los populismos a nivel mundial. La verdad, nunca hubiese pensado que íbamos a vivir estos fenómenos. Es como si no hubiésemos aprendido nada de la historia reciente. Creo, no obstante, que el auge de estos populismos tiene que ver con un sistema que, al menos en los países avanzados, no ha terminado de funcionar. Desde hace muchos años, en USA, UE y Japón, la clase media-baja está yendo a peor, o al menos, no avanza en su nivel de vida; y además no se ve que el futuro les depare nada mejor. La clase política viene prometiendo mucho y consiguiendo nada. Esto es un problema que hay que abordar y resolver. Yo tengo ideas, pero son muy extravagantes… En todo caso, hay que hacer algo diferente.