Dos veces por década, el Partido Comunista de China celebra un gran congreso en el que se elige a los miembros del Comité Central. Entre congresos, el Comité –que no es una institución permanente– celebra siete sesiones plenarias a las que asisten sus 376 miembros (205 miembros titulares más 171 alternos), y en las que se establecen las grandes líneas de actuación para los siguientes años.
La primera y segunda sesión plenaria, así como la séptima, suelen centrarse en la transición de poder entre Comités Centrales, mientras que la cuarta y la sexta se suelen ocupar de cuestiones ideológicas. Las cuestiones económicas se dejan para las otras dos plenarias: la tercera, que discute las reformas económicas a largo plazo, y la quinta, que aborda los planes quinquenales de desarrollo del país.
Históricamente, las terceras plenarias han sido muy importantes. En la de diciembre de 1978 se apoyaron las reformas de Deng Xiaoping que transformaron a China desde una economía planificada a otra más de mercado; la de octubre de 1993 certificó la victoria de los reformistas que propugnaban una “economía socialista de mercado” sobre los que advertían de los peligros de la liberalización económica; la de noviembre de 2013 –con un recién nombrado Xi Jinping– se comprometió a dejar que los mercados desempeñaran “un papel decisivo” en la asignación de recursos de la economía; y la de febrero de 2018 instó al partido a “unirse estrechamente” en torno al Comité Central con Xi en el “núcleo”, y a eliminar la cláusula constitucional que limitaba a dos el número de mandatos presidenciales (lo que permitió a Xi mantenerse en el cargo indefinidamente).
Pues bien, el Partido Comunista de China inició el lunes 15 de julio su tercera sesión plenaria tras el XX Congreso de octubre de 2022. Estaba inicialmente prevista para otoño de 2023 (las terceras plenarias se suelen celebrar siempre a final de año), pero se pospuso sin ninguna explicación. Los medios estatales chinos, como es habitual, la han definido como “histórica”, pero esta vez puede que lo sea, ya que deberá hacer frente a los graves desafíos económicos de China a largo plazo. La sesión comenzó con el anuncio del dato de crecimiento de China para el segundo trimestre de 2024, un 4,7%, cuatro puntos por debajo de lo esperado y que confirma los problemas de la economía china, que pueden resumirse en siete.
En primer lugar, el débil crecimiento de la demanda interna. A corto plazo, China sigue creciendo por el impulso de sus exportaciones, que actúan de válvula de escape de la sobrecapacidad industrial, pero cuyo recorrido podría ser corto (ante el creciente proteccionismo de Estados Unidos y, en menor medida, Europa). China necesita una transición hacia un modelo de crecimiento más sostenible y menos dependiente de la inversión y de las exportaciones, pero no lo está consiguiendo: las ventas en el festival de mediados de año, conocido como 618 (abreviatura del 18 de junio), disminuyeron este año por primera vez en la historia, y la confianza de los consumidores se mantiene cerca de los niveles de la pandemia; la transición hacia tecnologías más limpias no parece ahora tan prioritaria, y la elevada desigualdad (entre regiones y entre grupos socioeconómicos) puede terminar pasando factura.
En segundo lugar, la crisis del sector inmobiliario (uno de los pilares del milagro económico chino), que se prolonga ya desde hace varios, y en especial tras la crisis de Evergrande. En mayo se desaceleró aún más la inversión inmobiliaria y los precios de la vivienda nueva sufrieron su mayor caída en casi una década. Esto supone un gran perjuicio para los gobiernos locales, ya que sus ingresos dependen de la venta de terrenos.
En tercer lugar, el elevado endeudamiento, tanto en el sector público como en el privado, que genera preocupaciones sobre la estabilidad financiera y el riesgo de una crisis de deuda (que impactaría más a nivel doméstico que internacional). El gobierno, por el momento, se niega a rescatar a los gobiernos locales endeudados, teóricamente para evitar problemas de riesgo moral, pero con una visión que recuerda bastante a los errores europeos durante la crisis del euro.
En cuarto lugar, las tensiones con Estados Unidos, que han limitado el acceso a la tecnología y han afectado a las exportaciones y a las cadenas de suministro. Las tensiones geopolíticas en torno a Taiwán también son una indudable fuente de incertidumbre económica.
En quinto lugar, el envejecimiento de la población, que supone un desafío para el sistema de pensiones, la sanidad y la fuerza laboral. La suma de la política de hijo único (suprimida en 2016) y el desarrollo económico han llevado a China a una tasa de natalidad del 6 por mil, dos puntos inferior a la necesaria para incrementar la población, y que ya apenas se podrá corregir.
En sexto lugar, la preocupante evolución de la innovación y la productividad. A pesar de sus indudables avances tecnológicos, y de los espectaculares datos sobre publicaciones científicas, China está teniendo dificultades para mover su economía hacia sectores de mayor valor añadido al ritmo necesario (recordemos que la agricultura absorbe aún un 23% de la población empleada en China, una cifra muy superior a la de los países desarrollados). Factores como la lengua, la dificultad de atraer talento extranjero, o la estructura social que desincentiva el desafío al orden establecido –como ya señalaba Lee Kwan Yew en 2011– dificultan enormemente que China se aproxime a la frontera tecnológica.
En séptimo lugar, el deterioro del ambiente de negocios, tanto por la baja demanda como por el miedo de los empresarios del sector privado a destacar (tras el caso de Jack Ma) o el del sector público a asumir riesgos sin ser acusados de corrupción.
Sin aumentos de la productividad y con una fuerza de trabajo decreciente, resulta muy complicado que China crezca lo suficiente para impulsar su PIB per cápita al nivel de las naciones desarrolladas para 2035, como preveía el actual plan quinquenal (que finaliza en 2025). Y, si no hay crecimiento, la estabilidad social será más complicada.
De la tercera sesión plenaria saldrá un documento con una serie de medidas que intentarán reforzar los ingresos para evitar las tensiones financieras e inmobiliarias, impulsar la demanda privada y revitalizar el sector privado. Es muy probable que se refuercen los vínculos entre el sector industrial y el militar. Tampoco es descartable que se anuncien medidas para reducir la presión sobre los gobiernos locales, o mejoras en los sistemas de pensiones o sanitario para estimular el consumo privado. Todo ello sin duda permitirían mitigar algunos problemas. Sin embargo, otros como reducir la incertidumbre, animar al sector privado o incrementar la innovación y la productividad van a necesitar reformas de más calado difícilmente compatibles con la gobernanza actual de China o con la tensión geopolítica internacional. Por eso el futuro económico de China, y con él el de la economía mundial, depende en gran medida de lo que ocurra esta semana.