El 26 de diciembre de 2004, Tilly, una niña británica de diez años, estaba con sus padres y su hermana pequeña en la playa tailandesa de Mai Khao, disfrutando de sus vacaciones escolares. De pronto, vio cómo se formaba en la orilla una espuma “como de cerveza”, y cómo el agua empezaba a retroceder. Recordó entonces una lección reciente de su profesor de geografía sobre los signos que preceden a un tsunami, y no lo dudó ni un momento. Su madre al principio no le hizo caso, pero su padre y su hermana pequeña sí la creyeron y comenzaron a correr y a advertir a gritos a otros turistas del peligro mortal que se avecinaba. Apenas unos minutos más tarde, cuando ya estaban todos guarecidos en el hotel, una inmensa ola arrasó la playa. Fue una de las pocas de la región de Phuket en las que no hubo víctimas mortales.
A veces creemos que es el azar el que rige nuestras vidas, pero, si reflexionamos un poco, a los turistas de la playa de Mai Khao no los salvó el azar. Tilly podía haber ido a un colegio distinto, uno de esos en los que los alumnos se limitan a asistir sin esperanzas de aprender nada, o en los que los profesores bastante tienen con mantener la disciplina o evitar la violencia como para intentar enseñar. O podía haber ido a otro colegio en el que la formación del espíritu nacional le quita horas a los conocimientos básicos de geografía o física. Por otro lado, la madre de Tilly, que nunca en su vida había siquiera oído la palabra tsunami, pensó que su hija exageraba o que solo quería llamar la atención, pero su padre reaccionó inmediatamente cuando la niña le gritó que su profesor les había enseñado cómo anticipar una gran ola provocada por un terremoto submarino. El padre podía haber optado por desconfiar de las cosas que se enseñan hoy en día, o haber criticado al profesor por asustar a los pobres niños con historias de catástrofes improbables. Pero no lo dudó: si un profesor les había dicho que eso eran indicios de un tsunami, es que se acercaba un tsunami y había que echar a correr. Y, además, como buen ciudadano, previniendo al resto de los turistas.
No, a Tilly Smith no la salvó la casualidad. La salvó la educación. La salvó haber ido al colegio, asistir a las clases de un motivado profesor de geografía, las ganas de aprender y el respeto y la confianza de sus padres en el sistema educativo.
Mientras tanto, en Estados Unidos, algunos niños escuchan decir a sus profesores que poner aranceles, expulsar a los inmigrantes o retirarse de acuerdos internacionales hará que América sea grande otra vez. En el mismo Reino Unido donde aún estudia Tilly, algunos profesores intentarán explicarles las maldades de la Unión Europea y cómo el Brexit será la solución para todos sus problemas. La Unión Europea y la inmigración también serán criticadas como las responsables de todo en muchas escuelas de Polonia, Hungría o Italia. En Cataluña, muchos niños escucharán que viven en un Estado opresor y que todo será mejor cuando sean independientes, aunque la mitad de los catalanes no esté de acuerdo. En otros lugares de España, una vez decidan si van a tener que estudiar religión o educación para la ciudadanía, quizás algunos tengan ocasión de que un profesor de geografía les explique lo que es un tsunami, siempre que no tenga que limitarse a la geografía de su comunidad autónoma no costera.
Demasiado tiempo perdido cuando hay mucho que aprender. Y hay que aprenderlo rápido, porque el próximo tsunami está cerca. El terremoto que lo ha originado tiene dos epicentros: por un lado, la robotización y la inteligencia artificial, y por otro, la globalización. Entre los dos generarán una ola que, aunque traiga nuevos empleos, también se llevará por delante muchos de baja cualificación, centrados en tareas rutinarias, o incluso de sectores que creían estar a salvo, como el de servicios. Y todos los trabajos cambiarán para siempre. Para sobrevivir a ese tsunami, nuestros hijos tendrán que ser como Tilly, y estar listos para aprender continuamente muchas habilidades, tanto técnicas como sociales.
Lo malo es que no tenemos mucho tiempo. Si se fijan bien, ya se comienza a ver la espuma.
Lo más difícil es aprender a confiar en la vida. Enseñemos a confiar, confiando.
Me ha encantado
Completamente de acuerdo. Gracias por explicarlo de una manera tan didáctica y clara