Las elecciones estadounidenses son un permanente recordatorio de que la interpretación de la realidad de Estados Unidos es más compleja que lo que se piensa, o al menos de lo que podemos percibir a través de las encuestas y análisis habituales. Y esta complejidad no se aplica sólo a la política, sino también a las relaciones económicas y comerciales.
Así, hay muchos que confían en que una victoria del candidato demócrata, Joe Biden, suponga un giro copernicano en las relaciones económicas y estratégicas con Europa, sin reparar en que hay ámbitos en los que Trump no ha supuesto más que la manifestación exagerada y aspaventosa de corrientes estructurales muy profundas que llevan décadas germinando.
Por lo que respecta a la crisis del libre comercio y el deterioro del marco institucional de gobernanza de la globalización, conviene recordar que el replanteamiento de las ventajas de la globalización se remonta a hace décadas, y que los propios demócratas han sucumbido a menudo a las tentaciones del proteccionismo. Pensemos, por ejemplo, en la provisión “Buy American” de Obama en 2009 o el anuncio de Hillary Clinton durante su campaña electoral de 2016 de paralizar cualquier acuerdo “que ponga en peligro los empleos estadounidenses” (en referencia al Acuerdo Transatlántico de Inversión y Cooperación UE-EEUU, el TTIP). Es cierto que Trump, al llegar al poder, entró en el mundo comercial como elefante en cacharrería, se salió del Acuerdo Transpacífico (TPP), dio por muerto el Transatlántico y exigió bajo amenazas la renegociación del NAFTA y otros acuerdos bilaterales (con más resultados cosméticos que de sustancia, todo hay que decir). Pero pensar que un gobierno demócrata habría ahondado en los acuerdos comerciales multilaterales quizás pecar de optimismo.
La guerra comercial es otra cosa. Ahí Trump ha tirado por tierra el trabajo de décadas por evitar el bilateralismo, y ha abierto profundas brechas con socios esencialmente leales, que preferirían otro escenario político. La Unión Europea, por ejemplo, tras recibir hace unas semanas la autorización de la OMC para imponer aranceles a exportaciones estadounidenses por valor de 4.000 millones de dólares anuales como compensación por las subvenciones a Boeing (unos meses después de que EUUU fuera autorizada a sanciones equivalentes por valor de 7.500 millones anuales por las ayudas a Airbus), ha esperado prudentemente al resultado de las elecciones antes de actuar. Sin duda la amenaza arancelaria –ahora bilateral– es un momento inmejorable para rebajar tensiones y eliminar aranceles por ambas partes. Pero eso es mucho más probable con una administración Biden, ya que la de Trump –que en septiembre renovó las sanciones– ha advertido que la ejecución europea de medidas arancelarias por el caso Boeing sería respondida con represalias.
Así pues, de una administración Biden cabría esperar el fin de la guerra comercial, aunque no implique una vuelta a la liberalización comercial multilateral. Otra ventaja es que no traduciría sus críticas a la OMC, como ahora, en el desprecio y bloqueo de la organización, sino en una exigencia de profunda reforma, en la que la Unión Europea podría ser una gran aliada. Porque las deficiencias de la OMC son muchas, y su reforma es perentoria en materias como la propiedad intelectual, el trato a empresas públicas, la autocalificación de países como “en desarrollo”, la lentitud en el procedimiento de disputas o los mecanismos de toma de decisiones. Dicho esto, la revitalización de la OMC no tiene por qué implicar que Estados Unidos acepte mansamente a la candidata nigeriana apoyada por la UE como nueva Directora General frente a la candidata alternativa de Corea del Sur –con un perfil más técnico– en la decisión que se tomará en los próximos días.
Con respecto a China, Trump siempre ha sostenido que su incorporación al mundo multilateral en 2001 jamás se tradujo en una progresiva “occidentalización” de sus reglas de juego ni en buenas prácticas comerciales. Y tiene razón. La China del año 2001 no es la China del año 2021, ni económica, ni política, ni geopolíticamente, y el acceso al mercado chino no ha mejorado, sino que ha empeorado. La Unión Europea también percibe actualmente a China con ojos muy distintos a cuando optaba por contemporizar y no iniciar procedimientos en la OMC contra las subvenciones públicas a Huawei. Pero acertar en el diagnóstico no implica acertar en el tratamiento, y la gestión de Trump de las relaciones con China no sólo ha sido torpe –e inefectiva en términos de déficit bilateral–, sino que ha exacerbado el nacionalismo chino y amalgamado a su población en un momento particularmente crucial para los intereses geopolíticos de sus dirigentes. De hecho, si gana Biden, no hay que descartar que muchos en China lamenten que “contra Trump se vivía mejor”. En cualquier caso, conviene insistir en que la batalla entre Estados Unidos y China no es puramente comercial, sino esencialmente tecnológica, y que ningún presidente estadounidense, sea cual sea su ideología, renunciará jamás al intento de mantener la supremacía industrial de su país en este incierto siglo XXI. El objetivo de “autonomía estratégica abierta” anunciado por la UE también va en este sentido, aunque sea aún un poco difuso.
Un ámbito en el que no habrá que esperar grandes cambios es el de la fiscalidad de multinacionales. El debate en el seno de la OCDE para definir un impuesto sobre las actividades digitales a nivel mundial avanza, y existen algunas discrepancias políticas, pero el grueso de la discusión es puramente técnico. En este ámbito es muy probable que Estados Unidos siga peleando por evitar un impuesto específico sobre las empresas tecnológicas (con un impacto diferencial sobre las estadounidenses, como Google o Facebook) y se centre en buscar una tributación adecuada de las actividades tecnológicas de cualquier empresa (con un impacto más diluido). No es esperable, por tanto, que esa visión vaya a cambiar mucho. Y es muy posible que una decisión apresurada por parte de algunos países por imponer una “Tasa Google” antes de que se establezca a nivel europeo no salga gratis, sino que se traduzca en represalias bilaterales.
La extraterritorialidad tampoco es nueva, y no conviene olvidar que la Ley Helms-Burton sobre Cuba reactivada por Trump es en su origen una ley demócrata, aprobada por Bill Clinton. En este ámbito, sin embargo, Biden sí ha anunciado que derogaría su aplicación (algo que beneficiaría a varias empresas españolas). En otros ámbitos de extraterritorialidad con países como Rusia (en relación por ejemplo, con el Nord Stream 2) o Irán, los cambios, de haberlos, serán mucho más cautelosos.
Una victoria demócrata también probablemente renovaría el compromiso estadounidense con los Acuerdos de París. Sin embargo, eso no tiene que ver con que la aplicación de un arancel al carbono (carbon border tax) por parte de la Unión Europea a partir de 2021 –para evitar la mera sustitución de producción contaminante europea por importaciones contaminantes de empresas deslocalizadas– pueda ser respondida con represalias por parte de Estados Unidos, cualquiera que sea el presidente.
En resumen, parece claro que una presidencia de Biden supondría una vuelta a la diplomacia tradicional a la hora de solucionar los conflictos comerciales, una rebaja de las tensiones bilaterales con socios como la Unión Europea, México, Canadá o Japón y quizás una revitalización y reforma de las instituciones multilaterales, en vez de su abandono. No es poca cosa. De una victoria de Trump, por el contrario, no cabría esperar estrategias muy distintas de las vividas hasta ahora.
Pero en otros temas no conviene confundir deseos con realidades, ni las formas con el fondo. Porque, en numerosos ámbitos, los intereses estratégicos estadounidenses son más estructurales de lo que muchos quieren creen. Las formas de Trump son sin duda extravagantes, pero la tendencia de Estados Unidos a mirar cada vez más a la política nacional que a la internacional, su retirada progresiva como líder del mundo occidental (en materia comercial y de defensa), su cuestionamiento del marco institucional de la cooperación multilateral cuando no beneficia a sus intereses o su defensa a ultranza de la primacía tecnológica de sus empresas no son temas coyunturales o de partido. Forman parte de una tendencia de largo plazo mucho más profunda y arraigada. Hay cosas que no empezaron con Trump ni terminarán con él.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
Se agradece un análisis en detalle de lo que HA HECHO Trump, sin entrar en las superficialidades de sus Tweets. Que la OMC reconozca a China como “país en desarrollo” es simplemente alucinante, y un indicador de que este organismo no funciona. En muchos de estos temas comerciales Trump tenía lógica.
Los acuerdos de libre comercio, influenciados por lobbistas en Bruselas y D.C. han supuesto el desmantelamiento paulatino de la industria en Europa y EEUU, para beneficio – a corto plazo- de los consumidores europeos. Pero a largo plazo han beneficiado únicamente a las multinacionales que producen a precios irrisorios en Vietnam o Bangladesh y venden con un margen decente a unos occidentales que se van al paro a vivir de las subvenciones.