¿En qué me beneficia a mí, como ciudadano, la Unión Europea? La respuesta a esta pregunta sigue siendo la piedra angular de la sostenibilidad social del proyecto europeo. Y esa respuesta no es estática, sino que ha ido variando a lo largo de la Historia: en los años 50 era evitar una nueva guerra entre Francia y Alemania; en los 60, poder comerciar libremente con Europa y garantizar la producción agrícola y los alimentos; en los 70, hacer frente a la crisis energética con las ayudas regionales europeas, y servir de anhelo democrático a países que –como España y Grecia– superaban sus dictaduras; en los 80, construir un mercado único en el que los ciudadanos pudieran circular y establecerse sin trabas, y ayudar a Alemania a restañar las heridas del muro de la vergüenza; en los 90, la financiación de infraestructuras cohesionadoras, poder viajar sin enseñar el pasaporte y estudiar parte de la carrera en otros países; en los 2000, cambiar de país sin cambiar de moneda. Pero en esta década, la de la Gran Recesión, ¿cuál es la respuesta? El Consejo Europeo del 13 y 14 de diciembre de 2018 ha perdido una magnífica oportunidad de sugerir alguna.
Quizás los líderes europeos olvidaron que la historia de los movimientos políticos –y la integración europea lo es– está llena de ejemplos que demuestran dos cosas respecto a los ciudadanos: que su agradecimiento por las hazañas o logros pasados dura relativamente poco; y que no es fácil que entiendan y aprecien los avances de gran complejidad técnica. Desde que a finales del XIX Bismarck, en un contexto de reunificación nacional y de movimientos revolucionarios en Europa, decidiese garantizar determinados derechos a los trabajadores, sabemos que las medidas sociales no solo reducen las tensiones rupturistas: también incorporan a los ciudadanos a los grandes proyectos comunes.
Un político inteligente debe siempre mirar hacia el futuro con base en los problemas actuales, y al mismo tiempo no debe esperar que el ciudadano medio se entusiasme con cuestiones puramente técnicas. Debe explicarlas, sí, pero es iluso pensar que muchas de ellas vayan a entenderse bien o a ser ilusionantes. Hay medidas que se deben tomar simplemente porque son necesarias, no porque vayan a ser bien recibidas; y quien, de forma populista, solo tome medidas que vayan a ser bien recibidas y deseche las necesarias, está hipotecando su futuro y el de sus ciudadanos. El éxito político a largo plazo radica en saber hacer lo necesario sin descuidar lo ilusionante.
El euro es un buen ejemplo: existían numerosos motivos técnicos que hacían recomendable la adopción de una moneda única, como explica magistralmente Mario Draghi en su discurso en la Universidad de Sant’Anna: la incompatibilidad de un mercado único con tipos de cambio volátiles y devaluaciones competitivas, las ventajas de eliminar fricciones en los intercambios y profundizar en las cadenas de valor europeas, o una política monetaria coordinada en un banco central europeo –y no dirigida por Alemania–. Pero, aparte de esto –y de otros incentivos políticos, como la creación de una potente alternativa al dólar como moneda de reserva–, para los ciudadanos la verdadera ilusión por el euro surgió de la magia de poder viajar a un país vecino y seguir usando tu propia moneda; y por eso, durante la crisis del euro, el miedo a que sus cuentas corrientes en euros pudieran transformarse de nuevo en pesetas, francos o liras de valor desconocido llevó al euro a su mínima aceptación histórica.
En este sentido, la Cumbre del Euro del 14 de diciembre de 2018 ha supuesto dos errores en uno. En primer lugar, un error técnico, con importantes implicaciones económicas y políticas: el escaso avance en la reforma del euro. La sostenibilidad del euro requiere una Unión Bancaria profunda, con una efectiva separación del riesgo bancario y el riesgo soberano, una garantía europea de los depósitos bancarios y la existencia de al menos un activo financiero sin riesgo; resulta necesario, adicionalmente, contar con mecanismos estabilizadores de política fiscal. La Cumbre del Euro se ha limitado a poco más que reforzar el Mecanismo Europeo de Estabilidad: un paso insuficiente –aunque sea en la dirección correcta– que sigue dejando a los Estados europeos prácticamente inermes ante una nueva crisis.
Pero, además, ha habido un segundo error, muy grave, de carácter político. En pleno auge del populismo y del nacionalismo en Europa, los líderes europeos –por la terquedad de muy pocos– han decidido renunciar a corto plazo a dos importantes medidas que ofrecer a los ciudadanos europeos para demostrarles que la Unión Europea se preocupa por ellos: un fondo de garantía de depósitos y un complemento de seguro de desempleo. Porque el ciudadano medio no va a entusiasmarse por el refuerzo del MEDE –aunque le afecte directamente–: es demasiado complejo. Sin embargo, saber a ciencia cierta que “la Unión Europea garantiza mis depósitos en el banco” o que “la Unión Europea paga parte de mi seguro de desempleo” no solo es fácil de entender, sino que inmediatamente genera una sensación de afección por la Unión Europea: un proyecto que garantiza mis derechos.
Porque las señales ya están ahí: aunque el Eurobarómetro de diciembre de 2018 refleja que la aceptación del proyecto europeo ha crecido desde la crisis financiera, es peligroso hacerse ilusiones, en especial con una Merkel de salida y un Macron en horas bajas. El 77% de los europeos cree que la Unión Europea debería hacer más en materia de lucha contra el desempleo, y el 43% cree que la Unión Europea no ha ayudado a proteger a los ciudadanos de los efectos negativos de la globalización –un porcentaje que aumenta hasta el 60% en el caso de los franceses–. Y una interesante encuesta de la Universidad de Amsterdam –que ofrece distintas alternativas de política económica– muestra que los ciudadanos europeos (incluidos, qué cosas, los holandeses) están ampliamente a favor de un seguro de desempleo europeo complementario, y que, contrariamente a lo que pudiera parecer, les preocupa bastante más las condiciones de obtención de la prestación que el hecho de que haya redistribución financiera entre países.
Por supuesto, la pedagogía sobre los beneficios de la Unión Europea sigue siendo imprescindible. No se pueden negar las mejoras que ha habido en la información sobre las actividades europeas por parte de la Comisión o del Parlamento. Son encomiables, por ejemplo, los esfuerzos que se realizan desde la Dirección General de Comercio de la Comisión Europea –encabezados por su Economista Jefe, Lucian Cernat– para dar a conocer las ventajas de los acuerdos comerciales de la UE sobre la actividad económica de las ciudades europeas, o sobre el empleo, o la existencia del aún poco conocido Fondo de Ajuste para la Globalización (FEAG) para apoyar el ajuste y recolocación de los trabajadores.
Todas estas medidas van en la buena dirección, pero no bastan. Los ciudadanos necesitan más buenas noticias, medidas que generen de inmediato la ilusión de sentirse, todavía en esta década, parte de un gran proyecto. Saber que la Unión Europea garantiza los ahorros en euros en el banco o un complemento de ayuda en caso de desempleo no solo refuerza la sostenibilidad económica del euro –y, con ella, la de la Unión Europea–: también refuerza su sostenibilidad social. Ay del que se quiera refugiar en los logros del pasado o en la estática comparativa para justificar su inacción política. Y ay también del que piense que la democracia liberal sobreviviría a la caída del proyecto europeo. Porque el mundo de hoy sin duda está mucho mejor económicamente que el de hace varias décadas. Pero también, desde el punto de vista político, es mucho más frágil.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)