Hubo un tiempo en que Alemania era todo un referente. Tenía una economía potente, una modélica industria exportadora de alto contenido tecnológico y un sistema educativo óptimo. A nivel político, tenía unos líderes serios responsables que hablaban con franqueza a sus ciudadanos y que mantenían unas finanzas saneadas, además de unos sindicatos responsables capaces de moderar sus salarios para salvar la industria. Hoy Alemania no es tan envidiada: su industria está gravemente dañada, su economía no crece y las malas decisiones políticas de las últimas décadas le están pasando factura.
Y es que este siglo XXI es el de los mitos que se van desmoronando, y la “locomotora alemana” no podía ser una excepción. Primero vino el “Dieselgate”, el descubrimiento en 2015 de que Volkswagen había introducido un software trucado en millones de vehículos para que sus motores diésel pasasen fraudulentamente las pruebas de emisiones, con una picaresca que hacía parecer aficionados a sus equivalentes del sur. Después fueron apareciendo informes sobre el funcionamiento de sus cajas de ahorros, mucho más politizadas de lo que se creía y reacias a cualquier intento de Unión Bancaria Europea para no tener que exponer en exceso sus vulnerabilidades (como el sistema de protección de depósitos). En 2020, mientras se publicaban innumerables datos que reflejaban el atraso de Alemania en materia de digitalización empresarial (aún hoy más del 80% de las empresas siguen usando el fax), la empresa de pagos electrónicos Wirecard se hundió, dejando un agujero contable de más 1.900 millones de euros –en lo que se conoció como “el Enron europeo”– y poniendo en tela de juicio el papel de los auditores privados y los supervisores y reguladores nacionales.
Entretanto, Estados Unidos había iniciado una guerra comercial y tecnológica con China, poniendo de manifiesto la enorme exposición de la industria alemana –particularmente en sectores como la automoción, la maquinaria pesada y la química– a los inputs tecnológicos y minerales chinos. El peligro de esa dependencia se visibilizó aún más con la ruptura de la cadena de suministros durante la pandemia de COVID-19, revelando que muchas empresas alemanas no contaban con alternativas para suministros críticos. Las posteriores crecientes tensiones geopolíticas terminaron obligando a la Unión Europea a reducir su dependencia, especialmente en sectores como la tecnología 5G y los semiconductores, lo que impactó a Alemania de manera desproporcionada.
Mientras, se iba forjando otra dependencia crítica, la del gas ruso. Durante años, Alemania construyó una estrecha relación energética con Rusia (bajo el liderazgo del excanciller Gerhard Schröder, quien desempeñó un papel crucial en proyectos como el gasoducto Nord Stream) para garantizarse un acceso a energía barata, pero exponiéndose a los caprichos de Moscú. La invasión de Ucrania en 2022 y las sanciones contra Rusia obligaron a Alemania a buscar rápidamente alternativas energéticas, pero no pudieron evitar que los costes energéticos se dispararan, erosionando su competitividad global. Se vio entonces que la decisión de la canciller Angela Merkel en 2011 de cerrar sus centrales nucleares (tras el accidente nuclear de Fukushima) era precipitada, pero lo que dejó a muchos europeos perplejos es que los alemanes, ya inmersos en la crisis energética, no reconsideraran su decisión, sino que optasen por quemar carbón para producir electricidad.
Que la guerra de Ucrania no impidiera al excanciller Schröder seguir siendo consejero de Gazprom y amigo personal de Putin sin duda no contribuyó a mejorar la fe en la clase política alemana. El largo liderazgo de Merkel también se revisó retrospectivamente de modo crítico. Hoy los partidos radicales AfD y BSW tienen unas expectativas de voto de un 19% y un 8%, respectivamente, para las elecciones de febrero de 2025.
Al mismo tiempo, la industria puntera alemana, la del automóvil, despertó de su sueño y vio que la apuesta de los coches híbridos había sido equivocada: el coche eléctrico no solo era el futuro, sino que el futuro ya estaba aquí, y con China disfrutando de una considerable ventaja en la fabricación del elemento clave, las baterías. Para cuando quisieron reaccionar, la situación de multinacionales como Volkswagen ya había acumulado demasiados problemas, no solo de estrategia, sino también de gestión.
Así pues, si el Brexit acabó con el mito de los británicos pragmáticos y flemáticos, el deterioro de la economía alemana, herencia de malas decisiones y de una gestión discutible, está derrumbando el de la Alemania eficiente y competitiva. Eso, por supuesto, no es ninguna buena noticia. Primero, porque Europa no puede ir bien si Alemania no va bien y, segundo, porque los errores de Alemania no han evitado otros errores en otros países, como la falta de reformas de calado en España, Francia o Italia.
Pero no tan deprisa: la Historia de la economía nos enseña que no hay auge sin caída ni caída sin posible auge. Si hay un país que tiene un historial (repetido, además) de resiliencia económica y capacidad de reconstrucción es precisamente Alemania. Sus activos siguen ahí: una gran capacidad de innovación, una fuerza laboral altamente cualificada y un elevado espíritu de sacrificio por la causa común (muchas veces, europea). Alemania ha acelerado considerablemente su adopción de energías renovables (que ahora representan más del 50% de su consumo energético), está diversificando sus mercados de exportación con países como India y Brasil, está llevando a cabo estructurales en supervisión financiera, y está decidido a modernizar la infraestructura digital y a mejorar la capacitación de la fuerza laboral. Solo le falta reflexionar sobre su modelo fiscal y ver que hay que la deuda hay que controlarla, pero sin establecer absurdos techos constitucionales.
Si la política alemana resiste el populismo y la radicalización y de las elecciones de febrero surge un gobierno sólido dispuesto a recuperar el tiempo perdido, Alemania, al cabo de unos años, es muy capaz de reinventarse y contribuir una vez más al liderazgo tecnológico y económico de Europa. Más nos vale a todos.