Uno de los pilares de la ciencia económica es el constructo del homo economicus (asociado originalmente a las aportaciones de John Stuart Mill a finales del siglo XIX): un individuo que persigue su propia utilidad, al menor coste posible y actuando con expectativas racionales a partir de la información de la que dispone. Aplicando el individualismo metodológico, los comportamientos sociales se explican a partir del sumatorio de los comportamientos de los homo economicus y el libre mercado es la mejor forma de casar las utilidades individuales. Distintos desarrollos que recuperan la vinculación de la economía con otras ciencias sociales cuestionan la mayoría de estos supuestos, incluyendo que, más allá de la utilidad individual, los individuos tengamos, en esencia, comportamientos altruistas, es decir, que seamos, al menos en parte, homo socialis.
El análisis neoclásico admite situaciones de fallos de mercado ‒información imperfecta, externalidades, poder de mercado, bienes públicos‒ que hacen necesaria la intervención del sector público porque la suma de racionalidades individuales no es consistente con la colectiva. Ahora bien, otros desarrollos que aplican metodología de otras ciencias sociales a la economía van más lejos y cuestionan aspectos como el individualismo metodológico o la racionalidad de los individuos, y plantean realidades de intereses plurales y, a veces, contradictorios de los individuos, la existencia de bienes sociales por encima de los intereses individuales, o el carácter moral de la economía como proponía Atkinson. En este sentido, la economía del comportamiento, que aplica la psicología a la economía, plantea la posibilidad de comportamientos altruistas. Su análisis se suele estudiar a partir de experimentos con el denominado juego del dictador, inicialmente propuesto por Kahneman en los años 80.
En su versión más sencilla, el juego supone dos jugadores sin relación alguna entre ellos: A (el dictador), que recibe una dotación de 10$ y se le pregunta cómo quiere distribuirlos entre él mismo y un segundo jugador B. Es una variante del juego del ultimátum, en el que A decide distribuirlos y B tiene la última palabra sobre si acepta o no la distribución. En el juego del ultimátum hay un comportamiento estratégico y un altruismo recíproco: A piensa que, si no es suficientemente justo en la distribución, puede quedarse sin nada porque B no acepte. Lo interesante es que en el juego del dictador, A puede decidir quedarse con los 10$ sin riesgo y sin necesidad de repetir su relación con B, y esto es lo que predeciría el homo economicus, porque así maximizaría su utilidad individual. Sin embargo, la mayor parte de los individuos, alrededor de un 75%, decide dar una contribución positiva a B, lo que revelaría un comportamiento prosocial de sacrificio de parte del interés material propio en favor de terceros.
El juego ha sido cuestionado por distintas razones, incluyendo su metodología ‒se desarrolla en un laboratorio, con una población de estudiantes y con dinero ficticio, lo que no representativo de la realidad‒, o las normas sociales implícitas en su diseño, por ejemplo, la simple pregunta al jugador A sobre si quiere donar parte de una cantidad que recibe sin contrapartida, lleva una norma implícita de expectativa, por parte del investigador que diseña el juego, de que done. En este sentido, se han elaborados múltiples variantes del juego que han jugado con sus distintas variables, cambiando el contexto de la elección.
Engel, ha elaborado un interesante meta-análisis de 129 juegos del dictador publicados entre 1992 y 2010, y observa que las condiciones en el juego varían la distribución modal de las transferencias del dictador. Simplificando, hay un desplazamiento hacia mayores transferencias en las siguientes situaciones: si el dictador no decide en anonimato (entra en juego la imagen social del dictador) o si el dinero en juego es real; cuanto más se valore que lo merece el receptor (conciencia distributiva); cuanto mayor es la edad de los jugadores (los juegos con estudiantes infravaloran la transferencia); las mujeres dan y reciben más que los hombres; cuanto menos desarrollado es el país (en economías avanzadas dan menos); o si el número de receptores es mayor.
Por otro lado, se transfiere menos: cuanto menor es la distancia social con el receptor, si la decisión del dictador se toma en grupo; si el dictador ha tenido que ganar el dinero; si el juego se repite; o si se limitan las opciones de transferencia del dictador. En cuanto a las opciones, resulta interesante contrastar que el contexto, la forma en que se presentan las opciones, importa. Por ejemplo, el dictador da menos si tiene una opción de tomar renta del receptor. Aunque el dictador rechace esta opción como no viable y tienda a descartarla, transfiere menos porque le ofrece una justificación (soy menos injusto porque podría haberle quitado dinero).
En general, los juegos del dictador vienen a demostrar la enorme casuística del comportamiento humano y, por tanto, la dificultad de construir un homo socialis de referencia que permita sustituir al homo economicus. Ahora bien, con todas estas variantes, la tendencia mayoritaria es el altruismo, en el meta-análisis de Engel, alrededor del 64% de los participantes donan dinero y en media transfieren un 42% ‒si bien, dándole la vuelta al argumento, más de un tercio de los individuos opta por no dar nada al receptor‒.
El siguiente paso sería interpretar el porqué del comportamiento prosocial: somos altruistas, es decir, nos preocupa el bienestar del prójimo; o más bien nos preocupa la justicia distributiva; o lo que nos importa es la imagen que tenemos de nosotros mismos, o nuestra imagen social frente a terceros. Probablemente la combinación de todos.
Sea cual fuere la razón, lo relevante es que los experimentos apuntan a una preferencia prosocial de los individuos, lo que justifica unas políticas redistributivas más allá de consideraciones morales; es una preferencia mayoritaria. La dificultad está en construir una teoría del comportamiento social que permita hacer consideraciones sobre cómo debe ser la distribución del producto social. Campo abonado para el cruce de la economía con la sociología.