Este año se celebra el 60 aniversario del Tratado de Roma, constitutivo de la Comunidad Económica Europea (firmado el 25 de marzo de 1957). 2017 se plantea así como un año de reflexión, que debe empezar con una pausa y una mirada atrás de lo mucho alcanzado, para mirar hacia el futuro. Como siempre, la coyuntura política marcará el paso, y los vientos no son muy favorables al más Europa tras el Brexit, la crisis de la inmigración y el giro hacia opciones políticas que vuelven a primar lo nacional –tanto en los partidos en los extremos (en muchos casos, en la derecha del espectro político en los países acreedores, y en la izquierda, en los deudores), como en los tradicionales partidos liberales y socialdemócratas, que han reducido su ambición pro europea–. En 2017 será difícil avanzar dado el calendario electoral: elecciones en Países Bajos (15 marzo), Francia (23 abril y 7 de mayo en 2ª vuelta), Alemania (24 septiembre) y probablemente también en Italia. Pero quiero ser optimista a partir de 2018 (si se supera la fecha clave del 7 de mayo); se puede avanzar si la estrategia de las distintas velocidades se asume explícitamente como el día a día de Europa.
Primero, una vista atrás. Los logros de la UE son incuestionables –en su Libro Blanco sobre el futuro de Europa, la Comisión señala algunos de los más relevantes incluyendo varios ilustrativos gráficos–: el período más largo de paz en la historia de los países de la UE (70 años desde la II Guerra Mundial), las sociedades más igualitarias en el mundo, la integración del bloque de los países del Este tras la caída del muro de Berlín, la segunda zona económica tras EEUU, el mayor bloque comercial en el mundo, el euro como segunda moneda de reserva global (tras el dólar), o el liderazgo en temas como el cambio climático o la ayuda al desarrollo y humanitaria (el primer donante global aportando más de la mitad de la ayuda).
Conviene también señalar que la UE ha avanzado a partir de un esquema de integración que ha sido de distintas velocidades: tanto en la propia UE, con los núcleos más integrados de la zona del euro y el área de Schengen de libre movilidad de personas –integradas por distintos grupos de países– y el menor grado de integración de la Unión Económica Europea, como en los distintos acuerdos con otros países europeos (Asociación Europea de Libre Comercio, o Uniones Aduaneras bilaterales con Turquía o microestados europeos). En general, este avance se ha producido a saltos, y en muchos casos marcados por procesos de crisis en los que los pasos se dan tras estirar los límites que permite la cuerda de la crisis. Ya lo decía la famosa cita de Jean Monet, uno de los padres fundadores de la UE: “¿De haber adoptado antes unas medidas tan simples, hubieran evitado la gran crisis? Plantearse esta cuestión es ignorar que los hombres sólo aceptan el cambio resignados por la necesidad y sólo ven la necesidad durante la crisis” (Mémoires, 1976, p.129).
Los avances estos últimos años tras la crisis financiera global son un buen ejemplo de esta estrategia. La primera reacción es reforzar la vigilancia y la responsabilidad individual de los estados miembros; en 2010, con el agravamiento de la crisis de la deuda soberana por el caso griego, se fortalece la supervisión y las estrategias de competitividad (semestre europeo, Europa 2020) y se activa el mecanismo de rescate de países (en un proceso también secuencial con préstamos bilaterales de países, primero, un fondo temporal, después, y finalmente, el MEDE, una suerte de fondo monetario europeo de carácter permanente); en 2011, nuevos programas –Irlanda (diciembre 2010) y Portugal– y el reforzamiento del Pacto de Estabilidad (pacto por el euro); en 2012, tras una nueva tensión en la crisis soberana, la creación de la Unión Bancaria y el famoso “el BCE está preparado para hacer lo que haga falta” para mantener el euro de Mario Draghi; en 2013, nuevo paquete de vigilancia presupuestaria en la zona del euro (Two-Pack); y a partir de 2015, la política a de expansión cuantitativa del BCE, para combatir las tensiones deflacionistas (y sostener el crecimiento en la zona del euro).
En el contexto del fuerte ajuste de la crisis financiera global este tipo de estrategia, marcada por la necesidad de equilibrar intereses políticos entre países, ha tenido el efecto perjudicial de la falta de un proyecto común de todos los europeos, dibujando una Europa que reacciona tarde, sin contentar a nadie. Los acuerdos aparecen ante la opinión pública como concesiones entre países acreedores y deudores, un mal menor para sostener el edificio y evitar caer en el mal mayor de desandar el camino avanzado. Sin embargo, el Brexit (y Trump) hacen cuestionar la mayor ¿y si retroceder no fuera tan costoso?
Es en este dilema en el que se ha situado la Comisión en el Libro Blanco, planteando cinco caminos posibles (no excluyentes) de naturaleza estrictamente política y lenguaje muy directo: seguir igual, se van aprobando nuevas medidas a medida que se consiguen consensos; dos escenarios de retroceso –volver a solo el mercado único, o el mercado único más una serie de áreas prioritarias en las que es más eficiente la acción a nivel europeo, el principio de subsidiariedad de siempre (por ejemplo, supervisión, competencia, infraestructuras, seguridad exterior y cooperación antiterrorista)–; y dos más ambiciosos, una UE de distintas velocidades o una Europa más integrada con mayor cesión de soberanía a instituciones europeas.
Descartando las opciones en los extremos –las dos de retroceso por indeseables y políticamente difíciles (de nuevo, el 7 de mayo clave), y una UE más integrada y soberana, por políticamente inviable–, y aceptando que “seguir igual” es muy arriesgado políticamente a la vista del creciente sentimiento antieuropeo; la mejor alternativa es las distintas velocidades. La dinámica de la negociación varía mucho cuando se pasa de la capacidad de veto o la minoría de bloqueo, al consenso mínimo entre partes con voluntad de avanzar sin imposición sobre el resto. Los opositores dejan de ser una piedra en el camino, como tantas veces lo fue Reino Unido (retraso a la entrada en el mercado común, no entrada en el euro, cheque británico), o más recientemente Finlandia en la negociación del MEDE (con una población que apenas supone el 1,6 por ciento del total de la zona del euro), o los países del Este en la política de inmigración.
El avance debería buscar el pragmatismo, mantener un proceso de integración gradual hacia una mejor Europa, pero sin la cortapisa de los grandes cambios de orientación que modifiquen los tratados, y con la ventaja de que en la mesa de negociación las distintas velocidades, una Europa a la carta, son una opción explícita.
Uno de los elementos que tendrán particular dificultad será la posibilidad de avanzar también a distinto ritmo en el seno de la zona euro. Existe bastante consenso académico en que, para completar una zona monetaria óptima, las principales asignaturas pendientes son: completar la Unión Bancaria (especialmente, la mutualización de los fondos de garantías depósitos), y, sobre todo, avanzar hacia una mayor integración fiscal. El famoso 1% del PIB del presupuesto europeo es claramente insuficiente. Hace falta darle capacidad anticíclica y reforzar sus dimensiones de apoyo al crecimiento y social (central para recuperar el apoyo de la opinión pública a Europa). Para ello, no solo hacen falta más recursos, sino mayor autonomía (un Tesoro de la UE y una estructura de ingresos propios) y redefinir la política de gasto, más orientada a los ciudadanos (desempleo, becas) y a políticas horizontales (más I+D+i, infraestructuras, y menos sectoriales).
En general, las opciones políticas que no están en los extremos defienden avanzar en este camino (incluido informe de los cinco presidentes europeos), si bien con distinto grado en función de la ideología (la socialdemocracia más que el liberalismo) y el país (los países deudores más que los acreedores). Una vez pasado el calendario electoral de 2017, bien puede resultar que el Brexit (y la contraposición al Trumpismo) sea el impulso necesario que necesite la UE. Esto son lentejas.